Se encontraba francamente preocupado y alterado desde la última semana. Esperaba puntualmente la respuesta a su carta de parte de Lilibet, pero esta nunca llegó. Había tratado de averiguar, con la mayor discreción posible, si los Fairbanks habían vuelto a viajar o alguna otra circunstancia podría impedir que la joven se pusiera en contacto con él. Le resultaba extraño no saberlo por ella, más aún que su madre no tuviera noticias al respecto.

Un hombre más impulsivo habría cedido a su instinto y se habría presentado ante las puerta de su hogar para interesarse por su salud directamente. Pero él no era impulsivo y lo último que se permitiría sería ocasionar un escándalo que pudiera afectar a Lilibet. Tampoco estaba seguro de que los padres de la dama supieran de su relación por correspondencia y no deseaba crear una ruptura en una familia tan unida y ejemplar.
Tuvo que tomar un camino alternativo y quizá más complejo, escribiendo directamente al señor Fairbanks con la excusa de consultar sobre unos negocios para los que realmente no precisaba consejo externo, aprovechando para interesarse por su familia y por su asistencia a una de las reuniones sociales que habría en fechas próximas.

La respuesta no tardó en llegar, hizo caso omiso a los consejos del señor Fairbanks en primer lugar para buscar las breves líneas que podían darle información sobre Lilibet y supo así que se había encontrado algo indispuesta durante las últimas semanas, pero que asistirían a la cena de los Fawcett por la que le había preguntado.

Así pues, informó a su madre de que asistiría a esa cena, para que pudiera preparar lo necesario. El día señalado se encontraba nervioso ante la idea de volver a estar en presencia de Lilibet, de volver a hablar con ella. No habría reproches por el abandono de las cartas, pero sí un sincero interés por su salud.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas, en quincenas. Lilibet había perdido la noción del tiempo. Cada uno de sus días era exactamente igual que el anterior. Ya no recogía el correo para buscar entre las misivas una carta del señor Sinclair, ni salía a los prados para practicar con el carboncillo, ni acompañaba a sus padres a hacer sus quehaceres. Después de que su madre le hubiera dicho que le habían buscado un muchacho bien avenido dispuesto a cortejarla, Lilibet había dejado pasar unos días antes de encerrarse en su habitación para que sus padres no sospecharan que su súbito malestar se debía a tal noticia.

Darnell Alvey era el mayor de cinco hermanos: tres hombres y dos mujeres, todos de cabellos dorados y piel de porcelana. Eran conocidos por poseer la práctica totalidad de las tierras de los condados de los alrededores. Las últimas cosechas habían sido especialmente buenas y, por tanto, los Alvey estaban en una posición económica inmejorable. Darnell era un excelente partido para cualquier señorita en edad casadera, no solo porque fuese a heredar la mayor parte de los terrenos de su familia, sino porque además era un joven encantador, de exquisita educación, que disfrutaba de las carreras de caballos tanto como de los bailes, de las galas benéficas tanto como de los deportes.

El joven Alvey le había enviado a Lilibet una nota de su puño y letra que ella todavía no había leído. No le había contado a nadie aquello, ni siquiera a Edwin. No tenía palabras para expresar el malestar que le había germinado en el pecho, cuyas ramificaciones habían alcanzado sus extremidades y se le habían enredado en el cuello. Su madre le había dicho que no era nada más que una toma de contacto, pero Lilibet lo sentía como algo definitivo, y ello le producía un profundo desasosiego.

— Lilibet, querida, ¿me estás escuchando? — le preguntó su madre. — No sé qué te pasa últimamente, pero estás…

— Estoy bien — dijo ella rápidamente —. Es solo que hoy me encuentro algo indispuesta.

— Ah, ¿ya? — la señora Fairbanks frunció los labios. — Pensé que estarías bien hasta la luna nueva. Si lo hubiera sabido, no habría aceptado esta fecha para la cena.

— No importa, puedo ir de todas maneras.

Lo cierto es que el malestar de Lilibet no tenía nada que ver con lo que ocurriera en su vientre, pero era una excusa que bastaba para explicar su falta de entusiasmo.