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Septiembre había sido, durante más de cinco años, el mes favorito de Sirius. Sin embargo, tras el caótico verano del 76, los aires traerían cenizas del futuro.
Anticipado al trasiego del andén, cuando llegó al Expreso de Hogwarts no fue en su forma humana. Junto a James Potter caminaba un perro que, de no haber sido adulterado por un poderoso encantamiento, llamaría la atención dadas sus singulares características. El color de su lanoso pelaje era de un negro insondable, similar a unas fauces abiertas, y los ígneos fulgores de sus ojos acentuaban una latente peligrosidad al incrustarse en un tamaño que superaba al Mastín Inglés. Sirius aún recordaba aquella tarde de enero donde, en mitad de un riesgoso ritual para adivinar su animal interior, sufrió un vuelco al descubrir que adoptaría la forma de... ¿el Grimm? El peor de los presagios del mundo mágico. Una presunta sentencia de muerte.
Pero no existía nada amenazante en un sabueso de talante cariñoso que agitaba la cola con vigor. Y previo a llegar a King's Cross, un lumos se hizo en su mente; Orion y Walburga Black, más coléricos que un hébrido, asistirían al tren para agarrarlo de la melena y retractarlo de sus actos. No en balde, el verano anterior escapó de la prisión que algunos llamarían «hogar» para instalarse, definitivamente, en casa de los Potter. Nada lo había preparado para adorar cada parte de la amable y carismática familia de su mejor amigo. Y tenerlo a él a su lado fue una cura para los males. Cuánto habría deseado que Regulus hubiera cumplido con dicho papel, las llamas de su infierno no habrían quemado tanto.
En Hogwarts nada era diferente. Latía en su caja torácica como un segundo corazón. Era allí donde sus amigos se unían y los merodeadores cobraban vida a través de un interminable arsenal de travesuras por realizar. Ahora que pisaba el andén, ladraba a culos lentos y robaba miradas enternecidas de algunas alumnas que, en un amago sincero, trataban de acariciarlo. Por el rabillo del ojo, incluso le pareció ver a su madre apostada junto a su hermano. Gustosamente se habría detenido para mearle la pierna que sobresalía de su exquisito vestido, pero se contentó con ladrarle y provocar un respingo que la llevó a maldecir a diestro y siniestro. Él, chulo y provocador, subió de un ligero trotecillo y se coló en el compartimento de todos los años; el último a la izquierda.
Cuando Remus Lupin lo vio llegar, asomó sus ojos pardos por encima del periódico y enarcó una ceja con incredulidad.
—¿En serio, Sirius?
—Pues sí, va muy en sirius.
—Muy gracioso, James. Sabéis que es un riesgo ir por ahí en forma de animago —los amonestó Remus. Luego emitió un suspiro largo y sísmico, como si ambos fueran una carga de proporciones inabarcables—. No estáis registrados. Sois como dos gatos entre duendecillos.
—Vamos, Remus. ¡Mira qué pequeñín es! ¿Qué hechizo le has echado, James? —preguntó Peter mientras se inclinaba, divertido—, ¿«Encantamiento Reductor»?
—Efectivamente. Pero podría enseñarte a usar «Engorgio», Colagusano —le guiñó un ojo con picardía—, aún más impresionante. Las chicas podrán decir que eres bajito, pero en cuanto a la tercera pierna...
—James, por Merlín. Estás desatado.
Antes de que Peter acertara a acariciar la cabeza del cánido, Sirius metamorfoseó a su cuerpo humano. La conversión fue fluida e instantánea: Metro ochenta y cinco de adolescente, mitad mago, mitad animal de los entremedios. El estirón había sido drástico aquel verano. El brillo de ónice en su larga cabellera seguía siendo el mismo, pero no así sus ojos de cometa, centelleantes como los de un demonio necrófago.
James, que jugaba a hacer un embudo con la delgada revista «Hechizada», mantenía la atención puesta en la ventanilla. Cuando estuvo seguro, acercó los labios al cono para que su impostada voz se alzara sobre sus amigos.
—Aquí murciélago a nariz pegado. Repito: Mister Napia siguiendo a Cerilla humana.
—¿De qué estáis hablando? —Interrogó Remus en actitud suspicaz.
—Oh, no. —Se lamentó Peter.
—Filete empanado en aceite quemado, alto a la derecha. —Repitió James, su tono monocorde parecía el de un militar a través de un megáfono roto.
—¿Estáis hablando en código? —exigió saber Remus, indignado—, ¿¿¿de verdad, aquí y ahora???
Sirius estiró las comisuras, afilándose los dientes en anticipación. Nadie recordaba al heredero de los Black sonriendo de aquella forma a menos que perpetrara un delito.
—Voy a echar una meadilla en la puerta de algún compartimento, ahora vuelvo. —se excusó, sibilino.
—Canuto, ni se te ocurra —gruñó Remus en vano. Inmediatamente, se frotó la cara, presto a moldearla en un gesto de paciencia—, Peter, no te atrevas a reírte. Es nuestro último año y teníamos el pacto de no hacer bromas dentro del tren.
Sin embargo, aunque Remus trató de detenerlo, Sirius se escurrió como una sombra por la ranura. Su atención se vio capturada por la proliferación de estudiantes y saltó de cabeza en cabeza hasta dar con aquel que le interesaba: Severus Snape.
Su marcha se tornó abiertamente predatoria. Con la cabellera agitándose en torno a su aristocrático rostro, Sirius avanzó a paso de lobo hasta que, de repente, Severus se detuvo para conversar con nada menos que su hermano. Frenando en seco, trató de filtrarse en uno de los huecos entre compartimentos, pero alguien permanecía bloqueando su improvisado escondite.
Al percibir un inminente repaso de Regulus, Sirius empujó a la estudiante que estorbaba en su encomiable misión y la estampó contra la pared. Dada su altura, se vio forzado a inclinarse para no darse de bruces con un saliente. No demoró demasiado en descifrar su identidad. Su cabellera rubia, casi feérica, no pasaba desapercibida en Hogwarts, y mucho menos su rostro, el suspiro de diversos estudiantes con doble varita en alza.
—Marlene, ¿Me copias? Quejicus a las seis en punto —murmuró a escasos palmos de su rostro. En la tenue oscuridad compartida, Sirius le devolvió una mirada socarrona—, no salgas si no quieres hacer la voltereta por todo el pasillo.
Con la mano clavada a un lado del compartimento y la chica encajada entre una pared y su cuerpo, Sirius miró por encima del hombro y estudió el pasillo. Regulus, finalmente, se hizo a un lado, aunque una nueva visión casi lo llevó a prorrumpir en carcajadas; James Potter asomaba su despeinada cabeza por el cristal, esbozando la sonrisa mística de quien acababa de quitarle la anilla a una granada. Movía la varita tontamente, dándole así la señal que precisaba; pronto, el tren se pondría en marcha y Severus haría el ridículo del año.
—Ah, cuando veo esa cara se me corta la digestión —se mofó, contemplando el gesto de masticar clavos que exhibía el slytherin en cuestión. Movió las fosas nasales como las de un sabueso que percibe un olor agradable—. ¿Es eso que huelo una rana de chocolate, o tu nuevo perfume?
Anticipado al trasiego del andén, cuando llegó al Expreso de Hogwarts no fue en su forma humana. Junto a James Potter caminaba un perro que, de no haber sido adulterado por un poderoso encantamiento, llamaría la atención dadas sus singulares características. El color de su lanoso pelaje era de un negro insondable, similar a unas fauces abiertas, y los ígneos fulgores de sus ojos acentuaban una latente peligrosidad al incrustarse en un tamaño que superaba al Mastín Inglés. Sirius aún recordaba aquella tarde de enero donde, en mitad de un riesgoso ritual para adivinar su animal interior, sufrió un vuelco al descubrir que adoptaría la forma de... ¿el Grimm? El peor de los presagios del mundo mágico. Una presunta sentencia de muerte.
Pero no existía nada amenazante en un sabueso de talante cariñoso que agitaba la cola con vigor. Y previo a llegar a King's Cross, un lumos se hizo en su mente; Orion y Walburga Black, más coléricos que un hébrido, asistirían al tren para agarrarlo de la melena y retractarlo de sus actos. No en balde, el verano anterior escapó de la prisión que algunos llamarían «hogar» para instalarse, definitivamente, en casa de los Potter. Nada lo había preparado para adorar cada parte de la amable y carismática familia de su mejor amigo. Y tenerlo a él a su lado fue una cura para los males. Cuánto habría deseado que Regulus hubiera cumplido con dicho papel, las llamas de su infierno no habrían quemado tanto.
En Hogwarts nada era diferente. Latía en su caja torácica como un segundo corazón. Era allí donde sus amigos se unían y los merodeadores cobraban vida a través de un interminable arsenal de travesuras por realizar. Ahora que pisaba el andén, ladraba a culos lentos y robaba miradas enternecidas de algunas alumnas que, en un amago sincero, trataban de acariciarlo. Por el rabillo del ojo, incluso le pareció ver a su madre apostada junto a su hermano. Gustosamente se habría detenido para mearle la pierna que sobresalía de su exquisito vestido, pero se contentó con ladrarle y provocar un respingo que la llevó a maldecir a diestro y siniestro. Él, chulo y provocador, subió de un ligero trotecillo y se coló en el compartimento de todos los años; el último a la izquierda.
Cuando Remus Lupin lo vio llegar, asomó sus ojos pardos por encima del periódico y enarcó una ceja con incredulidad.
—¿En serio, Sirius?
—Pues sí, va muy en sirius.
—Muy gracioso, James. Sabéis que es un riesgo ir por ahí en forma de animago —los amonestó Remus. Luego emitió un suspiro largo y sísmico, como si ambos fueran una carga de proporciones inabarcables—. No estáis registrados. Sois como dos gatos entre duendecillos.
—Vamos, Remus. ¡Mira qué pequeñín es! ¿Qué hechizo le has echado, James? —preguntó Peter mientras se inclinaba, divertido—, ¿«Encantamiento Reductor»?
—Efectivamente. Pero podría enseñarte a usar «Engorgio», Colagusano —le guiñó un ojo con picardía—, aún más impresionante. Las chicas podrán decir que eres bajito, pero en cuanto a la tercera pierna...
—James, por Merlín. Estás desatado.
Antes de que Peter acertara a acariciar la cabeza del cánido, Sirius metamorfoseó a su cuerpo humano. La conversión fue fluida e instantánea: Metro ochenta y cinco de adolescente, mitad mago, mitad animal de los entremedios. El estirón había sido drástico aquel verano. El brillo de ónice en su larga cabellera seguía siendo el mismo, pero no así sus ojos de cometa, centelleantes como los de un demonio necrófago.
James, que jugaba a hacer un embudo con la delgada revista «Hechizada», mantenía la atención puesta en la ventanilla. Cuando estuvo seguro, acercó los labios al cono para que su impostada voz se alzara sobre sus amigos.
—Aquí murciélago a nariz pegado. Repito: Mister Napia siguiendo a Cerilla humana.
—¿De qué estáis hablando? —Interrogó Remus en actitud suspicaz.
—Oh, no. —Se lamentó Peter.
—Filete empanado en aceite quemado, alto a la derecha. —Repitió James, su tono monocorde parecía el de un militar a través de un megáfono roto.
—¿Estáis hablando en código? —exigió saber Remus, indignado—, ¿¿¿de verdad, aquí y ahora???
Sirius estiró las comisuras, afilándose los dientes en anticipación. Nadie recordaba al heredero de los Black sonriendo de aquella forma a menos que perpetrara un delito.
—Voy a echar una meadilla en la puerta de algún compartimento, ahora vuelvo. —se excusó, sibilino.
—Canuto, ni se te ocurra —gruñó Remus en vano. Inmediatamente, se frotó la cara, presto a moldearla en un gesto de paciencia—, Peter, no te atrevas a reírte. Es nuestro último año y teníamos el pacto de no hacer bromas dentro del tren.
Sin embargo, aunque Remus trató de detenerlo, Sirius se escurrió como una sombra por la ranura. Su atención se vio capturada por la proliferación de estudiantes y saltó de cabeza en cabeza hasta dar con aquel que le interesaba: Severus Snape.
Su marcha se tornó abiertamente predatoria. Con la cabellera agitándose en torno a su aristocrático rostro, Sirius avanzó a paso de lobo hasta que, de repente, Severus se detuvo para conversar con nada menos que su hermano. Frenando en seco, trató de filtrarse en uno de los huecos entre compartimentos, pero alguien permanecía bloqueando su improvisado escondite.
Al percibir un inminente repaso de Regulus, Sirius empujó a la estudiante que estorbaba en su encomiable misión y la estampó contra la pared. Dada su altura, se vio forzado a inclinarse para no darse de bruces con un saliente. No demoró demasiado en descifrar su identidad. Su cabellera rubia, casi feérica, no pasaba desapercibida en Hogwarts, y mucho menos su rostro, el suspiro de diversos estudiantes con doble varita en alza.
—Marlene, ¿Me copias? Quejicus a las seis en punto —murmuró a escasos palmos de su rostro. En la tenue oscuridad compartida, Sirius le devolvió una mirada socarrona—, no salgas si no quieres hacer la voltereta por todo el pasillo.
Con la mano clavada a un lado del compartimento y la chica encajada entre una pared y su cuerpo, Sirius miró por encima del hombro y estudió el pasillo. Regulus, finalmente, se hizo a un lado, aunque una nueva visión casi lo llevó a prorrumpir en carcajadas; James Potter asomaba su despeinada cabeza por el cristal, esbozando la sonrisa mística de quien acababa de quitarle la anilla a una granada. Movía la varita tontamente, dándole así la señal que precisaba; pronto, el tren se pondría en marcha y Severus haría el ridículo del año.
—Ah, cuando veo esa cara se me corta la digestión —se mofó, contemplando el gesto de masticar clavos que exhibía el slytherin en cuestión. Movió las fosas nasales como las de un sabueso que percibe un olor agradable—. ¿Es eso que huelo una rana de chocolate, o tu nuevo perfume?
Expreso de Hogwarts 01.09.76 Con
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Uno de septiembre de 1976.
Siete años consecutivos acudiendo a esa cita en el andén invisible de King's Cross. El primer año, con el estómago hecho un nudo de nervios y expectativas. El segundo, con la bufanda de rayas carbón y amarillo cálido al cuello a pesar de que no hacía el suficiente frío. Ser la hermana pequeña siempre le había robado la oportunidad de las sorpresas, de la novedad, de no heredar jerséis de sus hermanos o vestidos de flores y corsé de nido de abeja deslucido por el uso. Sin embargo, Hogwarts había sido su propia historia de anécdotas inéditas y vivencias propias.
Pero aquel año no se iba a permitir la nostalgia de ese gran capítulo de su vida que empezaba a llegar al final mientras la locomotora del tren comenzaba a exhalar humo. Tras abrazar a sus padres y prometerles escribirles cartas cada dos semanas, Dorcas Meadowes y ella habían entrelazado sus brazos y habían hecho levitar sus pertenencias por encima de los alumnos de cursos menores que se debatían entre la emoción por volver a las clases y la angustia que les provocaba separarse de sus familias. Marlene se reconocía a ella misma años atrás en esos preadolescentes nerviosos, mientras que Dorcas siempre había sido mucho más determinada.
—Pensaba que los perros estaban prohibidos en Hogwarts —señaló Emmeline Vance con su voz siempre aséptica.
La bruja de cabellos rubios, casi blancos, se abría paso en su dirección separando las cabezas de dos niños gemelos. Su cara, al tener que tocar a aquellos dos hermanos que ni siquiera vestían la túnica del colegio fue bastante similar a la de una acelga pocha. Emmeline estiró uno de sus largos brazos en dirección a la única persona capaz de abrirse paso en el abarrotado andén sin tener que pedirlo: James Potter. Junto a él, avanzaba un enérgico sabueso. Dorcas puso los ojos en blanco, Marlene rió y Emmeline las saludó con dos besos mientras alzaba más el brazo para empujar la jaula de la lechuza de la Ravenclaw, que amenazaba con golpearles en la cabeza.
La cabeza de Amelia Bones sobresaliendo por una de las ventanillas del penúltimo vagón les indicó cuál era el compartimento en el que pasarían su último viaje a Hogwarts. Dorcas pasó la primera, después la Slytherin y finalmente lo hizo Marlene, que no perdió de vista al perro que acompañaba a James Potter. En algún momento se acercaría a él y le preguntaría por su nueva mascota, aunque seguramente Lily supiera algo. Al fin y al cabo, se habían estado carteando durante la primera mitad del verano.
Ya en el compartimento, Amelia casi tenía medio cuerpo fuera del tren mientras hablaba animadamente con otros miembros de Hufflepuff. Mary McDonald, en cambio, se encontraba recostada sobre una de las bancadas y apoyaba sus zapatos de un negro reluciente sobre el otro mientras contemplaba una grajea como si esta fuera una obra de arte en miniatura. Emmeline le dio un toque en las rodillas y la Gryffindor se recompuso con un bostezo.
Marlene colocó sus cosas bajo los asientos. Su gato, un curl americano llamado Rubette en honor a Los Rubettes, se coló entre la piernas de las chicas para saltar directamente sobre el regazo de una Lily que agarraba los bajos de la falda de Amelia para que los estudiantes que pasaban por el pasillo no vieran cosas que no debían ver.
—McKinnon, controla a tu gato.
—Tranquila, Ems, le he dado doble ración de desayuno.
—El año pasado dijiste lo mismo y casi se come al búho de Ams —señaló Mary, apartando la mirada de la grajea para clavarla en las dos rubias con una sonrisa divertida.
—Mars, no malmetas. —la reprendió Lily, acariciando al gato.
Emmeline señaló a la aludida, tomando su intervención como un punto a su favor, y esta sólo se encogió de hombros y se metió la grajea en la boca. Segundos después su cara se contrajo en una mueca. Le lanzó la bolsita a Marlene, sentada a su lado, y esta metió la mano para coger una y llevársela a la boca. A diferencia de su amiga, la suerte la agasajó con un intenso sabor a chocolate.
Dorcas se dejó caer en el asiento frente a Marlene tras jugar al tetris con el equipaje de las seis chicas que compartían el cubículo del tren. Hacía años que habían desistido en ayudarla a acomodar baúles, jaulas y bolsos. Incluso Emmeline había abandonado sus esfuerzos por no dejarla sola con esa tarea. Pero Dorcas nunca había sido buena trabajadora en equipo, a pesar de que las quería mucho y por eso se rompía la cabeza para organizarlo todo de la forma más segura posible.
Una figura, como un espectro, pasó junto a su compartimento. Dorcas, en la puerta, gesticuló el nombre con los labios a Marlene. La mala suerte fue que no sólo la Hufflepuff los leyó, y Lily se puso en pie como un resorte.
—Severus —dijo antes de abandonar el compartimento.
—¡LILY! —exclamaron Emmeline y Mary al unísono. Amelia, aún encaramada a la ventanilla, hizo amago de caerse al exterior al perder su sujeción.
—Ve, ve —instó Dorcas a Marlene. Cuando se trataba de Severus, no había que quitarle el ojo de encima a Lily. Así lo hizo, escurriéndose hacia el pasillo, pero alcanzó a escuchar el siguiente comentario de su amiga:—. Ams, deja de hacer el cabra. Y si lo vas a hacer, al menos asegúrate de no llevar unas bragas con flores si no llevas leotardos debajo de la falda.
Cuando Marlene salió al pasillo, Lily se había esfumado. Cruzó al siguiente vagón y se topó con Severus hablando con alguien. Reconoció a Regulus, el hermano pequeño de Sirius, pero no había rastro de la cabeza color zanahoria de su amiga. A punto de darse la vuelta por donde había venido, su cuerpo se vio manipulado por un agente completamente externo. En cuestión de dos parpadeos, se encontraba con la espalda pegada a la pared de madera y un largo brazo a cada lado.
Supo que era Sirius incluso antes de que su cálido aliento le rozase la oreja. También supo que se traía algo entre manos, pero en lugar de reprenderle como habría hecho cualquier otra de sus amigas a excepción de Mary, se limitó a sonreír y alzar ambas cejas. Incluso cuando él apenas podía apreciar la expresión de su rostro. Rió al escuchar lo de las volteretas.
—¿Eso es una amenaza o una invitación? —Porque Marlene se habría convertido en una chica mona y habría dejado que Katherine, su hermana, le atusase el pelo, pero no dejaba de ser el mismo terremoto de siempre, preparada para la aventura. Porque ella, a diferencia de Amelia Bones, se había puesto unas bragas negras debajo de la falda.
Evidentemente, no pasó por alto a James Potter, ni sus muecas. Definitivamente aquel par de idiotas tramaba algo y, como no podía ser de otra manera, Severus acabaría sufriendo las consecuencias.
—¿Ni siquiera hemos salido de Londres y ya vas a hacer que me arrepienta de ser tu amiga, Sirius? —preguntó, estirándose todo lo que pudo para interponerse en la línea recta visual del chico con su cabeza de turco favorita. Cuando lo consiguió, no pudo evitar reír. Sirius tenía dos estados, el bromista pesado y el ligón empedernido, y cambiaba del uno al otro en cuestión de milésimas de segundos—. No, son grajeas de sabores. —Alzó la bolsa que le había dado Mary minutos antes y se la puso justo delante del rostro—. ¿Quieres una?
Siete años consecutivos acudiendo a esa cita en el andén invisible de King's Cross. El primer año, con el estómago hecho un nudo de nervios y expectativas. El segundo, con la bufanda de rayas carbón y amarillo cálido al cuello a pesar de que no hacía el suficiente frío. Ser la hermana pequeña siempre le había robado la oportunidad de las sorpresas, de la novedad, de no heredar jerséis de sus hermanos o vestidos de flores y corsé de nido de abeja deslucido por el uso. Sin embargo, Hogwarts había sido su propia historia de anécdotas inéditas y vivencias propias.
Pero aquel año no se iba a permitir la nostalgia de ese gran capítulo de su vida que empezaba a llegar al final mientras la locomotora del tren comenzaba a exhalar humo. Tras abrazar a sus padres y prometerles escribirles cartas cada dos semanas, Dorcas Meadowes y ella habían entrelazado sus brazos y habían hecho levitar sus pertenencias por encima de los alumnos de cursos menores que se debatían entre la emoción por volver a las clases y la angustia que les provocaba separarse de sus familias. Marlene se reconocía a ella misma años atrás en esos preadolescentes nerviosos, mientras que Dorcas siempre había sido mucho más determinada.
—Pensaba que los perros estaban prohibidos en Hogwarts —señaló Emmeline Vance con su voz siempre aséptica.
La bruja de cabellos rubios, casi blancos, se abría paso en su dirección separando las cabezas de dos niños gemelos. Su cara, al tener que tocar a aquellos dos hermanos que ni siquiera vestían la túnica del colegio fue bastante similar a la de una acelga pocha. Emmeline estiró uno de sus largos brazos en dirección a la única persona capaz de abrirse paso en el abarrotado andén sin tener que pedirlo: James Potter. Junto a él, avanzaba un enérgico sabueso. Dorcas puso los ojos en blanco, Marlene rió y Emmeline las saludó con dos besos mientras alzaba más el brazo para empujar la jaula de la lechuza de la Ravenclaw, que amenazaba con golpearles en la cabeza.
La cabeza de Amelia Bones sobresaliendo por una de las ventanillas del penúltimo vagón les indicó cuál era el compartimento en el que pasarían su último viaje a Hogwarts. Dorcas pasó la primera, después la Slytherin y finalmente lo hizo Marlene, que no perdió de vista al perro que acompañaba a James Potter. En algún momento se acercaría a él y le preguntaría por su nueva mascota, aunque seguramente Lily supiera algo. Al fin y al cabo, se habían estado carteando durante la primera mitad del verano.
Ya en el compartimento, Amelia casi tenía medio cuerpo fuera del tren mientras hablaba animadamente con otros miembros de Hufflepuff. Mary McDonald, en cambio, se encontraba recostada sobre una de las bancadas y apoyaba sus zapatos de un negro reluciente sobre el otro mientras contemplaba una grajea como si esta fuera una obra de arte en miniatura. Emmeline le dio un toque en las rodillas y la Gryffindor se recompuso con un bostezo.
Marlene colocó sus cosas bajo los asientos. Su gato, un curl americano llamado Rubette en honor a Los Rubettes, se coló entre la piernas de las chicas para saltar directamente sobre el regazo de una Lily que agarraba los bajos de la falda de Amelia para que los estudiantes que pasaban por el pasillo no vieran cosas que no debían ver.
—McKinnon, controla a tu gato.
—Tranquila, Ems, le he dado doble ración de desayuno.
—El año pasado dijiste lo mismo y casi se come al búho de Ams —señaló Mary, apartando la mirada de la grajea para clavarla en las dos rubias con una sonrisa divertida.
—Mars, no malmetas. —la reprendió Lily, acariciando al gato.
Emmeline señaló a la aludida, tomando su intervención como un punto a su favor, y esta sólo se encogió de hombros y se metió la grajea en la boca. Segundos después su cara se contrajo en una mueca. Le lanzó la bolsita a Marlene, sentada a su lado, y esta metió la mano para coger una y llevársela a la boca. A diferencia de su amiga, la suerte la agasajó con un intenso sabor a chocolate.
Dorcas se dejó caer en el asiento frente a Marlene tras jugar al tetris con el equipaje de las seis chicas que compartían el cubículo del tren. Hacía años que habían desistido en ayudarla a acomodar baúles, jaulas y bolsos. Incluso Emmeline había abandonado sus esfuerzos por no dejarla sola con esa tarea. Pero Dorcas nunca había sido buena trabajadora en equipo, a pesar de que las quería mucho y por eso se rompía la cabeza para organizarlo todo de la forma más segura posible.
Una figura, como un espectro, pasó junto a su compartimento. Dorcas, en la puerta, gesticuló el nombre con los labios a Marlene. La mala suerte fue que no sólo la Hufflepuff los leyó, y Lily se puso en pie como un resorte.
—Severus —dijo antes de abandonar el compartimento.
—¡LILY! —exclamaron Emmeline y Mary al unísono. Amelia, aún encaramada a la ventanilla, hizo amago de caerse al exterior al perder su sujeción.
—Ve, ve —instó Dorcas a Marlene. Cuando se trataba de Severus, no había que quitarle el ojo de encima a Lily. Así lo hizo, escurriéndose hacia el pasillo, pero alcanzó a escuchar el siguiente comentario de su amiga:—. Ams, deja de hacer el cabra. Y si lo vas a hacer, al menos asegúrate de no llevar unas bragas con flores si no llevas leotardos debajo de la falda.
Cuando Marlene salió al pasillo, Lily se había esfumado. Cruzó al siguiente vagón y se topó con Severus hablando con alguien. Reconoció a Regulus, el hermano pequeño de Sirius, pero no había rastro de la cabeza color zanahoria de su amiga. A punto de darse la vuelta por donde había venido, su cuerpo se vio manipulado por un agente completamente externo. En cuestión de dos parpadeos, se encontraba con la espalda pegada a la pared de madera y un largo brazo a cada lado.
Supo que era Sirius incluso antes de que su cálido aliento le rozase la oreja. También supo que se traía algo entre manos, pero en lugar de reprenderle como habría hecho cualquier otra de sus amigas a excepción de Mary, se limitó a sonreír y alzar ambas cejas. Incluso cuando él apenas podía apreciar la expresión de su rostro. Rió al escuchar lo de las volteretas.
—¿Eso es una amenaza o una invitación? —Porque Marlene se habría convertido en una chica mona y habría dejado que Katherine, su hermana, le atusase el pelo, pero no dejaba de ser el mismo terremoto de siempre, preparada para la aventura. Porque ella, a diferencia de Amelia Bones, se había puesto unas bragas negras debajo de la falda.
Evidentemente, no pasó por alto a James Potter, ni sus muecas. Definitivamente aquel par de idiotas tramaba algo y, como no podía ser de otra manera, Severus acabaría sufriendo las consecuencias.
—¿Ni siquiera hemos salido de Londres y ya vas a hacer que me arrepienta de ser tu amiga, Sirius? —preguntó, estirándose todo lo que pudo para interponerse en la línea recta visual del chico con su cabeza de turco favorita. Cuando lo consiguió, no pudo evitar reír. Sirius tenía dos estados, el bromista pesado y el ligón empedernido, y cambiaba del uno al otro en cuestión de milésimas de segundos—. No, son grajeas de sabores. —Alzó la bolsa que le había dado Mary minutos antes y se la puso justo delante del rostro—. ¿Quieres una?
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Si algo le gustaba de Marlene McKinnon era su sonrisa de Gioconda. Definitivamente, los rostros más dulces ocultaban los peores desastres de la naturaleza, y Sirius, que tenía una mirada hecha para la guerra, reconocía otra catástrofe cuando la veía. En ella, residía un potencial sin pulir junto a las tres mustias que solían acompañarla. Una verdadera lástima, pues no tenía parangón.
—Me gusta cómo suena «invitación» —silbeteó mientras levantaba el mentón. Su sonrisa canina escondía una picardía ambigua cuando, de un gesto con las cejas, señaló la bolsa—, ponme una de esas grageas en la lengua. Mis manos están muy ocupadas ahora mismo.
—¡Eh! ¡Qué está pasando aquí! ¡Las puertas no se abren!
Con su característica cara de culo, Severus Snape se dio la vuelta y trató de accionar la entrada a su compartimento, pero fue en vano. Un ligero temblor de su ceja pareció invocar a James Potter, que se asomó con las gafas medio colgando. La visión, una vez más, se le antojó hilarante, y Sirius no pudo más que morderse los labios.
—Snivelluuuus —canturreó James antes de concentrarse para lo peor. Carraspeó y, adoptando su mejor porte de Premio Anual, pronunció un hechizo patentado por sus huevos morenos—, ¡Accio Snivel-pringue!
—Potter, ¿eres tonto, o te dan apagones cerebrale...
Su silencio fue divino. Se podría decir que le puso los pelos como escarpias. Cuando Severus bajó la vista al suelo, tuvo el horror de sentir que el pasillo adquiría una extraña pátina la mar de resbaladiza. Pese a que trató de afianzarse a un asa del compartimento, nada pudo sustraerlo de resbalar estúpidamente y caer de espaldas. Con la faz congestionada y la varita adherida en aceite, Severus comprendió la analogía: numerosas burlas, alimentadas por aquella panda de garrulos, circulaban como la pólvora entre los estudiantes. La alusión a su grasienta melena negra resultaba humillante.
A su alrededor, las risas fueron in crescendo. Aunque nadie acertara a abrir los compartimentos, —mágicamente cerrados por un absurdo encantamiento de James— sus estentóreas voces rebotaban en los cristales y escoraban su ser. Temblando de cólera, Severus hizo amago de ponerse en pie, pero un tonto traspiés nutrió al coro de hienas histéricas; resbaló —otra vez—, sobre su vientre al tiempo que hundía la faz en la repugnante grasa que corría como un río embravecido.
La visión fue estomagante: tras denodados esfuerzos, logró erguirse. Masticando una retahíla de improperios dedicados a Potter y sus sandeces, Severus conjuró un furioso finite que podría haber terminado con la jugarreta de no ser por la untuosa capa que envolvía su varita. Sirius, que aún acechaba desde su rincón particular, sentía una perversa satisfacción goteándole de todos los poros; Quejicus, ahora, recalculaba rutas para poner pies en polvorosa. Nada quedaba de su proverbial serenidad y mirada ahíta; estaba pasando el bochorno de su vida.
Aún no había terminado.
Con la varita en ristra, Sirius se agazapó hasta enfocar el carrito de golosinas que permanecía al otro lado del tren. La señora que dispensaba sus delicias no había llegado, de modo que era el momento. Tras un leve sesgo con la mano, el carrito inició una marcha que bien podría estudiarse en varias asignaturas de Hogwarts, porque su velocidad dejó totalmente paralizado a Severus. Semejante despliegue de comicidad terminó por doblar a Sirius sobre la esquina; se carcajeó a mandíbula batiente, uniéndose así al jolgorio del tren.
Lo que nadie esperó fue la intromisión de cierta persona. De repente, la puerta del fondo se abrió con brusquedad y las carcajadas murieron. Algo se recortó en el pasillo. Ese algo tenía el cabello como un lecho de brasas ardientes y chispeantes ojos verdes. Cuando giró el rostro y se topó con el carrito en movimiento, se le saltaron todas las pecas. Sí, literalmente, habían decidido darse a la fuga.
—¡POTTER! —Graznó Severus, tratando de no llevarse a Lily por delante.
—¡SIRIUS! —Trinó Remus, al borde del paroxismo.
—¡EH! ¡LO DEL CARRO NO ES COSA MÍA! —Berreó James en cruz.
Sirius, que apenas podía calibrar la envergadura de semejante cagada, intercambió una mirada con Marlene. La broma se estaba yendo de las manos, necesitaba su ayuda, y rápido.
—Me gusta cómo suena «invitación» —silbeteó mientras levantaba el mentón. Su sonrisa canina escondía una picardía ambigua cuando, de un gesto con las cejas, señaló la bolsa—, ponme una de esas grageas en la lengua. Mis manos están muy ocupadas ahora mismo.
—¡Eh! ¡Qué está pasando aquí! ¡Las puertas no se abren!
Con su característica cara de culo, Severus Snape se dio la vuelta y trató de accionar la entrada a su compartimento, pero fue en vano. Un ligero temblor de su ceja pareció invocar a James Potter, que se asomó con las gafas medio colgando. La visión, una vez más, se le antojó hilarante, y Sirius no pudo más que morderse los labios.
—Snivelluuuus —canturreó James antes de concentrarse para lo peor. Carraspeó y, adoptando su mejor porte de Premio Anual, pronunció un hechizo patentado por sus huevos morenos—, ¡Accio Snivel-pringue!
—Potter, ¿eres tonto, o te dan apagones cerebrale...
Su silencio fue divino. Se podría decir que le puso los pelos como escarpias. Cuando Severus bajó la vista al suelo, tuvo el horror de sentir que el pasillo adquiría una extraña pátina la mar de resbaladiza. Pese a que trató de afianzarse a un asa del compartimento, nada pudo sustraerlo de resbalar estúpidamente y caer de espaldas. Con la faz congestionada y la varita adherida en aceite, Severus comprendió la analogía: numerosas burlas, alimentadas por aquella panda de garrulos, circulaban como la pólvora entre los estudiantes. La alusión a su grasienta melena negra resultaba humillante.
A su alrededor, las risas fueron in crescendo. Aunque nadie acertara a abrir los compartimentos, —mágicamente cerrados por un absurdo encantamiento de James— sus estentóreas voces rebotaban en los cristales y escoraban su ser. Temblando de cólera, Severus hizo amago de ponerse en pie, pero un tonto traspiés nutrió al coro de hienas histéricas; resbaló —otra vez—, sobre su vientre al tiempo que hundía la faz en la repugnante grasa que corría como un río embravecido.
La visión fue estomagante: tras denodados esfuerzos, logró erguirse. Masticando una retahíla de improperios dedicados a Potter y sus sandeces, Severus conjuró un furioso finite que podría haber terminado con la jugarreta de no ser por la untuosa capa que envolvía su varita. Sirius, que aún acechaba desde su rincón particular, sentía una perversa satisfacción goteándole de todos los poros; Quejicus, ahora, recalculaba rutas para poner pies en polvorosa. Nada quedaba de su proverbial serenidad y mirada ahíta; estaba pasando el bochorno de su vida.
Aún no había terminado.
Con la varita en ristra, Sirius se agazapó hasta enfocar el carrito de golosinas que permanecía al otro lado del tren. La señora que dispensaba sus delicias no había llegado, de modo que era el momento. Tras un leve sesgo con la mano, el carrito inició una marcha que bien podría estudiarse en varias asignaturas de Hogwarts, porque su velocidad dejó totalmente paralizado a Severus. Semejante despliegue de comicidad terminó por doblar a Sirius sobre la esquina; se carcajeó a mandíbula batiente, uniéndose así al jolgorio del tren.
Lo que nadie esperó fue la intromisión de cierta persona. De repente, la puerta del fondo se abrió con brusquedad y las carcajadas murieron. Algo se recortó en el pasillo. Ese algo tenía el cabello como un lecho de brasas ardientes y chispeantes ojos verdes. Cuando giró el rostro y se topó con el carrito en movimiento, se le saltaron todas las pecas. Sí, literalmente, habían decidido darse a la fuga.
—¡POTTER! —Graznó Severus, tratando de no llevarse a Lily por delante.
—¡SIRIUS! —Trinó Remus, al borde del paroxismo.
—¡EH! ¡LO DEL CARRO NO ES COSA MÍA! —Berreó James en cruz.
Sirius, que apenas podía calibrar la envergadura de semejante cagada, intercambió una mirada con Marlene. La broma se estaba yendo de las manos, necesitaba su ayuda, y rápido.
Expreso de Hogwarts 01.09.76 Con
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La ceja izquierda de Marlene se arqueó ligeramente ante el tono de voz. Conocía demasiado bien a Sirius como para no saber leer esa forma de hablar, y estaba más enterada de lo que le gustaría de sus andanzas por el castillo. También sabía que llevaba todo el verano escondido en casa de James Potter, y suponía que no habían sido tres meses de travesuras realizadas. Pero no iba a ser ella quien le echase una mano con eso.
—Como una de esas manos baje un centímetro más, te meto la bolsa entera en la boca —contestó, aún sonriendo, en un susurro. Sin embargo, hizo lo que le había pedido y tomó una haciendo pinza con los dedos para colocársela en la lengua.
Al escuchar la voz de Remus, Marlene estiró el cuello tratando de mirar por encima del hombro de Sirius. Notaba la respiración de este sobre su pelo, decorado con sendos tríos de horquillas que mantenían su flequillo bien atrapado tras sus orejas ligeramente de soplillo y su frente despejada. La gamberrada de Sirius y Potter, un dúo explosivo o nefasto —según a quien se le preguntara— amagaba con ser todo un espectáculo.
Y aunque una parte de ella se sentía mal por la complicidad que les estaba ofreciendo a los dos Gryffindor a sabiendas de que estaban a punto de hacerle algo malo a alguien, la curiosidad por no perderse lo que, sin lugar a dudas, iba a dar que hablar durante las primeras semanas del curso le empujaba a sacar la cabeza por el pasillo.
Marlene consiguió reprimir una carcajada al ver a James asomarse desde el hueco al otro lado del pasillo. Alzó la mano libre para cubrirle la boca a Sirius, sin ninguna confianza de que el chico fuera a ser capaz de evitar que una risotada le condenase cuando Severus decidiera tomar represalias de lo que fuera que estuviera a punto de suceder. Con el brazo de la bolsa de grajeas, le empujó hacia el fondo del estrecho hueco.
Al escuchar el golpe contra el suelo y el chirrido de la goma de los zapatos resbalar, la rubia se inclinó hacia delante, sacando por fin la cabeza al pasillo. La imagen de Severus en el suelo, con la ropa oscura pringosa y con un brillo ciertamente desagradable hizo que una carcajada finalmente quebrara su silencio, sumándose al coro de risotadas que se escuchaba desde los compartimentos. Frente a ella, James parecía convulsionar de la risa. Al lado, dentro del compartimento junto al cual se refugiaba el Premio Anual masculino de ese curso, Remus palidecía tras los cristales mientras Peter aplastaba su cara redonda contra los de una de las puertas.
Marlene no fue consciente de que su cuerpo no representaba un verdadero obstáculo para Sirius hasta que no captó un destello de magia por el rabillo del ojo. Giró la cabeza, apartando la mirada de un patoso, patético y resbaladizo Snape para encontrarse al mayor de los hermanos Black inclinado sobre ella, con la cabeza fuera y un brazo estirado con la varita en alto. Cuando comprendió qué había hecho su amigo, fue demasiado tarde para prevenir la catástrofe.
Sólo alcanzó a ponerse en pie, golpeando a Sirius en el mentón con la nuca, para apartarse de la marcha atropellada de Severus y el carrito. Volvió a asomarse de nuevo, esta vez sacando parte de su torso. La idea del Slytherin aplastado contra la puerta del fondo del vagón le resultaba desternillante incluso cuando sólo era una premonición de lo que iba a suceder. Sin embargo, las risas murieron tan rápido como Lily Evans tuvo a bien reaparecer.
El grito de Remus resonó en su oído como si el chico estuviera junto a ella y hubiera decidido bramar el nombre de su amigo sobre su oreja. Marlene giró la cabeza hacia este al tiempo que escuchaba a James limpiarse las manos de esa broma de mal gusto que se les estaba yendo de las manos. Leyó los ojos de Sirius y le tiró la bolsa de grajeas al pecho al tiempo que sacaba su varita de la cintura de la falda plisada de color gris humo.
—Arresto Momentum —pronunció de forma atropellada con la varita de roble inglés apuntando al carrito. Este, como si alguien hubiera accionado los frenos de sus ruedas de metal, frenó sobre la fina capa de grasa que cubría el suelo del pasillo. Esto no evitó que Severus saliera despedido hacia delante, cayendo sobre Lily y aplastándola contra la puerta del final del pasillo—. ¡Sois idiotas!
Su expresión ya no tenía nada de divertida. Severus había conseguido levantarse y se apoyaba en el carrito de dulces para no volver a resbalar. Lily tenía el rostro contraído en una mueca de evidente asco, contemplando cómo toda su ropa había terminado pringada de aquel mejunje grasiento y ligeramente apestoso. Marlene salió del hueco, poniendo un pie en el pasillo y olvidando por un momento el segundo hechizo de James. Tratando de no caer, tendió un brazo hacia Sirius con la intención de agarrarse a este como fuera.
—Como una de esas manos baje un centímetro más, te meto la bolsa entera en la boca —contestó, aún sonriendo, en un susurro. Sin embargo, hizo lo que le había pedido y tomó una haciendo pinza con los dedos para colocársela en la lengua.
Al escuchar la voz de Remus, Marlene estiró el cuello tratando de mirar por encima del hombro de Sirius. Notaba la respiración de este sobre su pelo, decorado con sendos tríos de horquillas que mantenían su flequillo bien atrapado tras sus orejas ligeramente de soplillo y su frente despejada. La gamberrada de Sirius y Potter, un dúo explosivo o nefasto —según a quien se le preguntara— amagaba con ser todo un espectáculo.
Y aunque una parte de ella se sentía mal por la complicidad que les estaba ofreciendo a los dos Gryffindor a sabiendas de que estaban a punto de hacerle algo malo a alguien, la curiosidad por no perderse lo que, sin lugar a dudas, iba a dar que hablar durante las primeras semanas del curso le empujaba a sacar la cabeza por el pasillo.
Marlene consiguió reprimir una carcajada al ver a James asomarse desde el hueco al otro lado del pasillo. Alzó la mano libre para cubrirle la boca a Sirius, sin ninguna confianza de que el chico fuera a ser capaz de evitar que una risotada le condenase cuando Severus decidiera tomar represalias de lo que fuera que estuviera a punto de suceder. Con el brazo de la bolsa de grajeas, le empujó hacia el fondo del estrecho hueco.
Al escuchar el golpe contra el suelo y el chirrido de la goma de los zapatos resbalar, la rubia se inclinó hacia delante, sacando por fin la cabeza al pasillo. La imagen de Severus en el suelo, con la ropa oscura pringosa y con un brillo ciertamente desagradable hizo que una carcajada finalmente quebrara su silencio, sumándose al coro de risotadas que se escuchaba desde los compartimentos. Frente a ella, James parecía convulsionar de la risa. Al lado, dentro del compartimento junto al cual se refugiaba el Premio Anual masculino de ese curso, Remus palidecía tras los cristales mientras Peter aplastaba su cara redonda contra los de una de las puertas.
Marlene no fue consciente de que su cuerpo no representaba un verdadero obstáculo para Sirius hasta que no captó un destello de magia por el rabillo del ojo. Giró la cabeza, apartando la mirada de un patoso, patético y resbaladizo Snape para encontrarse al mayor de los hermanos Black inclinado sobre ella, con la cabeza fuera y un brazo estirado con la varita en alto. Cuando comprendió qué había hecho su amigo, fue demasiado tarde para prevenir la catástrofe.
Sólo alcanzó a ponerse en pie, golpeando a Sirius en el mentón con la nuca, para apartarse de la marcha atropellada de Severus y el carrito. Volvió a asomarse de nuevo, esta vez sacando parte de su torso. La idea del Slytherin aplastado contra la puerta del fondo del vagón le resultaba desternillante incluso cuando sólo era una premonición de lo que iba a suceder. Sin embargo, las risas murieron tan rápido como Lily Evans tuvo a bien reaparecer.
El grito de Remus resonó en su oído como si el chico estuviera junto a ella y hubiera decidido bramar el nombre de su amigo sobre su oreja. Marlene giró la cabeza hacia este al tiempo que escuchaba a James limpiarse las manos de esa broma de mal gusto que se les estaba yendo de las manos. Leyó los ojos de Sirius y le tiró la bolsa de grajeas al pecho al tiempo que sacaba su varita de la cintura de la falda plisada de color gris humo.
—Arresto Momentum —pronunció de forma atropellada con la varita de roble inglés apuntando al carrito. Este, como si alguien hubiera accionado los frenos de sus ruedas de metal, frenó sobre la fina capa de grasa que cubría el suelo del pasillo. Esto no evitó que Severus saliera despedido hacia delante, cayendo sobre Lily y aplastándola contra la puerta del final del pasillo—. ¡Sois idiotas!
Su expresión ya no tenía nada de divertida. Severus había conseguido levantarse y se apoyaba en el carrito de dulces para no volver a resbalar. Lily tenía el rostro contraído en una mueca de evidente asco, contemplando cómo toda su ropa había terminado pringada de aquel mejunje grasiento y ligeramente apestoso. Marlene salió del hueco, poniendo un pie en el pasillo y olvidando por un momento el segundo hechizo de James. Tratando de no caer, tendió un brazo hacia Sirius con la intención de agarrarse a este como fuera.
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