Sonrió a Lawrence cuando vio que abría los ojos y se movía un poco. — Buenos días, maestro. Buenas tardes casi, que menuda siesta hemos echado. — El hombre sonrió y vio sus ojos brillar. — Hacía mucho que no me despertaba con alguien aquí, que Molly duerme en la cama de al lado. — Alice se encogió de hombros. — Es que yo soy la única de esta familia de palmeras que cabe en esta esquinita, así leyendo, sin molestar. — El hombre rio brevemente. — Querida, siento decirte que cada vez ocupas más. — Se miró la tripa incrédula, como si no supiera de qué le estaba hablando. — ¿Ah por este lo dices? No, no. Este es otro O’Donnell, ocupa como uno, pero no es culpa mía, solo vive aquí temporalmente. Tiene el tamaño de su padre, claramente. — Y más se reía Lawrence, aunque le atacaba un poco la tos. Alice se inclinó para levantarse y darle un vaso de agua. — Pues es que me han castigado aquí. Dicen que tengo el hierro fatal, y no sé cuántas penas del infierno, y no me dejan moverme, así que Emma me ha dicho “si quieres ser útil, te subes con el abuelo y te quedas con él, haciéndole compañía, pero con los pies en alto, que yo lo vea”. — Dijo imitando el tono de su suegra. — Pero, como siempre, era una amenaza vana, porque aquí no ha subido, pero chico, da tanto miedo… — Hacer reír a Lawrence, especialmente tal como estaba, era una de las cosas que más orgullosa la hacía sentir del mundo.

Pero entonces pasaba lo que casi siempre últimamente, que se quedaba mirando su mano, casi sin fuerza, entrelazada con la de Alice, y veía pena en aquellos ojos cansados, como si viera un final inevitable muy cerca. Y ella ya había visto esa mirada antes. La muerte de su abuelo había sido de un día para otro, de un momento para otro, mejor dicho, pero la de su madre no, y por ella había visto cuándo una persona identificaba que ese momento estaba cerca. — Es injusto. — Dijo de repente. Ella le miró, curiosa. — ¿El qué es injusto? — Que mi cerebro siga funcionando tan bien, que siga teniendo tantas ideas, como si tuviera más años y rangos de alquimista por delante, pero mi cuerpo ya no me acompañe. ¿No podrían apagarse a la vez? — Las ganas de llorar eran muy fuertes, le dolían en la garganta y el pecho, y claramente agitaban al bebé, que ahora se revolvía en su interior. Pero no era eso lo que Lawrence necesitaba. Alice le apretó la mano y puso esa cara de pilla que solo un Gallia sabía poner. — ¿Pues sabes quién tiene todavía muchos rangos de alquimista por delante? — Se señaló y sonrió, dándole unas palmaditas en la mano. — Así que, ya que tienes tantas ganas de trabajar, vamos a bajar al taller y te vas a poner a decirme todas esas ideas tan brillantes y explicarme procesos con todo el instrumental necesario. — Ahí, el abuelo se puso a dar quejiditos y negar con la cabeza. — ¿Pero cómo que al taller? Yo no puedo moverme, Alice. — Ella abrió mucho los ojos. — ¿Que no? Yo creo que sí. No le irás a llevar la contraria a una enfermera alquimista, vamos. — Se levantó y rodeó la cama, apareciendo por el otro lado para ayudarle a levantarse, aunque Lawrence seguía negando con la cabeza. — Alice… — Que no, que no, que no admito excusas. No se me puede decir que no paras de tener ideas y ahora pretender dejarme así. No, señor. — Y el pobre abuelo, viéndose sin argumentos con su firmeza (ah sí, a Emma se le tenía miedo, pero también podías aprender de ella) se apoyó en ella para levantarse y se dejó guiar hacia la puerta.

Molly y Emma estaban ocupadas en la cocina y no les vieron pasar, y Arnold se habría ido a trabajar, así que, milagrosamente, nadie les vio bajar las escaleras y salir al jardín, aunque iban a paso de tortuga. Según sintió el aire fresco y la luz del sol de junio, Lawrence se recompuso y se notaba que caminaba más erguido y firme, con una sonrisilla, y más satisfecha que le hacía sentirse a ella.

Llegaron al taller y Alice puso una silla para que Lawrence se sentara, entre las dos mesas de trabajo. — Tú sabes lo que diría mi nieto, y lo que diría yo, si aún fuera joven y con más voluntad. — Alice alzó una ceja, mientras sacaba el peso de esencias, pergaminos y plumas. — A ver. — Que en tu estado no deberías estar transmutando. — Ella suspiró y negó con la cabeza. — No vamos a transmutar. Pero ya son muchos años siendo tu aprendiz, sé cuando te pones en plan “de esas piedras, de las que tengo por ahí… Como muy arriba, a la derecha” y no te sale el nombre ni queriendo, así que te traigo aquí para que me las señales concretamente y yo pueda apuntar todo como se debe. Pesando, viéndolo con mis propios ojos… Y bueno, si luego quieres transmutar tú algo incluso puede que te deje. — Pero Lawrence no parecía estar escuchándola, solo la mirada con una sonrisa nostálgica. — Ya no eres mi aprendiz, Alice, eres una alquimista de acero. — Ella negó y sonrió. — Yo siempre voy a ser tu aprendiz, abuelo. — Le dijo de corazón, y con esas lágrimas de nuevo pugnando por salir. — Bueno, ¿por dónde empezamos? — Preguntó tomando la pluma.

Durante dos horas, fue un no parar de escribir a toda velocidad e ir de aquí allá en el taller, cogiendo todo lo que el abuelo le iba a dictando, y ella apuntaba a toda velocidad, como hacía en Hogwarts, con los ojos brillantes, absorbiendo conocimiento como una esponja. Y Lawrence se crecía, era como si ya no estuviera viejo ni enfermo, y a cada instrucción nueva que le daba, parecía ganar años de vida. Pero al cabo de esas dos horas, estaban los dos un poco agotados. Lawrence parecía no poder respirar del todo bien, y a ella se le hinchaban los tobillos y le pesaba la tripa. Así que, con un suspirito, terminó de escribir, dejó las hojas secándose y se sentó de un saltito en la mesa. — Creo que deberíamos parar por hoy. Pero si quieres, si todavía tienes más ideas, volvemos mañana y los días que hagan falta. Aún quedan tres meses más o menos para que este que salga no me deje tranquila. — Dijo acariciándose la curva del vientre. Lawrence asintió y suspiró. — Me has hecho sentir útil otra vez, hija. Gracias. — Ella rio. — No, gracias a ti, tenemos investigaciones para diez años por lo menos aquí. — Dijo revisando los papeles a su lado. — ¿Qué vas a hacer con ello? — Ella sonrió. — Pasarlo a limpio, ordenadito y con colores, como a mí me gusta, y hacerle una carpeta con ello a Marcus. — Para cuando tú ya no estés, que tenga todo lo que pueda de ti, pensó con un nudo en la garganta. — ¿No los quieres para ti? — Ella sonrió. — Bueno todo lo mío es suyo y viceversa, pero… ¿Tú le has visto trabajar? — Rio un poco y perdió la vista. — Tu nieto es un genio. Uno de verdad, y sin estar loco. Nació para trabajar con alquimia… — Lawrence la miraba también embelesado. — Sí que lo es. Y me estaba acordando de cuando entraste tú en este taller por primera vez. Y vi cómo os mirabais y cómo hablabais de alquimia y me dije… Por Merlín y todos los elementos… Que no hagan ninguna tontería, que usen esa pasión para quererse y ser grandes alquimistas. — Ahí no pudo evitar que se le inundaran los ojos. — Y lo habéis hecho. Eso me hace quedarme tranquilo. —

No le gustaba el rumbo que estaba tomando aquella conversación, así que la desvió. — Pues claro, ¿cómo no iba a salir así tu nieto? Si lo hiciste en este taller. — Lawrence se rio y se levantó, sorprendentemente sin ayuda, y avanzó hasta la mesa. — Puedo hacer otro, ¿sabes? A ver, ¿cómo lo quieres? — Ella se rio, como una niña pequeña siendo entretenida, y el abuelo tocó uno de los tarros. — Ah, con los rizos de mi Marcus, claro. — Tocó otro haciendo como que los mezclaba. — ¿Y con sus ojos? — Una mezcla, de los suyos y los míos. — Ah, claro, claro. Y dos cucharadas de inteligencia, por supuesto. — Dijo dándole con una de las cucharas de cobre en la tripa. El bebé se revolvió y pataleó ante el estímulo. — ¡Wow, wow! Y un chorrito de vitalidad y travesura Gallia, claramente. — Y allí estaban riéndose, cuando Lawrence puso sus dos manos en su vientre. — Ojalá pudiera transmutarme y pasarle mi esencia, para poder estar para siempre con vosotros. — Levantó la mirada y la clavó en ella. — No dejéis que me olvide, que no sepa quién fue vuestro humilde maestro, a quién superó su padre. — Y ahí no pudo evitarlo más. Con las lágrimas desbordándose, le cogió las manos y las estrechó. — Lo va a saber porque tú se lo vas a contar como el bisabuelo alquimista guay que vas a ser. Pero además… — Ladeó una sonrisilla. Habían prometido no decirlo hasta que el niño naciera, tenían a toda la familia en ascuas, pero le daba miedo de verdad que el abuelo no llegara a verlo. — ¿Me guardas un secreto? Lo vas a saber solo tú. Si Marcus se entera de que te lo he dicho, me mata. — Él le dio en la nariz y sonrió de medio lado. — A ver con qué me sales. Venga, te guardo el secreto. — Ella se acarició la tripa sintiendo las patadas del bebé. — Se va a acordar de ti hasta su último día, ¿y sabes por qué? Porque le van a llamar Lawrence, porque ese va a ser su nombre. Lawrence O’Donnell, como nuestro maestro. Porque quizá no creaste físicamente a Marcus en este laboratorio, pero… Le creaste como persona, le hiciste llegar a donde esta ahora. ¿Qué mejor nombre podríamos ponerle a nuestra primera creación de alquimia de vida? —

The nest

Alice había subido a acostar a Larry, así que aprovechó para relajarse un rato en el salón antes de dormir. Había encontrado una novela que le gustaba y estaba bastante entretenido. Últimamente pasaba más de lo normal entre libros de divulgación y trabajo, y quería… bueno, hacer otras cosas, bajar un poco el ritmo. Marcus siempre había tenido a su abuelo como referente, y Lawrence O’Donnell no fue solo un gran alquimista y estudioso: también fue un padre que, tras nacer su segunda hija, se dio cuenta de que pasaba en casa menos tiempo del que quería. Marcus tenía ya un hijo y otro en camino. No iba a olvidar las palabras de su abuelo, ninguna de ellas. No quería que le pasara lo mismo.

Y hablando de hijos y de relajarse. Estaba tan metido en su lectura que no escuchó las pisaditas hasta que su Larry estuvo ya prácticamente encima de él. El niño había trepado en el sofá y ya estaba metiendo la cabeza entre su brazo y el libro. — Hola papi. ¿Qué lees? — Marcus le miró, con un toque cuestionador. — Una novela. — ¿Me la lees? — Es para mayores. ¿Tú no estabas dormido? — El niño apoyó la cabeza cariñosamente en su regazo y, con una sonrisilla que conocía demasiado bien, porque llevaba viéndola desde los once años aunque en el rostro de otra persona, dijo. — Dice mami que tú me quieres mucho. Mucho mucho.  — Es verdad. — Respondió, aun a sabiendas de que aquello tenía trampa. — Que me quieres tan mucho que me querías antes de que naciera, un montón de años antes. — El niño se acomodó en su regazo, sonriendo con satisfacción. — Y que como me quieres tanto tanto mucho desde hace mucho mucho, que me venga contigo. — Marcus cambió la mirada a otra parte con resignación. Parecía estar viéndole la cara a su mujer y oyendo el tono.

En definitiva, Larry estaba hoy especialmente opuesto a dormirse y Alice había determinado que ella se iba a descansar y que se encargara su padre de la tarea, si tantas ganas de niño tenía. Mejor no la contrariaba, que ya le había dado un Larry y, aún así, se había animado a darle otro. Pedía a Merlín todos los días porque el segundo saliera un poquito más tranquilo. — ¿No tienes ganas de dormir? — El niño negó, sin despegarse de su sitio ni mirarle. No parecía muy proclive a ser obligado a dormir. — Vale. — Dijo Marcus con normalidad, cerrando el libro y dejándolo sobre la mesa. Le detectó el leve movimiento de ojos a Larry que delataba que la respuesta de su padre le había sorprendido. Se reclinó un poco más en el sofá, acomodando al niño con él y rodeándole con un brazo. — Pues cuéntame algo. — Le invitó. Él no tenía demasiado sueño y, claramente, Larry tampoco. La batalla de obligarle a dormir era una guerra que esa noche, con lo tranquilo que estaba, no estaba dispuesto a pelear. Así que mejor esperar a que se cansase.

— En el libro de animales que tengo viene que… — Y empezó a cotorrear, y Marcus a escuchar. Su hijo tenía cuerda para rato hablando, tanto Marcus como Alice habían sido siempre tremendamente habladores, tenía a quien salir. Tras una divagación bastante larga sobre criaturas mágicas y no mágicas y en la que aparecieron en escena un montón de personas de la familia y allegados, la conversación viró ligeramente de rumbo. Aunque algo le decía a Marcus que ese rumbo llevaba establecido ya mucho tiempo. — Papi. — ¿Qué? — Pausa. Cuando Larry hacía una pausa, es que estaba disimulando muy mal algo que no quería que se le notara. Lo que le pasaba a él, en definitiva. — ¿Cuándo vamos a ir a casa de Minnie? Quiero enseñarle el libro. — Se mojó los labios, aguantándose la risa un poco. — Fuimos antes de ayer. — Hace mucho. — No, hace solo tres días, no podemos estar siempre allí. — ¿Y cuándo vamos otra vez? — Ahora no podemos. Su papi está trabajando fuera y se han ido todos, ¿no te acuerdas que te lo contaron? — ¿Dónde está? — En Turquía, con el tito Lex. — ¿Por qué? — Piensa, que sé que te acuerdas. — ¿Por el mundial de quidditch? — ¡Ves! ¿A que te lo contaron? — ¿Y cuándo viene? — Esperemos que dentro de mucho, si no quieres ver a tu tío enfadado. — Bromeó Marcus, entre risas. Pero Larry no parecía convencido. — ¿Y no podemos ir a verles? — ¿A Turquía? Nos pilla un poco lejos. — Y desde que Darren había encontrado la manera de que pudieran ver los partidos de quidditch por televisión, se habían vuelto bastante cómodos al respecto de ir. Y no se iba a ir con Alice embarazada a Turquía. Aunque mentiría si negara que no se había planteado ir en caso de que Inglaterra llegara a la final.

Antes de perderse en esta divagación, miró a su hijo. — Tienes tú muchas ganas de ver a Minnie Bradley. — Larry se acurrucó un poco más, lo que hizo que escondiera la cabeza y esquivara la mirada, aunque Marcus podía ver que se había puesto colorado. — No… — ¿Qué dice tu madre siempre? Que negarlo… — ¡Es que es mi amiga! — Dijo muy digno, ya sí alzando la barbilla con seguridad. Marcus se aguantó la risa. Qué carácter… — Vale, vale. Quedaremos con ellos cuando vuelvan de Turquía. ¿Sí? — Larry asintió, pero no fue ese su último gesto: se le escapó un bostezo. Bingo. Su hijo debió detectar su satisfacción como un radar, o se dio cuenta a posteriori de que el bostezo le delataba, porque abrió mucho los ojos y dijo. — ¡No tengo sueño! — Venga, Larry, ya es muy tarde, vamos a la cama. — ¿Pero me lees un cuento? — Te leo un cuento. Pero ya hay que dormir. — Mucho sueño tenía que tener para no haberse rebelado más.

Saliendo del salón, justo al doblar la esquina, tropezó con algo que le hizo dar varios pasos torpes hacia delante para no caerse al suelo. Larry se había quedado culpable y sospechosamente clavado en el sitio. Al mirar Marcus hacia atrás, vio la causa de su tropiezo: los cubos de colores. Menuda profecía la que vio en la Sala de los Menesteres, no había día que no estuvieran por medio. Miró a su hijo con una ceja arqueada y este, con una muy fuertemente disimulada cara de culpabilidad, apreció. — Papi te has tropezado. — Marcus bajó los brazos con resignación y echó aire por la nariz. — Lawrence, recoge esos cubos. Ya no te lo digo más. — ¡Es que estaban ahí de antes! — Alzó el otro las manos, como si le estuvieran amenazando a punta de varita y se tuviera que defender. Puesto que Marcus no movió lo más mínimo su postura, el niño no tuvo de otra que recogerlos y llevárselos a su cuarto.

— Y fin. — Coronó, cerrando el libro. Sonrió. — Y ahora… — Otro. — No. A dormir. — Larry se quejó. — Pero no te vayas. — Marcus suspiró, bajándose de la cama y sentándose en el suelo a su lado. — ¿Qué te pasa, colibrí? — Susurró. El niño se lo pensó, con un pucherito, pero al final dijo. — ¿Tú me quieres mucho mucho? — Claro que sí. Muchísimo. — ¿Y mamá? — Muchísimo también. — Hizo una pausa. — Y cuando venga la hermana, ¿me vais a querer muchísimo también? — Marcus no pudo evitar que se le notara en el rostro la sacudida de ternura que le habían provocado esas palabras. Así que era eso, por eso estaba tan mimoso últimamente y no había quien se lo quitara de encima. — ¡Pues claro que te vamos a seguir queriendo igual! Os querremos a los dos. — Le dio un abrazo y varios besos. — Eres nuestro niño, nuestro pajarito pequeñito. Siempre te vamos a querer. — Eso pareció contentarle, porque había puesto una sonrisita.

No iba a acabar el diálogo tan rápido. — Yo quiero a mami más que tú. — Marcus puso expresión de sorpresa. — ¡Anda! ¿Y qué pruebas tienes tú de eso? — Porque es mi mami. — Pero yo la quiero mucho. — Pero tú tienes tu propia mami. Esta es la mía. — Marcus se frotó la cara con una mano. De verdad que no podía con la sinceridad lapidaria de ese hijo suyo. — Son quereres distintos. — Bueno pues el mío es más. — Rio. Pues nada, había quedado directamente relegado a un segundo plano en eso del querer. — Y cuando nazca la hermana, también la voy a querer mucho. Más que nadie. — Le miró con ternura, pero no podía dejar eso escapar. — ¿Cómo sabes que va a ser una hermana? Podría ser un hermano, aún no lo sabemos. — El niño negó con la cabeza. — No, va a ser una hermana. ¡Y tengo pruebas! — Dijo con esa voz chilloncilla que le salía cuando se ponía digno. Marcus, que aún estaba en el suelo, cambió la pose de rodillas a sentado y se cruzó de brazos. — ¿Ah sí? ¿Qué pruebas? — Me lo ha dicho el abuelo Arnie. Dice que lo ha calculado. — Vaya por Dios. No tenía suficiente con su madre sobreprotegiendo a Larry, ahora su padre teorizando sobre su futuro bebé. — ¿Calculado? — Sí. Dice que hay un… — El niño miró hacia arriba, como hacía siempre que pensaba, y empezó a decir muy despacito y reflexivo, enlenteciendo mucho cada sílaba para no equivocarse. — Noventa y tres coma cuarenta y uno por ciento de probabilidad. — Yo me parece que tu abuelo se inventa los cálculos. — Larry negó con la cabeza, con una sonrisa satisfecha. — No. Va a ser una niña, y se va a llamar Rowena. — Mira, eso me gusta más. — Dijo entre risas. Alice le iba a matar. Larry le había escuchado esa teoría a Marcus, estaba convencido. Pero oye, si al niño le había gustado…

Al menos que le matara solo por eso y no por enterarse de que, casi una hora y media después de mandárselo, el niño seguía despierto. Marcus suspiró y se puso de pie, inclinándose para darle un beso. — Venga, Larry, a dormir. — Es que no tengo… — Pues tienes que intentarlo. — Le interrumpió, antes de que hiciera la frase más larga. — Además, mañana vamos a casa de los Graves. Si no te duermes, vas a estar muy cansado para jugar con Nick. — Ahí, su hijo se cruzó fuertemente de brazos, ceñudo. — No quiero ver a Nick. Quiero ver a Minnie. — Minnie está muy lejos. — Pues no veo a nadie. — ¿No quieres ver a Nick? — No. — Sentenció, y luego le miró y sacó la voz chilloncilla otra vez, aunque esta vez con indignación. — ¡Es que lo sabe todo siempre y luego se mete conmigo y me dice que yo soy muy chico y no soy tan chico solo un poco más chico pero se mete conmigo y me dice que es mejor y que va a entrar a Hogwarts antes que yo! — Y afianzó el cruce de brazos, como dando un punto y final a su explicación. Marcus apretó los labios para no reírse. — Pero él te tiene mucho cariño. — ¡Mentira! — Sí, me lo ha dicho. Me ha dicho que, si los dos entráis en Ravenclaw, te va a ayudar mucho cuando llegues. — ¡No va a entrar en Ravenclaw! — ¿No? Sus dos padres lo estaban. — ¡Pues él no porque es tonto y me ha dicho que Rowena es un nombre antiguo! — Marcus frunció el ceño. Demasiado tarde en la noche para conectar el hilo mental de su hijo. Menos mal que Larry daba las explicaciones aun sin pedírselas. — ¡Porque le dije que la hermana se iba a llamar Rowena y me dijo: “ese nombre es muy antiguo”! — Mira, piensa como tu madre… — Y me dijo que le tendríamos que poner nombre de pájaro, y yo le dije, ¡pues no es antiguo porque es el nombre de la fundadora y y y mi hermana no es un pájaro y y y se va a llamar Rowena…! — Madre mía, Larry se estaba entusiasmando aún más. Así no se iba a dormir en la vida.

— Y me dijo, pues si tú eres un colibrí ella tiene que ser un pájaro, y yo, ¡pues no! — Venga, Larry, mañana lo resuelves. Ahora te tienes que ir a dormir. — ¿Me das mi libro de animales? — Pidió el niño, penoso. Marcus le miró con cara de circunstancias, pero Larry le dijo con un puchero tristón. — Quiero ver los pajaritos. — Se frotó la cara. Vaya empresa había hecho Alice mandándole el niño a él, si lo compraba enseguida. Le tendió el libro y el niño abrió diligentemente la página por donde sabían que estaban los animales. — ¡Mira! Esta es mamá, porque es un pajarito azul. Y este soy yo, porque es un colibrí. — Iba señalando. Marcus se sentó de nuevo en la cama, pacientemente. A ver cómo le quitaba ahora el libro… — Y mira, este se llama Robin. Mira papi, qué bonito es. — Marcus se fijó en la página. No había caído… en que había un pájaro que se llamaba Robin… — Robin es nombre de niña. Lo sé porque en la tienda de tito Dylan y tita Olive entró una vez una mujer y tita Olive le dijo “hola, Robin”. — Marcus solo le estaba escuchando medio de fondo. Se había quedado con la vista puesta en ese pajarito de nombre Robin. — Papi, ¿a que Robin suena como Rowena? Y es un pajarito. ¿A que sí? — Ya estaba, ese era el dato que necesitaba. Se quedó mirando a su hijo unos segundos, en silencio, procesando, mientras este le devolvía la mirada con sus enormes ojos azules. Cuando pudo reaccionar, se levantó de la cama casi de un salto.

Caminó a paso rápido hacia su habitación. Larry había saltado tras él y ahora le seguía con rápidas pisaditas, y parecía estar viéndole la sonrisa de oreja a oreja. Entró en la habitación, y menos mal que Alice estaba aún despierta y leyendo, porque él había entrado a toda velocidad, con la idea clarísima en su cabeza y sin miramientos. Se sentó al borde de la cama, junto a ella, mirándola con los ojos brillantes y colocando la mano en su barriga. Antes de que su mujer pudiera decir nada con respecto a, por ejemplo, el hecho de que su hijo acabara de trepar en su cama en vez de estar dormido desde hacía un buen rato, Marcus dijo casi con un hilo de voz. — Robin. — Miró a Alice a los ojos, con el corazón latiéndole a mil por hora y absoluta felicidad, acariciando su tripa. — Si es una niña… Se llamará Robin. —

Marcus y Larry | Un día cualquiera | 2018

Eternal

En el hipotético caso de que él, Lawrence O’Donnell, hubiera contemplado alguna vez la posibilidad de tener una boda, no imaginó que sería TAN ruidosa. Su padre le estaba diciendo a gritos a todos los vecinos que “no se imaginaban la comida tan buena que había, y en las proporciones exactas”. Porque claro, eso era lo que todo el mundo ansiaba tener en una boda, buenas proporciones. Los hijos de Cletus parecían estar compitiendo a ver quién hacía más ruido, corría más y se estropeaba más la ropa que le acababan de poner, mientras su madre intentaba arreglarse ella y les gritaba de fondo que pararan el ruido, y Cletus se veía absolutamente sobrepasado sin su mujer allí. Y mientras, Lawrence O’Donnell, en silencio y como un flan. Y aislado en su habitación. Porque sí, toda aquella debacle la estaba escuchando meramente de fondo.

— Qué buena es la vida del erudito. Hasta en su boda está aquí el tío tan tranquilo. — Estaba. — Contestó a su hermano, quien acababa de colarse en su habitación. Cletus soltó una risotada. — ¿Qué haces ahí como un pasmarote? — No pretenderás que me ponga yo también a perseguir a tus hijas. — Cletus resopló. — No le cuentes a Amelia que tengo ganas de tirarme desde lo más alto de la iglesia, por favor. Qué desesperación. — Vaya. Qué buen discurso para alguien que está a punto de casarse y a quien llevas años vendiéndole lo que se pierde por no tener familia. — Por tu bien te digo que espero que no estés haciendo la estupidez de estar teniendo dudas.  — Ahora fue Larry quien rio, aunque mucho más comedidamente que su hermano, negando con la cabeza. — No. — Y volvió a girarse hacia el espejo. Aunque tampoco es como que estuviera haciendo gran cosa delante de él.

— Ya en serio. — Aventuró Cletus, poniéndose a su lado. — ¿Estás teniendo dudas? — Larry volvió a negar. — No, Cletus, no tengo dudas. Amo a Margaret. Tú sabes bien que… no había contemplado esta vida hasta que la conocía a ella. — Perdió la mirada en un punto indefinido de la ropa que se reflejaba en el espejo y musitó. — Solo espero… darle lo que se merece. — Hubo una breve pausa que Cletus rompió. — Yo también lo espero, la verdad. No quisiera ser el padrino de una boda fracasada. — Larry puso cara de extrañeza. — Tú no eres mi p… — Y entonces miró a su hermano, con un velo de sorpresa. — ¿Vas a…? — Cletus, orgulloso, sonrió y asintió. — No tendrías a tu hermano aquí, vivo y molestándote antes de tu boda, así como dándote unas preciosas niñas de los anillos, de no ser por el cabo Lacey. Es lo mínimo que puedo hacer. — Larry sonrió, conmovido. — Gracias. — Cletus hizo un gesto con la cabeza, como restando importancia, y añadió. — Tú cuida de ella. Es lo que debes hacer. Y lo que se merece. — Larry asintió, aunque en su pecho se amontonaban sensaciones extrañas. Como… miedo, o culpa, o… No lo sabía bien.

Cletus había salido de su habitación y él se había vuelto a quedar ante el espejo, haciendo como que se reajustaba la corbata, aunque realmente tenía la mirada perdida. En algún momento, el ruido de fondo había cesado, pero él no se había dado cuenta. Estaba demasiado perdido en sus pensamientos. Tanto era así, que la puerta volvió a abrirse y él se percató de la presencia cuando la mujer, con una sonrisa orgullosa, apareció en el reflejo y le habló. — Qué guapo estás. — Se giró hacia su madre. Quería sonreír, pero… — Oh, esa carita. — Martha le acarició el rostro. — ¿En qué problema-no-problema andas metido ahora? — ¿Cómo sabes que es un no-problema? — Suspiró. — Sé la cara que debo estar poniendo y no es la que relajaría a una madre el día de la boda de su hijo. — Ah, pero es que ni yo soy una madre cualquiera, ni tú un hijo cualquiera. Y te conozco demasiado bien. Eres transparente como el cristal, Lawrence, como tu padre. Sois más fáciles de leer que cualquier libro. Te lo dice una artimántica que está acostumbrada a leer cosas muy complicadas. — Larry rio entre dientes.

— No me malinterprete, madre. No tengo dudas de lo que siento por ella en absoluto. No tengo dudas de que quiero pasar con ella toda la vida, y eso que… no es como que contemplara esta opción hace no mucho. Y ahora siento que, si no la tuviera… mi vida sería, cuanto menos, desoladora. O considerablemente más aburrida. — Dijo todo esto con la cabeza agachada, y al terminar, se creó un silencio. Martha le miraba con ternura, como si fuera un niño pequeño. — ¿Qué tienes, mi Larry? Insisto en que sé ver a esa cabecita pensar. Y sé que andas pensando que has hecho algo que no se debe hacer. Solo has roto un jarrón en toda tu infancia, pero tenías exactamente esa misma cara cuando te descubrí. — Eso le hizo reír, y ya sí, se aventuró a mirar a su madre a los ojos.  

— Madre… Usted, como mujer… Si creyera que voy a darle a Margaret una mala vida, me impediría casarme con ella ¿verdad? — La mujer puso en primer lugar una expresión de sorpresa entristecida, pero duró apenas un segundo. Rápidamente suspiró con condescendencia. — Se me olvidó contarte el final de la historia anterior: el jarrón lo había roto Cletus. — Larry frunció el ceño sin comprender. — ¿Cómo es eso? — Lo que oyes, hijo. Te hizo creer que habías sido tú, pero no tardamos ni dos horas en descubrir que había sido él. — ¿Por qué no me dijisteis nada? — ¿De dónde te crees que salió el castigo que le cayó después? — ¡Cletus se pasó media infancia castigado! — Chasqueó la lengua hacia un lado. — Será maldito… — Pero no era ese el tema a tratar. Soltó aire por la boca. — Madre… — Hijo, lo que te quiero decir es que, ni aun cuando crees que todo apunta a que has hecho algo mal, has hecho las cosas mal. — Pero ella no quiere esta vida. — Martha soltó una carcajada. — Uy, que no. Poco contenta que está con su alquimista… — Madre, va en serio. Ella quiere quedarse en el pueblo. Y yo… yo aquí me ahogo. Yo aquí no puedo ejercer mi profesión. — Empezó a respirar con dificultad. — Si me la llevo de aquí, jamás me lo perdonará. Me va a odiar. ¿Cuánto crees que puede durar el amor? Eso… Eso no es medible. Eso no es… — Hijo… — Ella ama esto, su tierra. Su verde, sus campos, sus fiestas, sus bailes. Su comunidad. — Larry… — Ella es Irlanda, madre. Y si se viene conmigo… Si empiezo a hacerla trotar por el mundo, se pondrá nostálgica, y añorará esto, y no tardará en descubrir que… que no soy más que un prefecto estirado y aburrido. Un hombre enterrado en libros. — Hijo, no estás… — ¿Y si acaba odiando la alquimia? Fue… fue una explosión la que le robó a su familia. Y ahora le va a robar también su tierra. ¿Y si no…? — Hijo. — Dijo la mujer más tajante, agarrando sus manos y mirándole a los ojos. — Para. — Y Larry cerró la boca, aunque su respiración no remitió.

— ¿Es eso todo lo que temes? ¿Que deje de amarte? — Tragó saliva. Notaba sus ojos humedecerse. — Temo que llegue a odiarme incluso. Pero hasta con ello podría vivir. Con lo que no podría vivir… es con verla sufrir. — Volvió a tragar saliva. — Es la pura expresión de la alegría, madre. No puedo romper eso. — La mujer ladeó una sonrisa tierna. — Ni rompiste el jarrón, ni vas a romper esto, cariño. Margaret es una mujer inteligente y resuelta, y créeme, ha superado cosas mucho peores que irse del pueblo. Y te quiere. He visto cómo te mira y cómo la miras a ella. He visto esa magia en vuestros ojos, hijo. — Volvió a acariciar su mejilla, y buscó intensificar la mirada de sus ojos. — Tú, Lawrence, tú sabes bien lo que es la eternidad. Lo delicada que es la magia de las cosas eternas. — Tragó saliva otra vez. — No todas las cosas eternas están vivas. — La mujer asintió. — Es cierto, pero tú sabes diferenciar cuándo es así. Tú sabes extraer la esencia de todo. Pero le voy a dar una mala noticia a un aguililla como tú. — Le dio un toque en la nariz que le hizo encoger la cara y reír involuntariamente, como le pasaba siempre que se lo hacía de pequeño. — Ella ha captado tu esencia mejor que tú. — Encogió un hombro. — Ya ves, te ha ganado una Gryffindor. — Larry rio, bajando la mirada. — Sí… Sí que me ha ganado. —

Volvió a mirar a la mujer. — Madre… ¿Crees que la haré feliz, entonces? Esa es mi única duda en este día, lo prometo. — La mujer asintió con una sonrisa. — Lo sé. Seréis felices. Diría que… con una probabilidad bastante alta. — Rodó los ojos mientras ella reía y suspiró. — Aritmánticos… — Confía en mis palabras, Lawrence. Vais a ser los novios más guapos y dichosos del pueblo. Y vuestro amor va a ser eterno. Hazme caso, mi vida. Una madre siempre tiene la razón. —

Lawrence | Día de la boda | 1953