1818. Derbyshire.


Acogida por su padrino desde su más tierna infancia, a Ophelia se le fue prometida la misma educación que a las hijas del mismo Lord Hastings. A pesar de no llevar un título noble, a Ophelia se le crió como a cualquier dama de alcurnia y clase, con todo decoro y etiqueta adecuada. Creciendo a la par del único hijo varón de su padrino, el acercamiento entre ellos fue inevitable, primero de amistad y más tarde de un par de enamorados.

La esperanza de que sus familiares permitieran su amor y la insistencia por parte de su amado fue lo que le hizo callar sobre la relación, y más aún, guardar el secreto cuando Lord Hastings le puso en los más simples términos que no podía mantener en su hogar a una joven casquivana. Que ya su hijo le había comentado la clase de mujer que era, y que sus malos pasos no iban a arruinar la reputación de su familia.

Así pues, se le envió al campo. Y las cosas sólo han ido cuesta abajo desde entonces. Estarían yendo mucho peor, claro, de no ser por un generoso benefactor en el que —a pesar de su invaluable ayuda— Ophelia no está muy segura si debería confiar.