Godric's Hollow parecía estar suspendido en el tiempo, un rincón del mundo donde las campanas de la iglesia marcaban el paso de los días y el viento acariciaba los campos con la quietud de un susurro. Para Albus Dumbledore, ese silencio era una prisión disfrazada de hogar. Mientras el pueblo dormía en su rutina, su mente vagaba en lugares lejanos, entre teorías arcanas y hechizos que nunca tendría el lujo de perfeccionar. La carga de cuidar a su familia lo había convertido en una llama encerrada en cristal, brillante pero incapaz de extenderse.

La llegada de Gellert Grindelwald fue como un rayo que rompió la calma de una tormenta contenida. El sobrino de Bathilda Bagshot no era un desconocido; su nombre estaba impregnado de un escándalo que lo precedía, una mezcla de genio y peligro que fascinaba e inquietaba a partes iguales. Su expulsión de Durmstrang era un testimonio de su talento indomable, y en él había un carisma que transformaba la curiosidad en admiración y la cautela en un magnetismo casi irresistible.

Su primer encuentro fue una casualidad, pero el aire mismo en la biblioteca de Bagshot parecía conspirar para unirlos. El espacio, abarrotado de volúmenes olvidados, exudaba un aroma a pergamino envejecido que parecía encerrar siglos de conocimiento. Albus entró con el propósito de devolver un libro, pero lo encontró allí: Gellert, sentado junto a una ventana donde el polvo danzaba en los rayos de sol, absorto en un texto sobre magia antigua. Había una quietud estudiada en su postura, una calma que desmentía la tormenta de ideas que seguramente hervían en su interior.

Sus ojos se encontraron, y aunque no se pronunciaron palabras en ese momento, algo cambió. Fue un cruce de miradas que resonó más allá de lo inmediato, como si el eco de sus almas se hubiera reconocido en un espacio atemporal. Cuando las palabras finalmente surgieron, lo hicieron como un torrente imparable. Grindelwald tenía una forma de hablar que convertía las ideas en visiones, y mientras exponía sus teorías sobre un nuevo orden mágico, envolviendo a Dumbledore en algo que en ese momento no logró comprender qué era. La promesa de un mundo mejor para ellos, para sus hermanos, para su hermana era suficiente para cautivarlo.

Las Reliquias de la Muerte fueron el punto de inflexión. Gellert no las presentó como leyendas, sino como un destino tangible, herramientas para moldear un mundo donde los magos no solo coexistieran con los muggles, sino que los guiaran como líderes. Albus, cauteloso al principio, no pudo resistirse al magnetismo de esa visión. En los días y noches que siguieron, se encontraron inmersos en planes que parecían desafiar los límites de la realidad.

Había una intensidad que crecía entre ellos, algo que iba más allá de la camaradería o el intelecto compartido. En cada intercambio de ideas, en cada mirada sostenida, parecía gestarse un entendimiento silencioso, una conexión que se sentía tan inevitable como peligrosa. Dumbledore, siempre tan contenido, se encontró soñando con un futuro que apenas podía imaginar antes de la llegada de Grindelwald. Pero en esos sueños también había una sombra, un presagio que susurraba que nada que brillara con tanta intensidad podía durar sin arder primero.

Mientras sus mentes trazaban planes para un mundo que aún no existía, sus almas parecían trazar un camino que llevaba a la tragedia. Había algo trágicamente hermoso en su unión, una llama que crecía con el viento, pero que inevitablemente debía consumir todo a su paso. Ah, pero qué grato era ignorar todas las advertencias que el destino parecía dejar para ellos. Al final de cuentas, uno sería la destrucción del otro.