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Ivanka
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L'étoile de la connaissance
ORIGINAL — ÉPOCAS PASADAS — SIGLO XIX+ALQUIMIA
En 1849 el mundo está controlado por los hombres. Los hombres son los que reciben educación reglada, los que escriben tratados, los que, en definitiva, tienen las ideas, las desarrollan, las difunden y sientan cátedra. ¿O no es tan fácil afirmarlo?
En Francia, Eugéne Viollet-Le-Duc es una eminencia en restauración, no para de recibir encargos para devolver al gótico francés a su gloria pasada con sus boyantes proyectos que prácticamente construyen nuevos edificios, pero que se convierten en los cimientos de la identidad nacional. Lo que nadie sabe, es que hace años que la mayor parte de los proyectos salen de la ayuda inestimbale y el ingenio de una joven de Carcassone, Chantal Garnier, que sin estudios ni prácticamente saber leer, con su buen ojo, su sensibilidad y su sabiduría popular, es capaz de imaginar y dibujar proyectos que Eugéne ni imaginaba. Desde que la encontró en Carcassone, se la llevó con él, y ahora son amantes y es parte fundamental de su taller, aunque Chantal se siente muy desplazada del mundo intelectual y refinado de Eugéne. Él se ocupa de enseñarle lo que puede, pero no para de llegarles trabajo, y apenas tienen tiempo de nada. Pero Chantal tiene un sueño: escribir en un libro todo lo que ha aprendido sobre alquimia, brujería y su relación con las iglesias católicas.
Mientras tanto, en Inglaterra, el teórico y restaurador enemigo de Viollet, John Ruskin, acaba de contraer matrimonio con la joven Elizabeth Gray. La ahora conocida como Effie Ruskin, tiene veinte años y ha sido educada para ser la esposa perfecta de una familia de clase alta inglesa. Pero John tiene otros planes. Su trabajo y sus investigaciones le tienen completamente absorbido, y aunque tiene cariño por Effie, la diferencia de edad y de objetivos en la vida les tienen completamente distanciados, hasta el punto de que no han consumado aún su matrimonio. Effie es una persona resuelta y muy inteligente, que tiene muy claro desde pequeña que se iba a casar con John, solo que ella esperaba algo más de la vida de casada. Por eso quiere acercarse a su marido empezando a conocer algo de su mundo: el arte y la restauración, algo que en su educación de perfecta señorita no había entrado.
Con motivo de la preparación de la Exposición Universal de 1855 de París, los Ruskin se han trasladado de Venecia, donde habían estado viviendo desde su boda, a la capital francesa, y Eugéne está siendo el coordinador de todo lo que tiene que ver con la sección artística de la exposición y remodelación de los monumentos de la ciudad. Todo el mundo está expectante por ver la reunión de los dos grandes genios, tan contrarios en sus teorías, pero, fuera de la oficialidad, hay un encuentro que va a cambiar la vida de dos mujeres.
En Francia, Eugéne Viollet-Le-Duc es una eminencia en restauración, no para de recibir encargos para devolver al gótico francés a su gloria pasada con sus boyantes proyectos que prácticamente construyen nuevos edificios, pero que se convierten en los cimientos de la identidad nacional. Lo que nadie sabe, es que hace años que la mayor parte de los proyectos salen de la ayuda inestimbale y el ingenio de una joven de Carcassone, Chantal Garnier, que sin estudios ni prácticamente saber leer, con su buen ojo, su sensibilidad y su sabiduría popular, es capaz de imaginar y dibujar proyectos que Eugéne ni imaginaba. Desde que la encontró en Carcassone, se la llevó con él, y ahora son amantes y es parte fundamental de su taller, aunque Chantal se siente muy desplazada del mundo intelectual y refinado de Eugéne. Él se ocupa de enseñarle lo que puede, pero no para de llegarles trabajo, y apenas tienen tiempo de nada. Pero Chantal tiene un sueño: escribir en un libro todo lo que ha aprendido sobre alquimia, brujería y su relación con las iglesias católicas.
Mientras tanto, en Inglaterra, el teórico y restaurador enemigo de Viollet, John Ruskin, acaba de contraer matrimonio con la joven Elizabeth Gray. La ahora conocida como Effie Ruskin, tiene veinte años y ha sido educada para ser la esposa perfecta de una familia de clase alta inglesa. Pero John tiene otros planes. Su trabajo y sus investigaciones le tienen completamente absorbido, y aunque tiene cariño por Effie, la diferencia de edad y de objetivos en la vida les tienen completamente distanciados, hasta el punto de que no han consumado aún su matrimonio. Effie es una persona resuelta y muy inteligente, que tiene muy claro desde pequeña que se iba a casar con John, solo que ella esperaba algo más de la vida de casada. Por eso quiere acercarse a su marido empezando a conocer algo de su mundo: el arte y la restauración, algo que en su educación de perfecta señorita no había entrado.
Con motivo de la preparación de la Exposición Universal de 1855 de París, los Ruskin se han trasladado de Venecia, donde habían estado viviendo desde su boda, a la capital francesa, y Eugéne está siendo el coordinador de todo lo que tiene que ver con la sección artística de la exposición y remodelación de los monumentos de la ciudad. Todo el mundo está expectante por ver la reunión de los dos grandes genios, tan contrarios en sus teorías, pero, fuera de la oficialidad, hay un encuentro que va a cambiar la vida de dos mujeres.
Índice de capítulos
Capítulo 1: The women in the shadows
Chantal Garnier
Emma Mackey — Freyja
Elizabeth Ruskin
Zoë Tapper — Ivanka
- post de rol:
- Código:
<div id="lvamt1" style="margin:10px auto;"><div class="lvamttitu1" style="font-size:55px;">1. TITULO DEL CAPITULO</div><div class="lvamtdat1">DATO — DATO — DATO</div><div class="lvamtfondo1" style="background:url(https://i.imgur.com/ldHbxOk.png);background-size:cover;background-position:center;"><div class="lvamtfront1"><div class="lvamtimg3" style="background:url(IMAGEN 300X150);background-size:cover;background-position:center;"><div class="lvamtfilter2"></div></div><div class="lvamttxt2">TU POST VA ACÁ</div></div></div></div><div id="rivcre5"><a href="https://www.treeofliferpg.com/u1258">— riven</a></div>
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- El Pájaro en el espino, el comienzo:
- Golden Shields:
Alice Gallia
Cause' Alice does belong with Marcus
Ante todo, amigos
Ay, los retitos
Un jour viendra tu me dira je t'aime
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- Juntos, somos el Todo:
- 16 de enero de 2002:
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Freyja
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
- ¿Me vas a hacer ir de verdad? - Preguntó, con los dientes apretados y la voz casi rota. - ¿Qué función cumplo hoy? ¿La de elemento decorativo de compañía, la de trofeo, o simplemente es para que no vayas solo? ¿O para que te aplauda, mezclada entre el gentío? - No tengo tiempo para un ataque de histeria, Chantal. - Contestó el hombre. Ella ahogó una sarcástica carcajada con los labios cerrados, mirando a otra parte con los ojos húmedos, pero él siguió. - La posición que tienes ya la sabes. - Lo cierto es que no. - Se acercó a él y, de nuevo, se rebajó a suplicarle una explicación que sabía que, o no le iba a dar, o si se la daba le iba a escocer. - ¿No puedes darme un poco de crédito? ¿Un mínimo aunque sea? - Y mientras ella le preguntaba, él ya se estaba riendo por lo bajo, como quien se ríe de un niño que dice algo extremadamente utópico e irreal, digno de alguien que no sabe lo que es la vida porque no la ha empezado todavía. - La torre de la Basílica de Saint Denis. Solo eso. Di que eso es mío, que lo he descubierto yo. - Nadie se lo va a creer. - ¡Sí se lo creerán si lo dices tú! Se hubiera caído entera si no hubiera visto como estaba. ¿Qué más da? Es solo una torre, solo el cimiento, ni siquiera se ve por fuera. - Solo el cimiento... - Dijo él entre risas desacreditadoras, como quien se ríe de una niña, mientras ella seguía tratando de rogar. - Solo vi que estaba inestable, y la gente mira lo bonito, tú lo dices, lo espectacular y hermoso, no mira las piedras que sujetan. Solo di eso: yo he creado un proyecto hermoso, pero la que se dio cuenta de que iba a caerse era ella. - He dicho que no tengo tiempo para la histeria. Ni para memeces. Termina de acicalarte, por favor. - La despachó con un gesto de la mano, y se movió hacia el espejo junto a la puerta de la habitación, dejándola allí con los brazos caídos, impotente y mirando a la nada.
- Solo te pido un mínimo reconocimiento. Uno, una cosa, una simple imagen. Un labrado de nada, una roca, un soporte, o una intuición, y tú te quedas con miles de catedrales. Dame un solo resquicio a mí. - No recibió ni media respuesta. Apretó los dientes y los labios, perdiendo una lágrima que cayó directamente en los volantes de su corpiño. - Me llevas para que haga el ridículo delante de un montón de gente. - Si estás con la boca cerrada, no harás ningún ridículo. - No soy un objeto de exhibición. - Sí lo eres. En estos actos, sí. - Pues a lo mejor empiezo a comportarme como un mero objeto de aquí en adelante. Y los objetos no hablan, ni miran, ni tienen ideas brillantes. - Y tú tampoco. - Eso hizo que soltara una carcajada despectiva. Antes de responder, el hombre la miró y detuvo con un gesto de la mano. Su tranquilidad al hablar, su serenidad y ese convencimiento de que ella era estúpida y él el señor que con amable tono paternalista tenía que explicarle lentamente las cosas la ponía de los nervios. - No tenemos tiempo de ponernos a discutir ahora. Deberías dar gracias de llevar una vida de la alta sociedad cuando claramente no lo eres, y no querrás volver al lugar de donde vienes. - El hombre suspiró con falsa resignación. - Tienes una capacidad de visión que sería un crimen no aprovechar, pero nadie escucharía a alguien como tú. Yo soy tu voz, gracias a mí se te escucha. - No se me escucha a mí, se te escucha a ti. - Corrigió ella. - Al gran Viollet-Le-Duc. Al gran Fulcane... - ¿¿Quieres callar?? - La cortó con un tono tan brusco y alto que la hizo sobresaltarse. Vaya, no era temple y serenidad su modo perpetuo, también sabía enfadarse.
- ¡Si es que no se puede negociar con las mujeres! ¿Por qué pondrá Dios los dones en la gente equivocada? - Refunfuñó mientras se movía por la habitación recogiendo sus cosas. Ella, dignamente, se irguió y volvió a hablar con la mandíbula en tensión. - Pues son sus caminos inescrutables, y no debiera ser el hombre quien tuviera que contradecirlos. Él nos dio la fe para que levantáramos sus iglesias, iglesias que mis ojos ven y cuyas rentas tú te llevas. Así que no lo cuestiones, que sales muy bien parado de sus supuestas equivocaciones. - El hombre la miró con expresión circunstancial y condescendencia. - ¿Ves por qué tengo que hablar yo? - Ella mantuvo su postura digna, pero no sabía bien a qué se había referido con eso. Y por ello era que él la manipulaba a su antojo, porque ella solo era dos ojos y una boca que metía mucho la pata, su cerebro no daba para hilar como él hilaba. Entre eso y su condición de mujer... Pues, por desgracia, razón tenía, ¿quién la iba a escuchar? - Sécate las lágrimas y, por última vez te lo digo, termina de acicalarte. Llegamos tarde. -
- Solo te pido un mínimo reconocimiento. Uno, una cosa, una simple imagen. Un labrado de nada, una roca, un soporte, o una intuición, y tú te quedas con miles de catedrales. Dame un solo resquicio a mí. - No recibió ni media respuesta. Apretó los dientes y los labios, perdiendo una lágrima que cayó directamente en los volantes de su corpiño. - Me llevas para que haga el ridículo delante de un montón de gente. - Si estás con la boca cerrada, no harás ningún ridículo. - No soy un objeto de exhibición. - Sí lo eres. En estos actos, sí. - Pues a lo mejor empiezo a comportarme como un mero objeto de aquí en adelante. Y los objetos no hablan, ni miran, ni tienen ideas brillantes. - Y tú tampoco. - Eso hizo que soltara una carcajada despectiva. Antes de responder, el hombre la miró y detuvo con un gesto de la mano. Su tranquilidad al hablar, su serenidad y ese convencimiento de que ella era estúpida y él el señor que con amable tono paternalista tenía que explicarle lentamente las cosas la ponía de los nervios. - No tenemos tiempo de ponernos a discutir ahora. Deberías dar gracias de llevar una vida de la alta sociedad cuando claramente no lo eres, y no querrás volver al lugar de donde vienes. - El hombre suspiró con falsa resignación. - Tienes una capacidad de visión que sería un crimen no aprovechar, pero nadie escucharía a alguien como tú. Yo soy tu voz, gracias a mí se te escucha. - No se me escucha a mí, se te escucha a ti. - Corrigió ella. - Al gran Viollet-Le-Duc. Al gran Fulcane... - ¿¿Quieres callar?? - La cortó con un tono tan brusco y alto que la hizo sobresaltarse. Vaya, no era temple y serenidad su modo perpetuo, también sabía enfadarse.
- ¡Si es que no se puede negociar con las mujeres! ¿Por qué pondrá Dios los dones en la gente equivocada? - Refunfuñó mientras se movía por la habitación recogiendo sus cosas. Ella, dignamente, se irguió y volvió a hablar con la mandíbula en tensión. - Pues son sus caminos inescrutables, y no debiera ser el hombre quien tuviera que contradecirlos. Él nos dio la fe para que levantáramos sus iglesias, iglesias que mis ojos ven y cuyas rentas tú te llevas. Así que no lo cuestiones, que sales muy bien parado de sus supuestas equivocaciones. - El hombre la miró con expresión circunstancial y condescendencia. - ¿Ves por qué tengo que hablar yo? - Ella mantuvo su postura digna, pero no sabía bien a qué se había referido con eso. Y por ello era que él la manipulaba a su antojo, porque ella solo era dos ojos y una boca que metía mucho la pata, su cerebro no daba para hilar como él hilaba. Entre eso y su condición de mujer... Pues, por desgracia, razón tenía, ¿quién la iba a escuchar? - Sécate las lágrimas y, por última vez te lo digo, termina de acicalarte. Llegamos tarde. -
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Ivanka
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
Estaba organizando el desmontaje de los equipajes, y de paso repasando con las doncellas los trajes de los que disponían. Tendría que salir de compras con total seguridad para John, porque tenía un armario tan exiguo que, aunque llevara un año tratando de ponerlo en orden y completo, seguía siendo insuficiente para alguien de su categoría; y probablemente para ella, porque París no era cualquier sitio, y el tiempo era muy distinto al de Venecia, y todo lo que había traído, a excepción de algunas pocas cosas de Inglaterra, era de allí.
En ese momento, entró John, ya con el abrigo y poniéndose el sombrero. Ella le miró desconcertada. — ¿Salimos? — Él negó y se acercó a darle un beso en la mejilla. — No, querida, sé que estás ocupada haciendo que esto funcione, como siempre. Pero me acaban de mandar una nota de la Academia de Bellas Artes diciendo que hay varios simpatizantes de mi método que quieren reunirse conmigo antes del acto en la ópera. — No acababan de llegar y ya estaba quitándose de en medio y buscándose problemas con Le-Duc. Como si no le conociera. — John, ¿puedes esperar a después de la presentación aunque sea? No empieces llamando la atención… — Él chasqueó la lengua y negó con la cabeza, sonriendo, como quien habla con un niño pequeño. — Recuerda que la presentación comienza a las siete en punto, en la Ópera Garnier. Te dejo al cochero, yo voy caminando. En coche son unos… Treinta y cinco minutos desde aquí. Nos vemos allí, ten cuidado. — Pero, John… — ¿Iba a ir así vestido a la presentación inaugural de la Exposición Universal de París? Pues sí. — Coge el paraguas, aquí llueve como en Londres por lo menos. — Y lo que les faltaba es que llegara calado, con el aspecto que tenía de entrada. Suspiró y volvió a sus quehaceres, no le quedaba de otra, deseando que su marido la hubiera llegado a escuchar, antes de cerrar la puerta de su inmensa suite.
Terminó de arreglarse y se miró en el espejo de la habitación, retocándose el peinado con delicadeza. — ¿Qué tal estoy? — Preguntó a una de sus doncellas. — Preciosa, señora. La juventud es una ventaja para una belleza indiscutible como la vuestra, señora. — Ella suspiró y torció el gesto. — Joven es lo que no quiero parecer. Estoy cansada de especificar que soy la señora Ruskin. — Se encogió de hombros. Igual, si buscaba eso, no debería vestirse de rojo escarlata, que era un color de juventud. Cogió sus cosas y se dirigió al coche, no sin antes recibir unos cuantos “madmoiselle” a modo de saludo, que ya no se molestó en corregir.
Una vez en las escaleras de la Ópera, un joven con levita muy amable se dirigió a ella con una sonrisa. — ¿Su nombre, madmoiselle? — Ahí ya no ocultó un suspiro. — Madame, es Madame Ruskin. — Ahora agradecía de veras las obstinadas clases de francés desde su infancia. Los primero meses en Italia fueron un infierno sin enterarse de nada. El chico se disculpó afligido, mirando la lista. — Discúlpeme, Madame Ruskin. Como su marido había entrado ya, se la había considerado admitida en la fiesta. — ¡Effie! ¡Effie, querida! — La llamó desde dentro John. Sin esperar respuesta del chico, atravesó el camino hacia él, de peor humor del que le gustaría para estar en la preciosa Ópera de París. Uf, estaba con el pesado de Merimée, peor se lo ponían. — ¡Hay que ver, John, eres único! Una esposa tan preciosa y vas y te la dejas fuera y se te olvida. Bienvenida a París, querida. — Le dio un beso en la mano, y luego la atrajo hacia sí y le plantó uno en la mejilla. Ugh, franceses. Básicamente la trataba igual que su marido, menudo descaro. — Monsieur Merimée. — Saludo, correcta. — Qué bien le sientas a John, subes su categoría. — Aguantó una cara de asco, renunciando ya a que su marido se pronunciara en nada y simplemente puso una sonrisa de cortesía.
— Es indignante, Prosper, no sé por qué lo consientes. — Vaya, John ya estaba alterado con algo. Todo lo que él podía alterarse, claro. — Es la presentación de una Exposición que será un hito para el arte. De todas las Exposiciones Universales que se han hecho, esta va a ser la primera que se centre en el arte, va a cambiar la visión del mundo sobre la pintura, pero claro, tu amigo si no hay pináculos y contrafuertes de por medio, no se interesa… — John, John, amigo, qué inglés eres… — Merimée parecía todo el día borracho y condescendiente. La ponía enferma. — Si Le-Duc fuera un poco más inglés, no estaría llegando tarde a esta presentación. — Merimée rio de nuevo. — Me han informado que acaba de llegar, de hecho. Debe estar preparando el discurso y la salida triunfal con Desvalliéres y quien sea que se encargue de la escultura. — Se inclinó un poco hacia John y dijo. — Creo que es que ha estado un poco ocupado antes de salir de casa, si me entiendes… — No, no te entiende, pensó Effie, teniendo que reprimir entornar los ojos. — Pero, amigo, no te sulfures así. No te conviene abrir una guerra entre Eugéne, Desvalliéres y tú. — Si Desvalliéres tomara partido de algo… — Que esto no va de partidos, John… — De repente, Merimée pareció reparar en ella. — Effie, querida, te estamos aburriendo. Quizá quieres que te presente al resto de esposas, no se tarda nada en encontrarlas, solo tienes que seguir el murmullo de un parloteo incesante. — Ella amplió la sonrisa dulcemente y dijo. — No, voy al tocador. Pero no se preocupe por mí, Monsieur Merimée. Creo que la conversación aquí, es bastante parecida a la de la sección de señoras. — Y con una inclinación de cabeza, se fue hacia el tocador.
Qué agobio nada más empezar. A Effie le gustaba la vida social (era mejor que estar por el decadente palacio de Venecia esperando a que John se fijara en ella), pero los hombres como Merimée y las esposas que le sacaban quince años, tampoco eran su ambiente favorito. Iba a acabar echando de menos Venecia solo por el alivio de las fiestas. Se miró al espejo con un suspiro, cogiendo fuerzas, cuando oyó un llanto fuera del tocador. Había más silencio, porque debía ser que el discurso había empezado por fin y habrían entrado todos al escenario, así que el vestíbulo estaba en silencio. Vio a una chica un poco mayor con cara de malas pulgas, que claramente había llorado. Iba… Arreglada, pero sus ropas no eran muy caras. ¿Sería sirvienta de alguien? — Madmoiselle… ¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? — Dirigió los ojos hacia el interior y distinguió una voz dando un discurso, que debía ser Desvalliéres. Pues entonces John no tendría ni el más mínimo interés en saber dónde estaba, seguro.
En ese momento, entró John, ya con el abrigo y poniéndose el sombrero. Ella le miró desconcertada. — ¿Salimos? — Él negó y se acercó a darle un beso en la mejilla. — No, querida, sé que estás ocupada haciendo que esto funcione, como siempre. Pero me acaban de mandar una nota de la Academia de Bellas Artes diciendo que hay varios simpatizantes de mi método que quieren reunirse conmigo antes del acto en la ópera. — No acababan de llegar y ya estaba quitándose de en medio y buscándose problemas con Le-Duc. Como si no le conociera. — John, ¿puedes esperar a después de la presentación aunque sea? No empieces llamando la atención… — Él chasqueó la lengua y negó con la cabeza, sonriendo, como quien habla con un niño pequeño. — Recuerda que la presentación comienza a las siete en punto, en la Ópera Garnier. Te dejo al cochero, yo voy caminando. En coche son unos… Treinta y cinco minutos desde aquí. Nos vemos allí, ten cuidado. — Pero, John… — ¿Iba a ir así vestido a la presentación inaugural de la Exposición Universal de París? Pues sí. — Coge el paraguas, aquí llueve como en Londres por lo menos. — Y lo que les faltaba es que llegara calado, con el aspecto que tenía de entrada. Suspiró y volvió a sus quehaceres, no le quedaba de otra, deseando que su marido la hubiera llegado a escuchar, antes de cerrar la puerta de su inmensa suite.
Terminó de arreglarse y se miró en el espejo de la habitación, retocándose el peinado con delicadeza. — ¿Qué tal estoy? — Preguntó a una de sus doncellas. — Preciosa, señora. La juventud es una ventaja para una belleza indiscutible como la vuestra, señora. — Ella suspiró y torció el gesto. — Joven es lo que no quiero parecer. Estoy cansada de especificar que soy la señora Ruskin. — Se encogió de hombros. Igual, si buscaba eso, no debería vestirse de rojo escarlata, que era un color de juventud. Cogió sus cosas y se dirigió al coche, no sin antes recibir unos cuantos “madmoiselle” a modo de saludo, que ya no se molestó en corregir.
Una vez en las escaleras de la Ópera, un joven con levita muy amable se dirigió a ella con una sonrisa. — ¿Su nombre, madmoiselle? — Ahí ya no ocultó un suspiro. — Madame, es Madame Ruskin. — Ahora agradecía de veras las obstinadas clases de francés desde su infancia. Los primero meses en Italia fueron un infierno sin enterarse de nada. El chico se disculpó afligido, mirando la lista. — Discúlpeme, Madame Ruskin. Como su marido había entrado ya, se la había considerado admitida en la fiesta. — ¡Effie! ¡Effie, querida! — La llamó desde dentro John. Sin esperar respuesta del chico, atravesó el camino hacia él, de peor humor del que le gustaría para estar en la preciosa Ópera de París. Uf, estaba con el pesado de Merimée, peor se lo ponían. — ¡Hay que ver, John, eres único! Una esposa tan preciosa y vas y te la dejas fuera y se te olvida. Bienvenida a París, querida. — Le dio un beso en la mano, y luego la atrajo hacia sí y le plantó uno en la mejilla. Ugh, franceses. Básicamente la trataba igual que su marido, menudo descaro. — Monsieur Merimée. — Saludo, correcta. — Qué bien le sientas a John, subes su categoría. — Aguantó una cara de asco, renunciando ya a que su marido se pronunciara en nada y simplemente puso una sonrisa de cortesía.
— Es indignante, Prosper, no sé por qué lo consientes. — Vaya, John ya estaba alterado con algo. Todo lo que él podía alterarse, claro. — Es la presentación de una Exposición que será un hito para el arte. De todas las Exposiciones Universales que se han hecho, esta va a ser la primera que se centre en el arte, va a cambiar la visión del mundo sobre la pintura, pero claro, tu amigo si no hay pináculos y contrafuertes de por medio, no se interesa… — John, John, amigo, qué inglés eres… — Merimée parecía todo el día borracho y condescendiente. La ponía enferma. — Si Le-Duc fuera un poco más inglés, no estaría llegando tarde a esta presentación. — Merimée rio de nuevo. — Me han informado que acaba de llegar, de hecho. Debe estar preparando el discurso y la salida triunfal con Desvalliéres y quien sea que se encargue de la escultura. — Se inclinó un poco hacia John y dijo. — Creo que es que ha estado un poco ocupado antes de salir de casa, si me entiendes… — No, no te entiende, pensó Effie, teniendo que reprimir entornar los ojos. — Pero, amigo, no te sulfures así. No te conviene abrir una guerra entre Eugéne, Desvalliéres y tú. — Si Desvalliéres tomara partido de algo… — Que esto no va de partidos, John… — De repente, Merimée pareció reparar en ella. — Effie, querida, te estamos aburriendo. Quizá quieres que te presente al resto de esposas, no se tarda nada en encontrarlas, solo tienes que seguir el murmullo de un parloteo incesante. — Ella amplió la sonrisa dulcemente y dijo. — No, voy al tocador. Pero no se preocupe por mí, Monsieur Merimée. Creo que la conversación aquí, es bastante parecida a la de la sección de señoras. — Y con una inclinación de cabeza, se fue hacia el tocador.
Qué agobio nada más empezar. A Effie le gustaba la vida social (era mejor que estar por el decadente palacio de Venecia esperando a que John se fijara en ella), pero los hombres como Merimée y las esposas que le sacaban quince años, tampoco eran su ambiente favorito. Iba a acabar echando de menos Venecia solo por el alivio de las fiestas. Se miró al espejo con un suspiro, cogiendo fuerzas, cuando oyó un llanto fuera del tocador. Había más silencio, porque debía ser que el discurso había empezado por fin y habrían entrado todos al escenario, así que el vestíbulo estaba en silencio. Vio a una chica un poco mayor con cara de malas pulgas, que claramente había llorado. Iba… Arreglada, pero sus ropas no eran muy caras. ¿Sería sirvienta de alguien? — Madmoiselle… ¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? — Dirigió los ojos hacia el interior y distinguió una voz dando un discurso, que debía ser Desvalliéres. Pues entonces John no tendría ni el más mínimo interés en saber dónde estaba, seguro.
- El Pájaro en el espino, el comienzo:
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
- ¿No será de mala educación llegar tarde? - Preguntó Chantal con prudencia. Después de lo de antes de salir, y con el trabajo que le había costado enjugarse las lágrimas, ya no se atrevía a dar una voz más alta que la otra. E igualmente parecía haber defraudado a Violet con su pregunta, por la cara de hastío que mostró y el tono cansado con el que respondió. - La gente me espera a mí. ¿Llega la novia a la boda la primera? - Eso la hizo ocultar una risilla infantil. - ¿Eres la novia de la boda? - Digamos, salvando las distancias, que sí. - Mantuvo una sonrisilla residual que, tan pronto comprendió las palabras, se le fue diluyendo. Al menos ya vas a tener una boda. A veces se preguntaba qué hacía deseando una promesa de vida por parte de un señor que la trataba con tanta condescendencia. Luego se daba cuenta de que al menos él la escuchaba y dejaba explotar su visión y su escaso intelecto, dándole voz aunque no llevara su firma, y se le pasaba. También se daba cuenta de lo tonta que era, pero como buena tonta no es como que pudiera aspirar a mucho más... A mucho más de ser la amante de un hombre que no ama a nadie tanto como se ama a sí mismo.
Cuando llegaron le recibieron con halagos y mucha pompa. A él, por supuesto. No es como que esperara que a ella la fuera a conocer nadie, pero en lo que sonreía para aquellos que cruzaban la mirada con ella el instante que tardaban en comprender que no era nadie, al menos hubiera agradecido su saludo. Violet ni se presentó en molestarla, y eso le hacía recordar la pregunta que le hizo cuando aún estaban en la casa: ¿para qué quieres que vaya? Pues para llevar un bonito complemento con él, como quien se pone una levita o un bombín. Tragó saliva, tratando de deshacer el nudo de su garganta. Hoy estaba especialmente sensible y no sabía por qué, pero aquello empezaba a superarla. Atrás quedaban los tiempos en los que el simple hecho de poder acudir a esas fiestas la hacía sentirse honrada. Ahora le resultaban tediosas, cargantes y le recordaban lo insignificante que era, y la injusticia de que un hombre se llevara sus méritos mientras que ella no tenía nombre siquiera para la gente. Quienes la miraban olvidaban su rostro tan pronto giraban la cara a otra parte. Empezaba a hacérsele demasiado cuesta arriba todo eso.
El revuelo que se originó segundos después, lleno de pomposas risas que pretendían sonar muy varoniles, daba pistas de que el discurso estaba a punto de empezar. Puso la mejor de sus sonrisas y avanzó junto a Violet... O hizo amago de ello. Tan pronto avanzó un pie por delante del otro, el hombre la miró con extrañeza, como si acabara de recordar que estaba allí con él. - ¿Dónde vas? - Ella no pudo evitar mirar confusa a los lados. ¿La pregunta era para ella? No la entendía. - Contigo. - Contestó. El hombre miró a los lados, pero no con la genuina confusión de ella, sino más bien temiendo que alguien les estuviera viendo hablar y quedar en ridículo. - Voy a dar el discurso. - Ella parpadeó. ¿Y? No es como que fuera a subir al estrado con él, aunque sería un detalle, pero al menos contaba con estar en primera fila. - Mejor... Quédate por ahí. - Indicó, con un gesto distraído de la mano, y antes de recibir respuesta se giró y avanzó entre las gentes, dejándola a ella ahí plantada con cara de no comprender. Sí que era tonta, porque tampoco había nada que comprender: ella no era absolutamente nadie allí, ¿de verdad esperaba estar en primera fila? Temiendo lo que iba a encontrar, giró lentamente el rostro hacia donde le había indicado. Efectivamente, su lugar estaba entre la muchedumbre sin nombre: el servicio, las amantes o directamente las putas que otros hombres llevaban consigo, y los cualesquiera que querían formar parte de las altas esferas pero se notaba que eran de menor clase que ella, solo se habían colado allí a ver qué podían pillar. Agachó la cabeza, dócil, y se dirigió hacia allí, girándose para mirar el discurso, levemente apartada del grupo (tampoco es como que hubiera mucho espacio para apartarse, en el lugar de los parias no había mucho espacio). Violet fue presentado junto con otros hombres a los que no tenía el gusto de conocer y todos aplaudieron, incluida ella, pero cada aplauso le apretaba el nudo en la garganta y la hacía tragar con violencia para que no se le cayeran las lágrimas. Notaba las miradas de su propio grupo, el grupo al que al parecer pertenecía, sobre ella, preguntándose qué era: si una trepa, una criada o una puta. Lo peor es que se sentía un poco de todo. Trató de mirar a Violet y los otros hombres, pero las lágrimas le empañaban la visión, y se negaba a llorar delante de gente que solo por su mera presencia ya la estaban juzgando. Se dio media vuelta y buscó un lugar más privado.
El vestíbulo junto al tocador estaba vacío, pero este estaba ocupado, así que se apoyó en la pared junto a la puerta y rompió a llorar con desazón, notando como le faltaba el aire en los pulmones de tanto que había aguantado las lágrimas. Ya le daba igual si quien fuera que estuviera dentro la veía, dudaba que su situación fuera a empeorar. Buscó un pañuelo en su bolso, pero no lo encontró, lo que le hizo maldecir entre dientes mientras seguía derramando lágrimas y sollozando sin control. Se estaba secando las lágrimas con violencia, manchando sus propias manos y sus mangas, lo que claramente no se esperaría del protocolo de alguien correctamente invitado a una reunión así, cuando una voz a su lado la sobresaltó, haciéndola aspirar una exclamación que más sonó como un sollozo violento. La miró con mala cara y retiró la vista a otra parte de nuevo, mientras se seguía secando las lágrimas. - Estoy bien. - Cortó, sollozando una vez más. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué semejante ataque de llanto? No podía controlar la velocidad a la que su pecho subía y bajaba, de verdad parecía que le faltaba el aire. - No necesito nada que usted pueda darme. - Contestó con dignidad, secándose las lágrimas. - ¿Está ya libre el tocador? - Preguntó sin mirarla, dispuesta a pasar de largo y encerrarse dentro. Cuanto menos la mirara, mejor. Total, nadie reconocía su cara ni aun mirándola directamente, cuanto menos en aquellas circunstancias. Y siendo otra mujer, igualmente no se le haría el menor caso.
Cuando llegaron le recibieron con halagos y mucha pompa. A él, por supuesto. No es como que esperara que a ella la fuera a conocer nadie, pero en lo que sonreía para aquellos que cruzaban la mirada con ella el instante que tardaban en comprender que no era nadie, al menos hubiera agradecido su saludo. Violet ni se presentó en molestarla, y eso le hacía recordar la pregunta que le hizo cuando aún estaban en la casa: ¿para qué quieres que vaya? Pues para llevar un bonito complemento con él, como quien se pone una levita o un bombín. Tragó saliva, tratando de deshacer el nudo de su garganta. Hoy estaba especialmente sensible y no sabía por qué, pero aquello empezaba a superarla. Atrás quedaban los tiempos en los que el simple hecho de poder acudir a esas fiestas la hacía sentirse honrada. Ahora le resultaban tediosas, cargantes y le recordaban lo insignificante que era, y la injusticia de que un hombre se llevara sus méritos mientras que ella no tenía nombre siquiera para la gente. Quienes la miraban olvidaban su rostro tan pronto giraban la cara a otra parte. Empezaba a hacérsele demasiado cuesta arriba todo eso.
El revuelo que se originó segundos después, lleno de pomposas risas que pretendían sonar muy varoniles, daba pistas de que el discurso estaba a punto de empezar. Puso la mejor de sus sonrisas y avanzó junto a Violet... O hizo amago de ello. Tan pronto avanzó un pie por delante del otro, el hombre la miró con extrañeza, como si acabara de recordar que estaba allí con él. - ¿Dónde vas? - Ella no pudo evitar mirar confusa a los lados. ¿La pregunta era para ella? No la entendía. - Contigo. - Contestó. El hombre miró a los lados, pero no con la genuina confusión de ella, sino más bien temiendo que alguien les estuviera viendo hablar y quedar en ridículo. - Voy a dar el discurso. - Ella parpadeó. ¿Y? No es como que fuera a subir al estrado con él, aunque sería un detalle, pero al menos contaba con estar en primera fila. - Mejor... Quédate por ahí. - Indicó, con un gesto distraído de la mano, y antes de recibir respuesta se giró y avanzó entre las gentes, dejándola a ella ahí plantada con cara de no comprender. Sí que era tonta, porque tampoco había nada que comprender: ella no era absolutamente nadie allí, ¿de verdad esperaba estar en primera fila? Temiendo lo que iba a encontrar, giró lentamente el rostro hacia donde le había indicado. Efectivamente, su lugar estaba entre la muchedumbre sin nombre: el servicio, las amantes o directamente las putas que otros hombres llevaban consigo, y los cualesquiera que querían formar parte de las altas esferas pero se notaba que eran de menor clase que ella, solo se habían colado allí a ver qué podían pillar. Agachó la cabeza, dócil, y se dirigió hacia allí, girándose para mirar el discurso, levemente apartada del grupo (tampoco es como que hubiera mucho espacio para apartarse, en el lugar de los parias no había mucho espacio). Violet fue presentado junto con otros hombres a los que no tenía el gusto de conocer y todos aplaudieron, incluida ella, pero cada aplauso le apretaba el nudo en la garganta y la hacía tragar con violencia para que no se le cayeran las lágrimas. Notaba las miradas de su propio grupo, el grupo al que al parecer pertenecía, sobre ella, preguntándose qué era: si una trepa, una criada o una puta. Lo peor es que se sentía un poco de todo. Trató de mirar a Violet y los otros hombres, pero las lágrimas le empañaban la visión, y se negaba a llorar delante de gente que solo por su mera presencia ya la estaban juzgando. Se dio media vuelta y buscó un lugar más privado.
El vestíbulo junto al tocador estaba vacío, pero este estaba ocupado, así que se apoyó en la pared junto a la puerta y rompió a llorar con desazón, notando como le faltaba el aire en los pulmones de tanto que había aguantado las lágrimas. Ya le daba igual si quien fuera que estuviera dentro la veía, dudaba que su situación fuera a empeorar. Buscó un pañuelo en su bolso, pero no lo encontró, lo que le hizo maldecir entre dientes mientras seguía derramando lágrimas y sollozando sin control. Se estaba secando las lágrimas con violencia, manchando sus propias manos y sus mangas, lo que claramente no se esperaría del protocolo de alguien correctamente invitado a una reunión así, cuando una voz a su lado la sobresaltó, haciéndola aspirar una exclamación que más sonó como un sollozo violento. La miró con mala cara y retiró la vista a otra parte de nuevo, mientras se seguía secando las lágrimas. - Estoy bien. - Cortó, sollozando una vez más. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué semejante ataque de llanto? No podía controlar la velocidad a la que su pecho subía y bajaba, de verdad parecía que le faltaba el aire. - No necesito nada que usted pueda darme. - Contestó con dignidad, secándose las lágrimas. - ¿Está ya libre el tocador? - Preguntó sin mirarla, dispuesta a pasar de largo y encerrarse dentro. Cuanto menos la mirara, mejor. Total, nadie reconocía su cara ni aun mirándola directamente, cuanto menos en aquellas circunstancias. Y siendo otra mujer, igualmente no se le haría el menor caso.
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
La joven no parecía especialmente inclinada a hablar con nadie. De hecho, tenía toda la pinta de que había cambiado de humores de la tristeza al enfado. Y ya iba a dejarla tranquila, porque claramente no quería hablar con nadie, cuando la vio limpiarse las lágrimas de aquella manera, y supo reconocer a una mujer orgullosa a la que le han pegado en el centro de su orgullo, y que ahora se sentía observada y, por lo tanto, atacada. Buscó un pañuelo entre sus bolsillos y se lo tendió. — De entrada puedo darle un pañuelo. — Dijo dejándolo en su mano. Miró hacia atrás al tocador y dijo. — Sí que está libre sí… — Señaló los manchurrones de sus mangas. — Pero no intente lavar con agua esas manchas, solo se extenderán. Dele con jabón seco, como si fuera una goma de borrar y luego le pasa el pañuelo y se lo lleva todo. — Dijo con una leve sonrisa y tono suave.
— Discúlpeme si me meto donde no me llaman… Pero no parece usted tan bien como dice. — Se apoyó en la pared, cerca de ella y suspiró, quedándose en silencio. — Igual no puedo ayudarla yo, pero usted sí puede ayudarme a mí. — Miró al techo y suspiró. — Acabo de llegar a París, literalmente. No había estado nunca. Ni había visto jamás una ópera tan grande y decorada, con tanta luz eléctrica… — Sonrió. — Es precioso, pero es sobrecogedor, como toda la ciudad. — Se encogió de un hombro. Esa había sido su vida durante un año “es precioso pero sobrecogedor”, en Venecia todo era así, John no le explicaba nada, no tenía tiempo. — El caso es que no sé ni cómo se entra al patio de butacas y a mi esposo se le ha olvidado que estoy por aquí. — Se agarró la muñeca con una mano, dejando flotar el silencio.
— O podemos quedarnos aquí. — Dijo con un suspiro. — Porque, al fin y al cabo, no sé usted, pero realmente conmigo no cuentan ahí dentro, y no suelen variar mucho los discursos. — Se rio un poco y dijo. — Además, queda mucho para que empiece la Exposición, nos quedan años de discursos como estos. — Puso una sonrisa dulce. — Así que ya ve, yo creo que tenemos tiempo de que usted me ayude a mí y yo a usted. — Señaló la puerta suavemente. — Yo le ayudo a limpiarse esas mangas, y usted me ayuda a moverme por este edificio, todo sea que acabe el discurso y aún no haya encontrado a mi marido. — Y se olvide de mí, la verdad, que posible es, pensó.
— Discúlpeme si me meto donde no me llaman… Pero no parece usted tan bien como dice. — Se apoyó en la pared, cerca de ella y suspiró, quedándose en silencio. — Igual no puedo ayudarla yo, pero usted sí puede ayudarme a mí. — Miró al techo y suspiró. — Acabo de llegar a París, literalmente. No había estado nunca. Ni había visto jamás una ópera tan grande y decorada, con tanta luz eléctrica… — Sonrió. — Es precioso, pero es sobrecogedor, como toda la ciudad. — Se encogió de un hombro. Esa había sido su vida durante un año “es precioso pero sobrecogedor”, en Venecia todo era así, John no le explicaba nada, no tenía tiempo. — El caso es que no sé ni cómo se entra al patio de butacas y a mi esposo se le ha olvidado que estoy por aquí. — Se agarró la muñeca con una mano, dejando flotar el silencio.
— O podemos quedarnos aquí. — Dijo con un suspiro. — Porque, al fin y al cabo, no sé usted, pero realmente conmigo no cuentan ahí dentro, y no suelen variar mucho los discursos. — Se rio un poco y dijo. — Además, queda mucho para que empiece la Exposición, nos quedan años de discursos como estos. — Puso una sonrisa dulce. — Así que ya ve, yo creo que tenemos tiempo de que usted me ayude a mí y yo a usted. — Señaló la puerta suavemente. — Yo le ayudo a limpiarse esas mangas, y usted me ayuda a moverme por este edificio, todo sea que acabe el discurso y aún no haya encontrado a mi marido. — Y se olvide de mí, la verdad, que posible es, pensó.
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
La miró de reojo como un animal temeroso cuando le dejó un pañuelo en su mano, mirando el mismo como si fuera a explotar y a ella de vuelta, casi de la misma sorpresa se le había cortado el llanto. Apenas le duró unos instantes, porque estaba dispuesta a volverse con dignidad, girar la cara porque no necesitaba de la caridad de nadie y entrar al tocador, olvidando ese encuentro como si nunca hubiera tenido lugar... Pero Chantal, en el fondo, no era así. No lo había sido nunca, al menos, pero la ira que Violet le provocaba le estaba cambiando hasta la manera de ser. Por esto, frunció los labios y apretó en su puño el pañuelo en silencio, bajando la mirada y limpiándose las lágrimas. Ni siquiera había atinado a dar las gracias.
Miró sus mangas cuando hizo referencia a ellas. Ah, genial, una mujer de clase alta viéndola toda manchada, seguro que eso ponía a Violet contentísimo, en el hipotético caso no solo de que le importara, sino de que alguien la fuera a relacionar con él. Se frotó las mangas con timidez y la mirada baja, tragando saliva fuertemente e intentando contener el llanto, lo cual era complicado. En ello estaba cuando la mujer volvió a hablar. La miró de reojo, y lo que dijo la hizo fruncir el ceño. Se le escapó una especie de carcajada bufada que se mezcló con otro sollozo. - Dudo que yo pueda ayudar a nadie. - ¿Quién era ella? Ah, espera. Quizás no era más que otra persona adinerada y de clase alta que quería aprovecharse de una pobre desgraciada. Pues qué bien. Aunque no se imaginaba qué podía querer de ella una mujer, salvo que fuera una tirana y solo quisiera una esclava, porque lo que podían querer de ella los hombres lo tenía bastante claro. Apartó la mirada conforme ella fue hablando, tragándose los hipidos e intentando por todos los medios de contener el sofocón de su pecho con un mínimo de dignidad, y al mismo tiempo, pensando a toda velocidad. Pensando en qué podía Chantal ayudar en ninguna de las cosas que la mujer estaba diciendo.
Volvió a mirarla de reojo. Al parecer acababa de llegar a París, pero eso no fue lo que más llamó su atención. "A mi esposo se le ha olvidado que estoy por aquí". Tragó saliva. Al menos usted es "esposa", pensó, como si la mujer tuviera la culpa de sus desgracias o ese vacío consuelo la fuera a hacer sentir mejor en algo. Bajó la mirada de nuevo al suelo. ¿Por qué era tan tonta? ¿Ahora le iba a dar pena por aquella mujer, por estar "olvidada" e ignorada por su esposo, cuando claramente era de un estatus muy superior al suyo? Se podía permitir el lujo de llorar por un ojo. Aunque, bueno... También podría estar haciéndose la mártir por ahí y mirarla por encima del hombro y, en su lugar, se había acercado a hablarle. Quizás estaba pecando de ingenua... Pero dudaba que pudiera sentirse más humillada de lo que ya se sentía por hablar con esa mujer.
Soltó una risotada amarga. Ya, con ninguna de las dos contaban ahí dentro. Aunque lo de que les quedaban años de discursos como esos sí la hizo reír genuinamente, no mucho y sin perder el llanto, pero al menos le había sacado una risa sincera aunque fuera triste. - No se hace una idea de lo poco que cuentan conmigo ahí dentro. - Comentó, enjugándose las lágrimas con el pañuelo. Sorbió un poco y la miró hablar. Se volvió a mirar las mangas y luego a ella de nuevo. Asintió y pasó al interior del baño. - ¿Quién es su marido? Si no es indiscreción. - Preguntó, ya dentro del tocador, dejando las mangas a disposición de la otra mujer. Si la viera Violet haciendo que una mujer claramente de posición superior a la suya le limpiara el vestido que se había manchado por hacer un drama de mujer histérica... - Nunca había entrado aquí yo tampoco. - Encogió un hombro. - Conozco el edificio por fuera, por fuera sí lo he visto mucho... Y me oriento bien. Puede que sí que pueda ayudarla. - Hizo una mueca que parecía esconder una risa pillina. - Siempre que su marido esté donde creemos que está. - Se le escapó una risa y trató de disimularla con una tos. - Disculpe. Eso ha sido inapropiado. - Del todo. Si es que Violet tenía razón, no tenía educación alguna.
Miró sus mangas cuando hizo referencia a ellas. Ah, genial, una mujer de clase alta viéndola toda manchada, seguro que eso ponía a Violet contentísimo, en el hipotético caso no solo de que le importara, sino de que alguien la fuera a relacionar con él. Se frotó las mangas con timidez y la mirada baja, tragando saliva fuertemente e intentando contener el llanto, lo cual era complicado. En ello estaba cuando la mujer volvió a hablar. La miró de reojo, y lo que dijo la hizo fruncir el ceño. Se le escapó una especie de carcajada bufada que se mezcló con otro sollozo. - Dudo que yo pueda ayudar a nadie. - ¿Quién era ella? Ah, espera. Quizás no era más que otra persona adinerada y de clase alta que quería aprovecharse de una pobre desgraciada. Pues qué bien. Aunque no se imaginaba qué podía querer de ella una mujer, salvo que fuera una tirana y solo quisiera una esclava, porque lo que podían querer de ella los hombres lo tenía bastante claro. Apartó la mirada conforme ella fue hablando, tragándose los hipidos e intentando por todos los medios de contener el sofocón de su pecho con un mínimo de dignidad, y al mismo tiempo, pensando a toda velocidad. Pensando en qué podía Chantal ayudar en ninguna de las cosas que la mujer estaba diciendo.
Volvió a mirarla de reojo. Al parecer acababa de llegar a París, pero eso no fue lo que más llamó su atención. "A mi esposo se le ha olvidado que estoy por aquí". Tragó saliva. Al menos usted es "esposa", pensó, como si la mujer tuviera la culpa de sus desgracias o ese vacío consuelo la fuera a hacer sentir mejor en algo. Bajó la mirada de nuevo al suelo. ¿Por qué era tan tonta? ¿Ahora le iba a dar pena por aquella mujer, por estar "olvidada" e ignorada por su esposo, cuando claramente era de un estatus muy superior al suyo? Se podía permitir el lujo de llorar por un ojo. Aunque, bueno... También podría estar haciéndose la mártir por ahí y mirarla por encima del hombro y, en su lugar, se había acercado a hablarle. Quizás estaba pecando de ingenua... Pero dudaba que pudiera sentirse más humillada de lo que ya se sentía por hablar con esa mujer.
Soltó una risotada amarga. Ya, con ninguna de las dos contaban ahí dentro. Aunque lo de que les quedaban años de discursos como esos sí la hizo reír genuinamente, no mucho y sin perder el llanto, pero al menos le había sacado una risa sincera aunque fuera triste. - No se hace una idea de lo poco que cuentan conmigo ahí dentro. - Comentó, enjugándose las lágrimas con el pañuelo. Sorbió un poco y la miró hablar. Se volvió a mirar las mangas y luego a ella de nuevo. Asintió y pasó al interior del baño. - ¿Quién es su marido? Si no es indiscreción. - Preguntó, ya dentro del tocador, dejando las mangas a disposición de la otra mujer. Si la viera Violet haciendo que una mujer claramente de posición superior a la suya le limpiara el vestido que se había manchado por hacer un drama de mujer histérica... - Nunca había entrado aquí yo tampoco. - Encogió un hombro. - Conozco el edificio por fuera, por fuera sí lo he visto mucho... Y me oriento bien. Puede que sí que pueda ayudarla. - Hizo una mueca que parecía esconder una risa pillina. - Siempre que su marido esté donde creemos que está. - Se le escapó una risa y trató de disimularla con una tos. - Disculpe. Eso ha sido inapropiado. - Del todo. Si es que Violet tenía razón, no tenía educación alguna.
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
Veía a la chica terriblemente agobiada, en esos momentos en los que estas tan sobrepasada que cualquier opción te parece mala, y sabía reconocer cuando alguien estaba almacenando presión dentro de un recipiente y los riesgos de estallar iban aumentando. A ver, era inglesa, en su país así era como se hacían las cosas. En Italia, sin embargo, había aprendido que los italianos se gritaban y montaban dramas a menudo, y luego todos tan amigos y mucho lío tenías que armar para que te miraran mal por ello. Pero ella prefería resolver las cosas a la inglesa, que lo controlaba mejor: manteniendo la calma. Simplemente condujo a la muchacha al tocador y empezó a frotar las manchas con jabón seco, para que la suciedad se adhiriera, y luego cogiendo papel. — ¿Ve? Es como usar una goma de borrar, como los artistas, o los niños en el colegio. — Dijo con voz tranquilizadora. Unas mangas manchadas no eran nada, pero cuando la olla estaba guardando mucha presión, era un detalle que la podía hacer estallar. Así era la sociedad de exigente con ellas. Levantó la mirada y sonrió un poco. — Todos podemos ayudar a alguien. De un modo u otro. A veces de formas que ninguno de los dos sospecha. —
Terminó de limpiarle las mangas y sonrió cuando le dijo que con ella tampoco contaban mucho. — Desde luego. Esos hombres solo cuentan con ellos mismos. Bastante llena estará ya la habitación con ellos y sus egos. — Dijo con una risita. Effie tenía que lidiar con ello todos los días. En otros aspectos de la vida, John no era nada egoísta, ni demandante, ni narcisista, pero es que su trabajo lo inundaba y contaminaba todo. Tiró los papeles que había usado y sonrió cálidamente. — Pues ya está. En cuanto esté más tranquila, nadie notará nada. Aunque permítame que le diga que rara vez nuestros estado de ánimo preocupan a los hombres, solo cuando interfiere en sus planes. — Dijo entornando los ojos.
Contenta de que le preguntara por ella, viendo que la chica empezaba a abrirse un poco en comparación a como habían empezado, amplió la sonrisa. — Mi marido es John Ruskin. Arquitecto, teórico y restaurador. Está aquí para ayudar con la planificación de la exposición. Por si no había notado que soy británica y mi francés del colegio perfecto no es. — Miró a su alrededor y señaló la salida hacia el pasillo de nuevo. — Oh, eso sí que es una suerte, pasear tanto por París. — Comentó con una risita. — Aunque parece que me queda mucho tiempo aquí entre una cosa y otra, así que le pediré consejo. — Miró los altos techos de la ópera. — Eso sí, yo no me oriento tan bien, y no sabría cómo moverme por un edificio solo viéndolo por fuera. Me encanta el arte pero soy más de pintura. Mi esposo es capaz de volverme loca con tantos planos y obras. — Todo para que al final, nuestra casa de Venecia estuviera prácticamente en ruinas todo el tiempo, pensó amargamente. Ese era John. Salvaría tres catedrales al mes, pero solo se daría cuenta de que el techo de su casa estaba en la ruina cuando le cayera en la cabeza.
Rio al comentario de la chica y entornó los ojos. — No se preocupe. Agradezco que los chistecitos los haga otra mujer para variar, y que el objeto de burla no sea yo si no un hombre respetable como mi esposo. — Se señaló la oreja y señaló la sala del teatro. — Pero en breves descubriré si mi marido está por ahí, le tocará hablar y se pondrá a discutir con gente importante. — Dijo encogiéndose de hombros. Se había dado cuenta de que, con la tontería, no se había presentado. — Perdóneme, no le he dicho mi nombre. Soy Elizabeth, Ruskin, ya se imaginará. — Remató con una risita. Sí, su cruz, su marido y los credenciales de este, siempre por delante. — ¿Y usted es? — No quería columpiarse, que en Francia había mucha amante oficial y cosas de esas, así que si ella era la señora de alguien ya se lo haría saber.
Terminó de limpiarle las mangas y sonrió cuando le dijo que con ella tampoco contaban mucho. — Desde luego. Esos hombres solo cuentan con ellos mismos. Bastante llena estará ya la habitación con ellos y sus egos. — Dijo con una risita. Effie tenía que lidiar con ello todos los días. En otros aspectos de la vida, John no era nada egoísta, ni demandante, ni narcisista, pero es que su trabajo lo inundaba y contaminaba todo. Tiró los papeles que había usado y sonrió cálidamente. — Pues ya está. En cuanto esté más tranquila, nadie notará nada. Aunque permítame que le diga que rara vez nuestros estado de ánimo preocupan a los hombres, solo cuando interfiere en sus planes. — Dijo entornando los ojos.
Contenta de que le preguntara por ella, viendo que la chica empezaba a abrirse un poco en comparación a como habían empezado, amplió la sonrisa. — Mi marido es John Ruskin. Arquitecto, teórico y restaurador. Está aquí para ayudar con la planificación de la exposición. Por si no había notado que soy británica y mi francés del colegio perfecto no es. — Miró a su alrededor y señaló la salida hacia el pasillo de nuevo. — Oh, eso sí que es una suerte, pasear tanto por París. — Comentó con una risita. — Aunque parece que me queda mucho tiempo aquí entre una cosa y otra, así que le pediré consejo. — Miró los altos techos de la ópera. — Eso sí, yo no me oriento tan bien, y no sabría cómo moverme por un edificio solo viéndolo por fuera. Me encanta el arte pero soy más de pintura. Mi esposo es capaz de volverme loca con tantos planos y obras. — Todo para que al final, nuestra casa de Venecia estuviera prácticamente en ruinas todo el tiempo, pensó amargamente. Ese era John. Salvaría tres catedrales al mes, pero solo se daría cuenta de que el techo de su casa estaba en la ruina cuando le cayera en la cabeza.
Rio al comentario de la chica y entornó los ojos. — No se preocupe. Agradezco que los chistecitos los haga otra mujer para variar, y que el objeto de burla no sea yo si no un hombre respetable como mi esposo. — Se señaló la oreja y señaló la sala del teatro. — Pero en breves descubriré si mi marido está por ahí, le tocará hablar y se pondrá a discutir con gente importante. — Dijo encogiéndose de hombros. Se había dado cuenta de que, con la tontería, no se había presentado. — Perdóneme, no le he dicho mi nombre. Soy Elizabeth, Ruskin, ya se imaginará. — Remató con una risita. Sí, su cruz, su marido y los credenciales de este, siempre por delante. — ¿Y usted es? — No quería columpiarse, que en Francia había mucha amante oficial y cosas de esas, así que si ella era la señora de alguien ya se lo haría saber.
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
Se quedó mirando como le limpiaba las manchas, conteniendo en su pecho los sollozos. Quería estallar a llorar, pero ya delante de esa mujer le daba vergüenza. Bueno, le daba vergüenza en líneas generales llorar como una niña pequeña, las mujeres importantes e inteligentes no lloraban de esa manera... No era difícil suponer que ella no era una mujer ni importante ni inteligente. Al final, ni era nadie, ni podía llorar tranquila. Alzó la mirada a ella cuando le dijo el por qué de limpiar con jabón seco y, con los ojos anegándosele aún más, puso una sonrisa amarga. - Ya veo. - Musitó, y volvió a bajar la mirada, notando como al parpadear se le caía otra lágrima que se apresuró en limpiarse. "Como los artistas o los niños de colegio". Ella usaba gomas de borrar, pero ya le había quedado más que claro que no era una niña de colegio. - Será que soy una niña de colegio. - Pensó... No, no lo había pensado, se le había escapado, aunque apenas había salido sin voz de sus labios, solo en un murmullo entristecido, con la cabeza muy agachada y el pañuelo limpiando sus lágrimas. Con suerte la otra no la habría escuchado.
Volvió a mirarla cuando dijo que todos podían ayudar, aunque ni el ayudado ni quien prestaba ayuda lo supiera. Esa mujer... Empezaba a darle un poco de miedo, de ese miedo absurdo e inexplicable, porque parecía conocer su alma y su circunstancia tan bien que era como si alguien se la hubiera contado. Y ella no era nadie, ¿quién iba a hablar de Chantal a una señora como aquella, que ni siquiera era francesa? Bajó de nuevo la mirada y no dijo nada. Aunque el comentario de los egos le hizo gracia, solo que rio muy discretamente, con los labios cerrados. - Gracias. - Le dijo de corazón y con una sonrisa más sincera, aunque igualmente no demasiado pronunciada. Lo que dijo sobre que a los hombres solo le interesaba su ánimo si interfería en sus planes la hizo mover los ojos de forma delatora y despectiva. - Estoy de acuerdo. - Corroboró. Quizás esa mujer tan elegante y ella tuvieran más en común de lo que creía, porque no podía ser que la conociera tan bien. Quizás es que compartían situación, de alguna manera.
Justo había rebajado un poco sus defensas cuando la mujer se presentó, y Chantal se tensó como la cuerda de un violín. De seguro se le notó en la leve apertura de ojos automática que le había provocado. Ruskin... No se lo podía creer. Probablemente en estos momentos fuera el mayor enemigo de Violet. Sintió un miedo apoderándose de ella. ¿Qué sería de Chantal si Violet la veía confraternizando con los Ruskin? La llamaría traidora, cuanto menos. Aunque... ¿No sería de justicia poética que esa mujer, que tampoco parecía muy satisfecha con su circunstancia, y ella, se aliaran contra sus hombres? Ah, qué estaba pensando, fantasías puras. Ese era el mayor problema de Chantal, fantaseaba con demasiada facilidad. Tragó saliva e intentó disimular todo lo que pudo, si es que era posible hacerlo. Con el pequeño momento de pánico había perdido un poco el hilo de lo que le decía, por lo que sonrió un tanto artificialmente al ver a la mujer soltar una risita, ya que no sabía ni qué le había dicho.
Encogió un poco el hombro, agachando la mirada con humildad. - Yo de arte no entiendo apenas... Pero me oriento bien. Y sé ver... Cosas. Estructuras. Es decir... - Alzó la mirada aún enrojecida a la bóveda, perdiéndola en ninguna parte. - Sé cuando algo es... Bueno. Cuando está en buen estado o haría falta intervenir para que no se derrumbe. Solo... No sé, me parece de sentido común, me sale natural. - Dobló una sonrisa triste, de nuevo con la mirada baja, y encogió el hombro otra vez. - Pero de arte no entiendo nada. De pintura, menos aún, lo mío son los edificios. Y solo saber si van a caerse o no... No sé valorar... Lo que es bello. - Eso se lo decía mucho cuando intentaba aportar una idea. "Tú no sabes de belleza, no tienes la formación, los estudios". Ya, pero bien que se nutría de sus ideas.
La miró con los ojos entornados, y de nuevo se el escapó una sonrisa, esta vez sincera. ¿Le gustaba que se metiera con su esposo? Eso no era habitual... Creía, tampoco es como que estuviera codeándose con mujeres de alto standing continuamente. - Chantal. - Dijo simplemente, con una sonrisa. Se dio cuenta de que no había dicho su apellido, así que añadió. - Garnier. Es... Es mío, estoy soltera. - ¿Por qué tenía que avergonzarse al decir eso? No tenía un hombre que la definiera a su lado, Violet... Era el gran Violet Le Duc. Ni él era de ella, ni ella era de nadie. - Solo... Acompaño. - Tragó saliva. Genial, acababa de dar impresión de ser una prostituta. Sacudió la cabeza. - Como... Asesora o... - Tragó saliva otra vez. - Simplemente acompañante. Aunque nadie desee mi compañía. - Volvió a pasarse el pañuelo por la cara, con un toque de rabia, y tomó aire antes de decir. - La acompaño a... Con su marido. Donde esté. -
Volvió a mirarla cuando dijo que todos podían ayudar, aunque ni el ayudado ni quien prestaba ayuda lo supiera. Esa mujer... Empezaba a darle un poco de miedo, de ese miedo absurdo e inexplicable, porque parecía conocer su alma y su circunstancia tan bien que era como si alguien se la hubiera contado. Y ella no era nadie, ¿quién iba a hablar de Chantal a una señora como aquella, que ni siquiera era francesa? Bajó de nuevo la mirada y no dijo nada. Aunque el comentario de los egos le hizo gracia, solo que rio muy discretamente, con los labios cerrados. - Gracias. - Le dijo de corazón y con una sonrisa más sincera, aunque igualmente no demasiado pronunciada. Lo que dijo sobre que a los hombres solo le interesaba su ánimo si interfería en sus planes la hizo mover los ojos de forma delatora y despectiva. - Estoy de acuerdo. - Corroboró. Quizás esa mujer tan elegante y ella tuvieran más en común de lo que creía, porque no podía ser que la conociera tan bien. Quizás es que compartían situación, de alguna manera.
Justo había rebajado un poco sus defensas cuando la mujer se presentó, y Chantal se tensó como la cuerda de un violín. De seguro se le notó en la leve apertura de ojos automática que le había provocado. Ruskin... No se lo podía creer. Probablemente en estos momentos fuera el mayor enemigo de Violet. Sintió un miedo apoderándose de ella. ¿Qué sería de Chantal si Violet la veía confraternizando con los Ruskin? La llamaría traidora, cuanto menos. Aunque... ¿No sería de justicia poética que esa mujer, que tampoco parecía muy satisfecha con su circunstancia, y ella, se aliaran contra sus hombres? Ah, qué estaba pensando, fantasías puras. Ese era el mayor problema de Chantal, fantaseaba con demasiada facilidad. Tragó saliva e intentó disimular todo lo que pudo, si es que era posible hacerlo. Con el pequeño momento de pánico había perdido un poco el hilo de lo que le decía, por lo que sonrió un tanto artificialmente al ver a la mujer soltar una risita, ya que no sabía ni qué le había dicho.
Encogió un poco el hombro, agachando la mirada con humildad. - Yo de arte no entiendo apenas... Pero me oriento bien. Y sé ver... Cosas. Estructuras. Es decir... - Alzó la mirada aún enrojecida a la bóveda, perdiéndola en ninguna parte. - Sé cuando algo es... Bueno. Cuando está en buen estado o haría falta intervenir para que no se derrumbe. Solo... No sé, me parece de sentido común, me sale natural. - Dobló una sonrisa triste, de nuevo con la mirada baja, y encogió el hombro otra vez. - Pero de arte no entiendo nada. De pintura, menos aún, lo mío son los edificios. Y solo saber si van a caerse o no... No sé valorar... Lo que es bello. - Eso se lo decía mucho cuando intentaba aportar una idea. "Tú no sabes de belleza, no tienes la formación, los estudios". Ya, pero bien que se nutría de sus ideas.
La miró con los ojos entornados, y de nuevo se el escapó una sonrisa, esta vez sincera. ¿Le gustaba que se metiera con su esposo? Eso no era habitual... Creía, tampoco es como que estuviera codeándose con mujeres de alto standing continuamente. - Chantal. - Dijo simplemente, con una sonrisa. Se dio cuenta de que no había dicho su apellido, así que añadió. - Garnier. Es... Es mío, estoy soltera. - ¿Por qué tenía que avergonzarse al decir eso? No tenía un hombre que la definiera a su lado, Violet... Era el gran Violet Le Duc. Ni él era de ella, ni ella era de nadie. - Solo... Acompaño. - Tragó saliva. Genial, acababa de dar impresión de ser una prostituta. Sacudió la cabeza. - Como... Asesora o... - Tragó saliva otra vez. - Simplemente acompañante. Aunque nadie desee mi compañía. - Volvió a pasarse el pañuelo por la cara, con un toque de rabia, y tomó aire antes de decir. - La acompaño a... Con su marido. Donde esté. -
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
La chica estaba definitivamente confusa, pero al menos ya no lloraba y no parecía tan a la defensiva. Confusa, eso sí, cada vez más a cada cosa que decía Effie, claramente. Igual es que no se estaba expresando bien en francés, aunque la chica no se lo había hecho notar, pero quizás solo intentaba no ser ruda con ella. — Disculpe de nuevo mi francés. He pasado los últimos años en Italia, y al final me he acostumbrado más al italiano. Pero ahora que vamos a pasar una temporada en París, creo que tendré oportunidad de ponerme al día.
Frunció el ceño cuando dijo que no entendía de arte pero sí de las otras cosas. — Pues ya es más de lo que entiendo yo, o muchos de los que están aquí. — Dijo con una risita, agarrándose las manos delante del regazo. — Verá, cualquiera puede tener opinión sobre lo que es bonito o no, ¿sabe? Yo misma, puedo decir “oh, qué edificio tan precioso” y no tener ni idea de cómo volver a él, o, a la vista está, no perderme por él, y ya ni hablemos de mantenerlo en pie. Aunque algo he aprendido viviendo en un palacete que se caía por todos los lados en Venecia. Su paraíso, si trabaja de eso, la contratarían en dos o tres edificios al día. — Le dijo con una risita cómplice. Bueno, no le iba mucho la conversación ligera a la muchacha, seguía metida en lo que fuera que la había hecho llorar como una magdalena.
— Chantal, qué bonito nombre. — Halagó con una sonrisa. Asintió, sin perderla, cuando dijo que era soltera y solo acompañaba. Aquello sonaba a lo que sonaba, pero acto seguido añadió que era como asesora. — ¡Ah! No me diga que he acertado infiriendo que se dedica usted al arte. Calo rápido a las personas. — Aseguró, ampliando la sonrisa. Menos mal, quizá así si John la veía con ella la dejara tener una conocida sin aspavientos porque fuera de mala vida. Pero la chica seguía triste. — Bueno, eso es del todo incorrecto querida. Si venía acompañando a un hombre, y supongo que sí, porque aquí casi todos son hombres, debe saber que nuestro valor no reside en si ellos nos reconocen o nos quieren a su lado para una u otra cosa. — Si no, ella ya se habría vuelto loca. — Si no en el que nosotras mismas nos demos, y ahora mismo tiene que darse por lo menos el valor de haberme ayudado porque yo estaba sola y perdida por este edificio. Y si es usted asesora, seguro que ha contribuido en las concepciones que se van a poner hoy en valor aquí. Le den el crédito o no. Ya solo por eso, es una compañía fabulosa para mí. —
Justo por donde estaban andando se oyó un cambio de ponente, por unos aplausos al anunciar a alguien. — Oh, parece que no va a hacer falta que me acompañe. Mi marido estará preparando su discurso, y puedo verlo desde aquí, o al menos oírlo, y así no molestaré a nadie al entrar. — Se asomó por una portezuela que daba a un pequeño palco, probablemente utilitario o para el servicio, porque no tenía muy buena visión. — Oh, es monsieur Desvalliéres, aún queda para que salga John, probablemente furioso porque no han dicho lo que él quería. — Tomó del brazo a Chantal y susurró. — ¿Quiere ver el discurso o me hace un tour privado por el edificio para que lo entienda con una experta y no piense que es simplemente bonito?
Frunció el ceño cuando dijo que no entendía de arte pero sí de las otras cosas. — Pues ya es más de lo que entiendo yo, o muchos de los que están aquí. — Dijo con una risita, agarrándose las manos delante del regazo. — Verá, cualquiera puede tener opinión sobre lo que es bonito o no, ¿sabe? Yo misma, puedo decir “oh, qué edificio tan precioso” y no tener ni idea de cómo volver a él, o, a la vista está, no perderme por él, y ya ni hablemos de mantenerlo en pie. Aunque algo he aprendido viviendo en un palacete que se caía por todos los lados en Venecia. Su paraíso, si trabaja de eso, la contratarían en dos o tres edificios al día. — Le dijo con una risita cómplice. Bueno, no le iba mucho la conversación ligera a la muchacha, seguía metida en lo que fuera que la había hecho llorar como una magdalena.
— Chantal, qué bonito nombre. — Halagó con una sonrisa. Asintió, sin perderla, cuando dijo que era soltera y solo acompañaba. Aquello sonaba a lo que sonaba, pero acto seguido añadió que era como asesora. — ¡Ah! No me diga que he acertado infiriendo que se dedica usted al arte. Calo rápido a las personas. — Aseguró, ampliando la sonrisa. Menos mal, quizá así si John la veía con ella la dejara tener una conocida sin aspavientos porque fuera de mala vida. Pero la chica seguía triste. — Bueno, eso es del todo incorrecto querida. Si venía acompañando a un hombre, y supongo que sí, porque aquí casi todos son hombres, debe saber que nuestro valor no reside en si ellos nos reconocen o nos quieren a su lado para una u otra cosa. — Si no, ella ya se habría vuelto loca. — Si no en el que nosotras mismas nos demos, y ahora mismo tiene que darse por lo menos el valor de haberme ayudado porque yo estaba sola y perdida por este edificio. Y si es usted asesora, seguro que ha contribuido en las concepciones que se van a poner hoy en valor aquí. Le den el crédito o no. Ya solo por eso, es una compañía fabulosa para mí. —
Justo por donde estaban andando se oyó un cambio de ponente, por unos aplausos al anunciar a alguien. — Oh, parece que no va a hacer falta que me acompañe. Mi marido estará preparando su discurso, y puedo verlo desde aquí, o al menos oírlo, y así no molestaré a nadie al entrar. — Se asomó por una portezuela que daba a un pequeño palco, probablemente utilitario o para el servicio, porque no tenía muy buena visión. — Oh, es monsieur Desvalliéres, aún queda para que salga John, probablemente furioso porque no han dicho lo que él quería. — Tomó del brazo a Chantal y susurró. — ¿Quiere ver el discurso o me hace un tour privado por el edificio para que lo entienda con una experta y no piense que es simplemente bonito?
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
Negó rápida y humildemente, con una única sacudida de cabeza y una leve sonrisa que hacía parecer más que quien debía una disculpa era Chantal. Una mujer que había vivido en Italia y que debía ser inglesa por su nombre, que sabía italiano, inglés seguramente de nacimiento y que estaba conversando en francés, se estaba disculpando por si su dicción en este último no era buena... En serio, ¿qué pintaba ella, alguien como Chantal, entre tanta elegancia, cultura y educación? Maldito Dios que había puesto ojos en ella para ver las cosas que veía, sin darle el estatus correspondiente. Estaba segura de que en esos momentos estaría mucho más feliz lavando ropa en un río.
Pero la afirmación de la mujer la hizo parpadear, mirándola. Debía ser una burla, ¿ella saber más que la señora de Ruskin o que, en palabras textuales, "cualquiera de los que estaban allí"? Lo dudaba profundamente. Escuchó su razonamiento y sonrió con amargura. — Precioso me parecería creer que esas palabras son ciertas. — Bajó la mirada. — No se ofenda usted... Siento si sueno tan apesadumbrada... Pero no, no trabajo de eso. Solo... solo tengo ojos en la cara para quien quiera usarlos. Quien pueda darles provecho, más bien. Unos ojos para ver y una boca para trasladar la información, por vaga que sea, a quien sepa emplearla. — Se encogió de hombros, volviendo a mirarla con la sonrisa triste. — Contratarían al que sepa qué hacer con ella. —
Notó que se ruborizaba como una idiota, lo que le hizo bajar la mirada otra vez. — Gracias. Sois muy amable. — Musitó. Peor aún, más culpable se sintió, ante la alegría de la mujer por haber acertado que se dedicaba al arte, porque nada más lejos de la realidad. Negó. — No... no, lo siento, siento la confusión. No piense que la engaño, como le digo, yo de arte no entiendo, pero asesoro... ayudo... Intento aportar mi visión en lo que pueda a... un artista, un hombre de ese mundo. A eso me refería. Mas solo soy... — Bajó la mirada. — Una mujer en la sombra. — La subió de nuevo y se forzó a esa misma sonrisa fruncida y triste, que trataba de ser cortés y que, sin embargo, seguro que era demasiado vulgar. Y si realmente la mujer frente a sí no era una lunática y se creía firmemente que calaba a las personas, no tardaría en "calar" que Chantal no era nadie y dejar de perder el tiempo con ella.
Su siguiente discurso, en cambio, la descolocó, y al igual que la tristeza no pudo disimularlo en su rostro. Oh, realmente empezaba a sospechar que era una lunática. ¿Por qué se creía que eran hombres todos los de allí? ¿Que ellas solo eran sus compañeras? Así estaba el mundo construido y pobre de aquella que se ilusionara con lo contrario, Chantal podía hablar en primera persona de ello. Solo estaba tomando conciencia de la realidad. — Lo que decís es hermoso, pero... — Empezó, pero la mujer continuó. Y algo dentro de ella... deseaba agarrarse a esas palabras como si fueran su única tabla de salvación. Pero solo la hundirían más, estaba segura. Violet le había dejado bien clarito que no era nadie y solo le estaba diciendo la realidad pura y dura. Aferrarse al discurso esperanzado de una desconocida, que si bien mujer no pertenecía ni de lejos a su clase social... pero Chantal era una tonta y, al parecer, tropezaría otra vez con la piedra de confiar en quien no debía y hacerse ilusiones para nada.
— Bien, la he ayudado... y usted me ha dado crédito. — Dijo con voz musitada, mirándola con prudencia. Se encogió de hombros. — Pero, si así fuera, si las aportaciones de Violet... — Oh. Maldita sea, se le había escapado el nombre. Carraspeó mudamente, con la mirada baja, rezando porque no le hubiera oído, o más bien porque no le hubiera reconocido el nombre, así que continuó como si tal cosa. — Si las aportaciones de a quien acompaño son mérito mío o no, no habrá quien lo crea o considere si no se me da el crédito. Tampoco lo creerían si yo quisiera dármelo, solo con verme... — Una cría vestida con unos trajes prestados y aun así claramente de baja clase que anda llorando por las esquinas. — Aunque... supongo que lo de la compañía puedo aceptarlo. — Dijo con una sonrisa leve. Más que aceptarlo, era lo mejor que tenía en esos momentos, lo único para no sentirse tan sola. Aunque fuera un espejismo o un error.
La mujer entonces se asomó a una portezuela para ver quién era el siguiente ponente, y cuando dijo que su marido estaría enfadado de esa forma tan divertida no pudo evitar que se le escapara una risilla, que se vio obligada a taparse tras una mano con vergüenza. La sugerencia la tomó descolocada de nuevo, tanto que parpadeó, ruborizándose ligeramente. — ¿Ver el discurso? — Movió los ojos a su alrededor, como si fuera a encontrar allí la respuesta. — Si no estoy para... el de... — Tragó saliva. ¿De verdad se creía que a Violet le importaba que ella estuviera presente? ¿De verdad se iba a enfadar? ¿La vería acaso? Pero ¿y si no la veía y luego la pagaba con ella? ¿Y si la echaba de su vida? ¿Sería malo eso? ¿Y si...? Demasiados miedos y preguntas por su cabeza. Miró al ponente. Ah, no, desde luego no le interesaba para nada. Tragó saliva y volvió la vista a la mujer. — La acompaño. Prefiero pasear. — Sonrió levemente. — Aunque... ¿Podemos estar de vuelta para...? Bueno, quisiera escuchar a mi acompañante, y que usted... — Se mordió el labio, con una pausa. — Quiero que le oiga usted, y me diga lo que piensa. Yo tengo ojos, y veo cosas, y las digo como puedo, ahora lo va a comprobar, que mis conocimientos no pasan del "eso se cae" o "ahí quedaría bonito un arco o algo que tape eso tan feo y agrietado". Pero él habla de las cosas con conocimiento. Quisiera... su opinión... sobre lo que él dice. — Porque Chantal se extasiaba escuchándole y esa había sido su perdición. Pero quizás, si otra mujer le oía... si le pasaba o que a ella o por contra decía... otra cosa... Quizás podría abrir los ojos para dejar de mirar edificios y mirar su propia vida.
Comenzaron a caminar, ambas el brazo, al principio en silencio. ¿Y ahora qué? Iba con una dama de alta clase paseando, se había metido en un brete, como si ella fuera alguien. Pero entonces, vio algo. — Mire, ¿eso lo ve? Aquello de allí. Donde las hojas labradas de madera. — Señaló a una esquina del altísimo techo. — Está mala. Bueno, la madera no, lo de encima. Es dorado pero no es oro, ¿pan de oro? No lo sé. Pero ¿ve? Mire allí. — Señaló unos metros más a la derecha. — Y vuelva a mirar allí. — Volvió a señalar la esquina. — ¿Ve que el color es distinto? Está como... ¿Verdoso, puede ser? U otro tipo de marrón... Pero debería ser color oro, y no lo es. Si se pudiera... pintar por encima, o quitarlo y ponerlo de nuevo... Pero la cuestión es que no está bien, no está como el otro. — Tragó saliva y siguió avanzando. A lo lejos se entreveía una sala amplia tras una puerta abierta. — Y allí, esa zona tan diáfana. — Encogió un hombro. — ¿Ha visto el portón de la entrada? Si se pudiera replicar, pero un poco más pequeño... poner unas figuras o labrados, porque esa sala es demasiado... ¿Vacía? En comparación con todo lo demás, tiene... como pocas cosas, es más sosa. Hay dorados pero en las paredes, como pintado, hay poco labrado y mucho espacio libre. Algo como lo de la puerta, lo haría más... ¿Armónico? Más del estilo del resto del edificio. — Se detuvo, suspirando, un poco harta de sí misma. — ¿Ve? No se expresarme en absoluto. Pero cuando digo estas cosas, él las caza al vuelo, como si las viera. Y las transforma, las transforma en arte real. ¿Pero qué he dicho yo? No he dicho nada. Solo digo cuatro palabras y él escribe un libro. ¿Qué haría yo sola? —
Pero la afirmación de la mujer la hizo parpadear, mirándola. Debía ser una burla, ¿ella saber más que la señora de Ruskin o que, en palabras textuales, "cualquiera de los que estaban allí"? Lo dudaba profundamente. Escuchó su razonamiento y sonrió con amargura. — Precioso me parecería creer que esas palabras son ciertas. — Bajó la mirada. — No se ofenda usted... Siento si sueno tan apesadumbrada... Pero no, no trabajo de eso. Solo... solo tengo ojos en la cara para quien quiera usarlos. Quien pueda darles provecho, más bien. Unos ojos para ver y una boca para trasladar la información, por vaga que sea, a quien sepa emplearla. — Se encogió de hombros, volviendo a mirarla con la sonrisa triste. — Contratarían al que sepa qué hacer con ella. —
Notó que se ruborizaba como una idiota, lo que le hizo bajar la mirada otra vez. — Gracias. Sois muy amable. — Musitó. Peor aún, más culpable se sintió, ante la alegría de la mujer por haber acertado que se dedicaba al arte, porque nada más lejos de la realidad. Negó. — No... no, lo siento, siento la confusión. No piense que la engaño, como le digo, yo de arte no entiendo, pero asesoro... ayudo... Intento aportar mi visión en lo que pueda a... un artista, un hombre de ese mundo. A eso me refería. Mas solo soy... — Bajó la mirada. — Una mujer en la sombra. — La subió de nuevo y se forzó a esa misma sonrisa fruncida y triste, que trataba de ser cortés y que, sin embargo, seguro que era demasiado vulgar. Y si realmente la mujer frente a sí no era una lunática y se creía firmemente que calaba a las personas, no tardaría en "calar" que Chantal no era nadie y dejar de perder el tiempo con ella.
Su siguiente discurso, en cambio, la descolocó, y al igual que la tristeza no pudo disimularlo en su rostro. Oh, realmente empezaba a sospechar que era una lunática. ¿Por qué se creía que eran hombres todos los de allí? ¿Que ellas solo eran sus compañeras? Así estaba el mundo construido y pobre de aquella que se ilusionara con lo contrario, Chantal podía hablar en primera persona de ello. Solo estaba tomando conciencia de la realidad. — Lo que decís es hermoso, pero... — Empezó, pero la mujer continuó. Y algo dentro de ella... deseaba agarrarse a esas palabras como si fueran su única tabla de salvación. Pero solo la hundirían más, estaba segura. Violet le había dejado bien clarito que no era nadie y solo le estaba diciendo la realidad pura y dura. Aferrarse al discurso esperanzado de una desconocida, que si bien mujer no pertenecía ni de lejos a su clase social... pero Chantal era una tonta y, al parecer, tropezaría otra vez con la piedra de confiar en quien no debía y hacerse ilusiones para nada.
— Bien, la he ayudado... y usted me ha dado crédito. — Dijo con voz musitada, mirándola con prudencia. Se encogió de hombros. — Pero, si así fuera, si las aportaciones de Violet... — Oh. Maldita sea, se le había escapado el nombre. Carraspeó mudamente, con la mirada baja, rezando porque no le hubiera oído, o más bien porque no le hubiera reconocido el nombre, así que continuó como si tal cosa. — Si las aportaciones de a quien acompaño son mérito mío o no, no habrá quien lo crea o considere si no se me da el crédito. Tampoco lo creerían si yo quisiera dármelo, solo con verme... — Una cría vestida con unos trajes prestados y aun así claramente de baja clase que anda llorando por las esquinas. — Aunque... supongo que lo de la compañía puedo aceptarlo. — Dijo con una sonrisa leve. Más que aceptarlo, era lo mejor que tenía en esos momentos, lo único para no sentirse tan sola. Aunque fuera un espejismo o un error.
La mujer entonces se asomó a una portezuela para ver quién era el siguiente ponente, y cuando dijo que su marido estaría enfadado de esa forma tan divertida no pudo evitar que se le escapara una risilla, que se vio obligada a taparse tras una mano con vergüenza. La sugerencia la tomó descolocada de nuevo, tanto que parpadeó, ruborizándose ligeramente. — ¿Ver el discurso? — Movió los ojos a su alrededor, como si fuera a encontrar allí la respuesta. — Si no estoy para... el de... — Tragó saliva. ¿De verdad se creía que a Violet le importaba que ella estuviera presente? ¿De verdad se iba a enfadar? ¿La vería acaso? Pero ¿y si no la veía y luego la pagaba con ella? ¿Y si la echaba de su vida? ¿Sería malo eso? ¿Y si...? Demasiados miedos y preguntas por su cabeza. Miró al ponente. Ah, no, desde luego no le interesaba para nada. Tragó saliva y volvió la vista a la mujer. — La acompaño. Prefiero pasear. — Sonrió levemente. — Aunque... ¿Podemos estar de vuelta para...? Bueno, quisiera escuchar a mi acompañante, y que usted... — Se mordió el labio, con una pausa. — Quiero que le oiga usted, y me diga lo que piensa. Yo tengo ojos, y veo cosas, y las digo como puedo, ahora lo va a comprobar, que mis conocimientos no pasan del "eso se cae" o "ahí quedaría bonito un arco o algo que tape eso tan feo y agrietado". Pero él habla de las cosas con conocimiento. Quisiera... su opinión... sobre lo que él dice. — Porque Chantal se extasiaba escuchándole y esa había sido su perdición. Pero quizás, si otra mujer le oía... si le pasaba o que a ella o por contra decía... otra cosa... Quizás podría abrir los ojos para dejar de mirar edificios y mirar su propia vida.
Comenzaron a caminar, ambas el brazo, al principio en silencio. ¿Y ahora qué? Iba con una dama de alta clase paseando, se había metido en un brete, como si ella fuera alguien. Pero entonces, vio algo. — Mire, ¿eso lo ve? Aquello de allí. Donde las hojas labradas de madera. — Señaló a una esquina del altísimo techo. — Está mala. Bueno, la madera no, lo de encima. Es dorado pero no es oro, ¿pan de oro? No lo sé. Pero ¿ve? Mire allí. — Señaló unos metros más a la derecha. — Y vuelva a mirar allí. — Volvió a señalar la esquina. — ¿Ve que el color es distinto? Está como... ¿Verdoso, puede ser? U otro tipo de marrón... Pero debería ser color oro, y no lo es. Si se pudiera... pintar por encima, o quitarlo y ponerlo de nuevo... Pero la cuestión es que no está bien, no está como el otro. — Tragó saliva y siguió avanzando. A lo lejos se entreveía una sala amplia tras una puerta abierta. — Y allí, esa zona tan diáfana. — Encogió un hombro. — ¿Ha visto el portón de la entrada? Si se pudiera replicar, pero un poco más pequeño... poner unas figuras o labrados, porque esa sala es demasiado... ¿Vacía? En comparación con todo lo demás, tiene... como pocas cosas, es más sosa. Hay dorados pero en las paredes, como pintado, hay poco labrado y mucho espacio libre. Algo como lo de la puerta, lo haría más... ¿Armónico? Más del estilo del resto del edificio. — Se detuvo, suspirando, un poco harta de sí misma. — ¿Ve? No se expresarme en absoluto. Pero cuando digo estas cosas, él las caza al vuelo, como si las viera. Y las transforma, las transforma en arte real. ¿Pero qué he dicho yo? No he dicho nada. Solo digo cuatro palabras y él escribe un libro. ¿Qué haría yo sola? —
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
Effie alzó las cejas a lo de los ojos y la boca. — Pues, querida, ya es más de lo que he visto que tienen muchos intelectuales. Mire, la mayor parte de ellos tiene ojos pero no sabe qué hacer con ellos, solo saben hablar de la belleza, pero si la tuvieran delante, no sabrían reconocerla, solo seguir teorizando y leyendo tratados interminables y absurdos. — Entornó los ojos un segundo y se contuvo de decir “como el mío, vaya, que mucho hacer estudios anatómicos y no ha sido capaz de verme sin el camisón”. — Y respecto a la boca… — Rio bajito y señaló con el pulgar hacia la sala. — Convendrá conmigo en que la mayoría de ellos solo la usa para decir estupideces o loarse a sí mismos, así que si usted la usa para transmitir lo que ve… Ya es de más valía seguro. — Pobre joven, se la veía muy convencida de su poco valor y… A Effie ya le parecía un triunfo no estar simplemente casada, sino estar trabajando, aunque no le concedieran un lugar allí porque, bueno, como ambas sabían, no iba a suceder. — Pues yo creo que no ha habido ningún malentendido. Todos dicen que el insoportable de Merimée es literato e intelectual… Y solo ha plasmado sus fantasías en papel y eso ha completado las fantasías de todos los demás… — La miró. — Para mí, su trabajo es tan válido e importante como el de todos los demás. Más si cabe, teniendo en cuenta lo poco que tienden a valorarnos. — Ladeó la cabeza y se permitió la confianza de alzarle la barbilla suavemente a Chantal. — ¿Sabe cuántas mujeres válidas e inteligentes en la sombra he conocido? — Rio con un poco de tristeza. — Todas. Los hombres no soportan bajarse de su posición de poder, madmoiselle Garnier. Pero que no nos dejen salir a la luz no significa que pertenezcamos a las sombras. —
Y entonces a la chica se le escapó un nombre, uno que a Effie no podría pasarle desapercibido, porque sospechaba que su marido lo pronunciaba más que el suyo propio. Solo había un Violet-Le-Duc. ¿Qué pensaría John si se enterara de que estaba hablando con una ayudante de su enemigo? Nada, no pensaría nada, porque John nunca pensaba nada respecto a ella. Probablemente al estar Violet en la ecuación reaccionaría algo más, pero… Ah, pero a Effie le preocupaba más la cara que se le había puesto a la pobre Chantal, que ahora parecía confusa y agobiada entre irse o quedarse. Pero al final decidió pasear, a condición de volver. — Claro, claro… Es apropiado que quiera verle. — Se extrañó a lo de que ella le oyera… ¿Querría que se convenciera de las teorías de Violet? A Effie no podía importarle menos, sinceramente, si se cambiaba una vidriera de una iglesia o no, pero si Chantal se lo pedía. — Lo veré y comentaremos. Y si quiere usted ver y comentar el de mi marido, pues mire, se lo agradeceré también, siempre está bien oír al bando contrario… — Le palmeó la mano con una sonrisa y bajó la voz. — Es broma, querida, no podría parecerme más absurdo el pique entre su compañero y mi marido, porque sería taaaaan fácil entender que en el término está la virtud… —
Y entonces, Chantal empezó a contarle cosas sobre lo que iban viendo… Y los ojos de Effie parecieron encontrar una nueva utilidad y comenzaron a trazar los patrones que las explicaciones de Chantal dibujaban. — Sí, sí, es pan de oro… — Comentó, mientras miraba alucinada lo que señalaba. Era verdad, tenían colores distintos y… — ¡Claro que estaría más armónico! Más bello, desde luego… — Miró a la chica, francamente sorprendida. — Tiene usted los ojos más observadores y, usando su propia palabra, armónicos, que he visto jamás, aunque sospecho que no serían nada sin su cerebro, querida… Tiene usted mucho más talento que la mayoría de ayudantes de John, cuya única virtud es, sin duda, adularle y seguir ciegamente su corriente. — Parpadeó con sorpresa. — ¿Que no sabe expresarse? Pues yo la he entendido divinamente, de hecho, ninguno de esos me lo ha explicado nunca tan bien como usted. — Y ahí sí frunció el ceño. — ¿Él escribe un libro con sus palabras? Pues bien podría usted escribir el suyo por sí misma. Yo me lo leería. — Dijo muy segura. No le gustaba nada el tinte que tenía aquello. Levantó la vista a la cúpula central y la señaló. — ¿Ve? Yo no entendería jamás cómo se sostiene esto… Y usted… Parece saber cuándo algo está bien construido y cuándo no. —
Y entonces a la chica se le escapó un nombre, uno que a Effie no podría pasarle desapercibido, porque sospechaba que su marido lo pronunciaba más que el suyo propio. Solo había un Violet-Le-Duc. ¿Qué pensaría John si se enterara de que estaba hablando con una ayudante de su enemigo? Nada, no pensaría nada, porque John nunca pensaba nada respecto a ella. Probablemente al estar Violet en la ecuación reaccionaría algo más, pero… Ah, pero a Effie le preocupaba más la cara que se le había puesto a la pobre Chantal, que ahora parecía confusa y agobiada entre irse o quedarse. Pero al final decidió pasear, a condición de volver. — Claro, claro… Es apropiado que quiera verle. — Se extrañó a lo de que ella le oyera… ¿Querría que se convenciera de las teorías de Violet? A Effie no podía importarle menos, sinceramente, si se cambiaba una vidriera de una iglesia o no, pero si Chantal se lo pedía. — Lo veré y comentaremos. Y si quiere usted ver y comentar el de mi marido, pues mire, se lo agradeceré también, siempre está bien oír al bando contrario… — Le palmeó la mano con una sonrisa y bajó la voz. — Es broma, querida, no podría parecerme más absurdo el pique entre su compañero y mi marido, porque sería taaaaan fácil entender que en el término está la virtud… —
Y entonces, Chantal empezó a contarle cosas sobre lo que iban viendo… Y los ojos de Effie parecieron encontrar una nueva utilidad y comenzaron a trazar los patrones que las explicaciones de Chantal dibujaban. — Sí, sí, es pan de oro… — Comentó, mientras miraba alucinada lo que señalaba. Era verdad, tenían colores distintos y… — ¡Claro que estaría más armónico! Más bello, desde luego… — Miró a la chica, francamente sorprendida. — Tiene usted los ojos más observadores y, usando su propia palabra, armónicos, que he visto jamás, aunque sospecho que no serían nada sin su cerebro, querida… Tiene usted mucho más talento que la mayoría de ayudantes de John, cuya única virtud es, sin duda, adularle y seguir ciegamente su corriente. — Parpadeó con sorpresa. — ¿Que no sabe expresarse? Pues yo la he entendido divinamente, de hecho, ninguno de esos me lo ha explicado nunca tan bien como usted. — Y ahí sí frunció el ceño. — ¿Él escribe un libro con sus palabras? Pues bien podría usted escribir el suyo por sí misma. Yo me lo leería. — Dijo muy segura. No le gustaba nada el tinte que tenía aquello. Levantó la vista a la cúpula central y la señaló. — ¿Ve? Yo no entendería jamás cómo se sostiene esto… Y usted… Parece saber cuándo algo está bien construido y cuándo no. —
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
Torció una sonrisa amarga. — Saben bienutilizar a quien sí los tiene. — Sí, era probable que muchos intelectuales, tal y como decía su improvisada acompañante, no supieran usar sus ojos. Pero sí sabían detectar cuando alguien que no podía acceder a los créditos que ellos sí los tenía, y podían serles útiles. Lo que le pasaba a ella con Violet, básicamente. Frunció los labios y trató de contener una risa, con las mejillas sonrosadas y mirando apurada a los lados. ¿Esa mujer acababa de decir que los hombres de ahí dentro eran poco menos que charlatanes? Oh, sí que se iba a meter en un problema como siguiera con ella... Pero le había hecho mucha gracia. Ella nunca se habría atrevido a decirlo así.
Ladeó varias veces la cabeza, con la mirada baja. No quería contrariar a una mujer de su posición, pero dudaba muchísimo que sus aportaciones fueran siquiera la cuarta parte de válidas que las de esos hombres tan formados, cuanto menos "igual o más". Qué disparate. Pero ¿perdía algo por alimentar esa bonita fantasía durante unas horas? ¿Acaso no llevaba años alimentando las que Violet le hacía creer? Tampoco pasaría nada si se pensase válida porque otra mujer se lo decía, aunque fuera por un ratito. Esperaba que la caída luego no fuese demasiado brusca.
Y entonces le alzó la barbilla, lo que la tensó levemente, mientras la miraba con los ojos aún llorosos. Lo que decía sonaba tan bonito como triste. Soltó aire entre los labios. — ¿Y de qué sirve, pues? ¿Para qué somos válidas? Meras herramientas de las que ellos sacan crédito. El mundo no funcionaría de otra manera. ¿Quién nos iba a escuchar a nosotras? — Bajó la mirada de nuevo. — Da igual, al final, cuán válidas seamos. Siempre quedará la duda de si fue de ellos o nuestro, y la gente prefiere creer lo que ven sus ojos y oyen sus oídos, porque lo que hay detrás... es complicado. — Ladeó la sonrisa triste de nuevo, mirándola. — Como hago yo. Veo lo exterior, y el que tiene capacidad para ver lo de dentro es él. ¿No es lo mismo? —
Asintió agradecida no solo a que ella aceptara ver el discurso de Violet, sino a que le propusiera ver el de su marido. — Sería un honor, señora Ruskin. — Aunque probablemente no entienda nada, pensó, y qué vergüenza pasaría de mostrarlo ante esa mujer tan amable y que parecía creer en ella. Pero sería maleducado rechazar su petición después de que ella hubiera aceptado la suya, además de que su posición era mayor que la de Chantal, no se creía con potestad de rechazarla. Demasiado que le andaba pidiendo cosas. Y, sin embargo, después dijo que era una broma. Volvió a fruncir los labios... pero ya no pudo evitar reír. — No sabía que estuvieran peleados... Oh, Dios, ¿están peleados? — Al decirlo tomó conciencia, y si era así... Sí que se iba a meter en un buen lío. Pero las palabras de la mujer le habían hecho gracia. — Es usted divertida, señora Ruskin... Quizás si les escuchamos a ambos lleguemos a entender el por qué de su rivalidad. O quizás no lo hagamos, y eso sería más prueba de la ridiculez de sus argumentos que de nuestra posible incapacidad. — Y rio levemente.
La reacción de la mujer la sorprendió, tanto que la miraba incrédula. — ¿En serio lo dice? — Se sonrojó y bajó la mirada de nuevo. — Gracias... Al final va a hacer que me lo crea realmente. — Trató de bromear. Oh, no, no podría venirse demasiado arriba, Violet la bajaría de golpe y sería peor. Aunque lo del libro la hizo reír. — ¿Se imagina? Oh, una mujer sin cultura ni estatus alguno como yo escribiendo un libro. ¿Quién lo compraría? ¿Y qué narraría en él? ¿"Un día vi una esquina en un lugar, que pareciera dorada más no hecha de oro, quién sabe, y decidí que estaba mala, como quien padece un resfriado"? No sé si lanzarían antes a la hoguera al libro o a mí. — Bromeaba, aunque no sin cierta amargura en la voz, y desde luego creyendo lo que decía. Pero luego miró al techo, donde la mujer señalaba. — Oh, es toda una estructura. Es... ¿Ha visto usted las varas de las faldas voluminosas? Esas que las señoras de alta cuna ponen en sus caderas y sus vestidos son mucho más grandes, sí, lo he visto en dibujos... Pues es como esas faldas, pero por dentro. Como si... agarraran el techo. Tiene algo mágico, no sé explicarlo desde la ciencia, pero en mi cabeza tiene todo el sentido. — Miró con ojos ilusionados la cúpula. — Si algo me fascina... son las pinturas en él. Me parece tan precioso e increíble que alguien pueda pintar ahí, así. — Se mordió un poco el labio. — Por eso me preocupa cuando se ponen malas o estropean. ¿Y si se viniera abajo? Qué gran pérdida para la humanidad no volver a admirar esto. — Miró a la mujer. — Violet piensa que todo se puede... ¿Mejorar? No es exactamente eso. Bueno, sí, pero... Replicar, por decirlo de alguna forma. Hay cosas de hace siglos que pueden estar perjudicadas, o son proyectos que no llegaron a terminarse. Él dice que es una pena que se quedara a medias, y que es capaz de replicar el estilo para que parezca de aquella época. ¿No es fascinante? Donde solo hay una torre porque no dio tiempo a construir más, él podría poner dos, y la gente, dentro de muchos siglos, no sabría diferenciar cuándo se hizo, de tal maestría que empleó en replicarla. Es... bonito, en cierta manera. Violet siempre sueña a lo grande. — Volvió a mirar con melancolía la cúpula y añadió. — Yo simplemente... temo que se destruya lo que ya está creado. —
Ladeó varias veces la cabeza, con la mirada baja. No quería contrariar a una mujer de su posición, pero dudaba muchísimo que sus aportaciones fueran siquiera la cuarta parte de válidas que las de esos hombres tan formados, cuanto menos "igual o más". Qué disparate. Pero ¿perdía algo por alimentar esa bonita fantasía durante unas horas? ¿Acaso no llevaba años alimentando las que Violet le hacía creer? Tampoco pasaría nada si se pensase válida porque otra mujer se lo decía, aunque fuera por un ratito. Esperaba que la caída luego no fuese demasiado brusca.
Y entonces le alzó la barbilla, lo que la tensó levemente, mientras la miraba con los ojos aún llorosos. Lo que decía sonaba tan bonito como triste. Soltó aire entre los labios. — ¿Y de qué sirve, pues? ¿Para qué somos válidas? Meras herramientas de las que ellos sacan crédito. El mundo no funcionaría de otra manera. ¿Quién nos iba a escuchar a nosotras? — Bajó la mirada de nuevo. — Da igual, al final, cuán válidas seamos. Siempre quedará la duda de si fue de ellos o nuestro, y la gente prefiere creer lo que ven sus ojos y oyen sus oídos, porque lo que hay detrás... es complicado. — Ladeó la sonrisa triste de nuevo, mirándola. — Como hago yo. Veo lo exterior, y el que tiene capacidad para ver lo de dentro es él. ¿No es lo mismo? —
Asintió agradecida no solo a que ella aceptara ver el discurso de Violet, sino a que le propusiera ver el de su marido. — Sería un honor, señora Ruskin. — Aunque probablemente no entienda nada, pensó, y qué vergüenza pasaría de mostrarlo ante esa mujer tan amable y que parecía creer en ella. Pero sería maleducado rechazar su petición después de que ella hubiera aceptado la suya, además de que su posición era mayor que la de Chantal, no se creía con potestad de rechazarla. Demasiado que le andaba pidiendo cosas. Y, sin embargo, después dijo que era una broma. Volvió a fruncir los labios... pero ya no pudo evitar reír. — No sabía que estuvieran peleados... Oh, Dios, ¿están peleados? — Al decirlo tomó conciencia, y si era así... Sí que se iba a meter en un buen lío. Pero las palabras de la mujer le habían hecho gracia. — Es usted divertida, señora Ruskin... Quizás si les escuchamos a ambos lleguemos a entender el por qué de su rivalidad. O quizás no lo hagamos, y eso sería más prueba de la ridiculez de sus argumentos que de nuestra posible incapacidad. — Y rio levemente.
La reacción de la mujer la sorprendió, tanto que la miraba incrédula. — ¿En serio lo dice? — Se sonrojó y bajó la mirada de nuevo. — Gracias... Al final va a hacer que me lo crea realmente. — Trató de bromear. Oh, no, no podría venirse demasiado arriba, Violet la bajaría de golpe y sería peor. Aunque lo del libro la hizo reír. — ¿Se imagina? Oh, una mujer sin cultura ni estatus alguno como yo escribiendo un libro. ¿Quién lo compraría? ¿Y qué narraría en él? ¿"Un día vi una esquina en un lugar, que pareciera dorada más no hecha de oro, quién sabe, y decidí que estaba mala, como quien padece un resfriado"? No sé si lanzarían antes a la hoguera al libro o a mí. — Bromeaba, aunque no sin cierta amargura en la voz, y desde luego creyendo lo que decía. Pero luego miró al techo, donde la mujer señalaba. — Oh, es toda una estructura. Es... ¿Ha visto usted las varas de las faldas voluminosas? Esas que las señoras de alta cuna ponen en sus caderas y sus vestidos son mucho más grandes, sí, lo he visto en dibujos... Pues es como esas faldas, pero por dentro. Como si... agarraran el techo. Tiene algo mágico, no sé explicarlo desde la ciencia, pero en mi cabeza tiene todo el sentido. — Miró con ojos ilusionados la cúpula. — Si algo me fascina... son las pinturas en él. Me parece tan precioso e increíble que alguien pueda pintar ahí, así. — Se mordió un poco el labio. — Por eso me preocupa cuando se ponen malas o estropean. ¿Y si se viniera abajo? Qué gran pérdida para la humanidad no volver a admirar esto. — Miró a la mujer. — Violet piensa que todo se puede... ¿Mejorar? No es exactamente eso. Bueno, sí, pero... Replicar, por decirlo de alguna forma. Hay cosas de hace siglos que pueden estar perjudicadas, o son proyectos que no llegaron a terminarse. Él dice que es una pena que se quedara a medias, y que es capaz de replicar el estilo para que parezca de aquella época. ¿No es fascinante? Donde solo hay una torre porque no dio tiempo a construir más, él podría poner dos, y la gente, dentro de muchos siglos, no sabría diferenciar cuándo se hizo, de tal maestría que empleó en replicarla. Es... bonito, en cierta manera. Violet siempre sueña a lo grande. — Volvió a mirar con melancolía la cúpula y añadió. — Yo simplemente... temo que se destruya lo que ya está creado. —
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1. The women in the shadows
Effie — París — Primera reunión
— ¡Claro que no es lo mismo! — Exclamó, quizá demasiado alto. — Si un buen día usted se decidiera a abandonar el lado de Violet, se vería que gran parte de su talento viene de usted. Y quién sabe si no habrá por ahí alguien que le reconozca mejor, querida. — Levantó un poco la mano en un gesto disuasorio. — No le recomiendo a John, eso sí, él vive en su propia burbuja, solo reconoce el talento de pintores y artistas en general, no a nivel personal, sino técnico. En general, John y las personas no es una buena combinación. — Le puso una sonrisa de reafirmación.
— Pues claro que lo creo. — Contestó de corazón. Effie parpadeó a lo del libro. — ¿Sabe cuántos hombres sin ningún talento han escrito libros o son considerados como estudiados o inteligentes? Y usted lo tiene, Chantal, el talento. Y aprender a escribir bien es una acción como otra cualquiera, se lo aseguro, y no me cabe duda de que puede aprenderla. — Claramente, a esa chica le decían cosas muy negativas a diario.
Atendió a lo que le explicaba de la cúpula y se le puso la misma expresión que cuando estaba en el colegio aprendiendo. — ¡Sí! Yo llevé de ese tipo de vestidos de pequeña. ¡Ahora tiene mucho más sentido! ¿Y dice usted que quién leería ese libro? ¡Yo misma, demonio! Estoy harta de los tratados que John considera sacrosantos y de los que no entiendo una palabra. — La señaló y puso una risilla traviesa. — Si no otra cosa, su libro serviría para que esta señora se entendiera con su marido. — Sonrió y miró las pinturas, sacando el labio inferior. — Pues tiene usted razón, pero no diga eso delante del señor Ruskin, le aseguro que podría enfrascarse en esa discusión durante horas… Pero son sin duda hermosas, perderlas sería un desastre. — La miró y se puso cómicamente seria. — Eso sí, no vaya usted nunca a Venecia, se va a morir de pena, allí hay pinturas maravillosas, y todas están al borde del colapso. — Pero luego le oyó hablar de Violet y sus teorías. Ah sí, eso sí lo controlaba bien… Y no se llevaría tan mal como ella había anticipado con John. — Yo opino como usted. Sería un crimen que ciertas cosas se perdieran, pero… ¿Por qué inventar? Usted hace bien en querer reparar lo que está… Enfermo en una estructura. Además lo explica muy bien… — Le tomó de una mano. — Oígame, no me conoce de nada, pero paso el día entre arquitectos y proyectistas, he vivido en una ciudad que se destruye… Y nunca había entendido tan bien todo lo que ello implicaba. Sí quisiera escribir un libro… Debería hacerlo. Y si no se atreve a escribirlo en Francia, yo conozco gente en Inglaterra que podría publicárselo, y si no sabe inglés, yo se lo traduzco, y así serviría de algo la educación de señoritinga perfecta que me dieron. — Se mordió el labio inferior. — Usted parece creer que Violet es un genio, y sí, es un gran arquitecto, pero genio es lo que tiene usted. — Miró por la rendija de la cortina hacia el teatro. — Oh, ahí va el mío. Verá, se pone nerviosísimo al hablar, y nunca transmite lo que quería decir… — Suspiró. — Mire, para que luego diga de la educación. No conozco a nadie que haya leído más que John, y ahí está, balbuceando como un colegial. —
— Pues claro que lo creo. — Contestó de corazón. Effie parpadeó a lo del libro. — ¿Sabe cuántos hombres sin ningún talento han escrito libros o son considerados como estudiados o inteligentes? Y usted lo tiene, Chantal, el talento. Y aprender a escribir bien es una acción como otra cualquiera, se lo aseguro, y no me cabe duda de que puede aprenderla. — Claramente, a esa chica le decían cosas muy negativas a diario.
Atendió a lo que le explicaba de la cúpula y se le puso la misma expresión que cuando estaba en el colegio aprendiendo. — ¡Sí! Yo llevé de ese tipo de vestidos de pequeña. ¡Ahora tiene mucho más sentido! ¿Y dice usted que quién leería ese libro? ¡Yo misma, demonio! Estoy harta de los tratados que John considera sacrosantos y de los que no entiendo una palabra. — La señaló y puso una risilla traviesa. — Si no otra cosa, su libro serviría para que esta señora se entendiera con su marido. — Sonrió y miró las pinturas, sacando el labio inferior. — Pues tiene usted razón, pero no diga eso delante del señor Ruskin, le aseguro que podría enfrascarse en esa discusión durante horas… Pero son sin duda hermosas, perderlas sería un desastre. — La miró y se puso cómicamente seria. — Eso sí, no vaya usted nunca a Venecia, se va a morir de pena, allí hay pinturas maravillosas, y todas están al borde del colapso. — Pero luego le oyó hablar de Violet y sus teorías. Ah sí, eso sí lo controlaba bien… Y no se llevaría tan mal como ella había anticipado con John. — Yo opino como usted. Sería un crimen que ciertas cosas se perdieran, pero… ¿Por qué inventar? Usted hace bien en querer reparar lo que está… Enfermo en una estructura. Además lo explica muy bien… — Le tomó de una mano. — Oígame, no me conoce de nada, pero paso el día entre arquitectos y proyectistas, he vivido en una ciudad que se destruye… Y nunca había entendido tan bien todo lo que ello implicaba. Sí quisiera escribir un libro… Debería hacerlo. Y si no se atreve a escribirlo en Francia, yo conozco gente en Inglaterra que podría publicárselo, y si no sabe inglés, yo se lo traduzco, y así serviría de algo la educación de señoritinga perfecta que me dieron. — Se mordió el labio inferior. — Usted parece creer que Violet es un genio, y sí, es un gran arquitecto, pero genio es lo que tiene usted. — Miró por la rendija de la cortina hacia el teatro. — Oh, ahí va el mío. Verá, se pone nerviosísimo al hablar, y nunca transmite lo que quería decir… — Suspiró. — Mire, para que luego diga de la educación. No conozco a nadie que haya leído más que John, y ahí está, balbuceando como un colegial. —
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1. The women in the shadows
Chantal — París — Primera reunión
Puso una sonrisa triste, mirándola de soslayo. — Es usted buena en exceso conmigo. — Suspiró, volviendo la vista al techo. — ¿Y quién lo haría? Violet no lo hace, su esposo tampoco... ¿Quién sería el hombre que me viera por encima de otro hombre? Porque que lo haga una mujer, visto está, no es como que sirva para mucho. — Sabía que hablaba desde la amargura permanente, que había dado por sentado que su vida sería esa, o peor, que estaba en lo mejor que podría llegar a conseguir alguien como ella. Y con tal perspectiva, soñar a lo grande es una opción que no se valora como probable.
Rio levemente, sin perder el toque triste. Pero son hombres, pensó, y con eso bastaba. Daba igual que no tuvieran talento: eran hombres, tenían oportunidades. Ella, no. Esa era su oportunidad, eso era todo lo lejos que podía llegar. Y lo de que era brillante... Ciertamente, solo aquella mujer se lo había dicho. ¿No era acaso más probable que fuera ella la equivocada, en vez del hombre que compartía con ella días y noches? Así que se limitó a seguir admirando el techo en silencio y no contestar. Era una mujer buena, y se notaba que trataba de animarla de corazón. No había por qué tirar su ánimo al suelo. Con los hombres ya se bastaban y sobraban para eso.
Eso sí, la reacción de la mujer a su descripción de la cúpula, aparte de sorprenderle sobremanera, la hizo llevarse una mano a la boca para esconder una sonrisilla. Oh, pero ¿con quién hablaba? Con una mujer que había llevado esos vestidos de pequeña, que había leído tratados, que tenía estatus, a quien uno de los hombres más importantes del arte había elegido por esposa, y con esa referencia iba por la vida, con la de ser la esposa de Ruskin, y no una acompañante que debe esconderse por las esquinas y que ha elegido su de lejos mejor vestido para ese evento y sigue pareciendo pertenecer al servicio. Suspiró para sí. — Yo puedo escribirle tratados si usted los quiere leer. — Dijo con cierto tono bromista, aunque en el fondo, casi le haría ilusión. — Si es capaz de ignorar mis faltas de ortografía, que tendré unas cuantas. — Al menos se sentía con la suficiente tranquilidad como para reconocer sus carencias sin miedo al escarnio.
A pesar de que la otra parecía bromear, sí que se espantó. — ¿Qué me dice? — Soltó un leve jadeo. — Siempre oí de Venecia que era señorial y hermosa. ¿Cómo que las pinturas se van a perder? ¿Y por qué nadie hace nada? ¿No está allí su marido y su equipo para eso mismo? — Ups, se había excedido. Bajó la mirada. — Discúlpeme. Ha sido la sorpresa. No pretendía... sonar juzgadora. Solo era curiosidad. — ¿Quién era ella para poner en tela de juicio lo que alguien como el señor Ruskin hacía en su trabajo? Esperaba no haber ofendido a su mujer. Pero entonces le habló en un tono muy serio y confidencial, y un escalofrío le recorrió el pecho. ¿Era eso una posibilidad real? Pero ¿cómo? ¿Ella? ¿Y si se metía en un problema? ¿Y abandonar a Violet? Porque lo consideraría una traición, seguro. Ni tiempo le dio a poder contestar, siquiera a pensar, porque Ruskin subía al podio para hablar, y tan impactada estaba, y deseosa de ser respetuosa ante una señora de tan exquisita educación, que guardó silencio y escuchó... Sí que se le veía nervioso. Y sonaba aburrido. Se mordió los labios, mirando de reojo a la señora Ruskin, tratando de ver si ella estaba interesada y entendiendo lo que decía... pero parecía aburrida también. — Señora... apenas estoy entendiendo nada de lo que su marido dice. — La miró de frente, con la mirada entristecida. — Entiendo que usted... lo vea así de sencillo. Pero yo no puedo. Yo no sé. Yo... — Se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo. — Nunca... nadie había confiado en mí como usted. Por favor, no se ofenda. Pero... no puedo arriesgarme... a que esté equivocada... y yo pierda lo poco que tengo. Si Violet se enterara de que intento... Es que no puedo ni decirlo sin sentirme una idiota. — Y justo los aplausos le indicaron que el discurso había terminado, y por ende la ponencia. Se limpió rápidamente las lágrimas y bajó el tono y la mirada. — Discúlpeme, lo siento... Siento si he hecho que... perdiera el tiempo o las esperanzas. —
Rio levemente, sin perder el toque triste. Pero son hombres, pensó, y con eso bastaba. Daba igual que no tuvieran talento: eran hombres, tenían oportunidades. Ella, no. Esa era su oportunidad, eso era todo lo lejos que podía llegar. Y lo de que era brillante... Ciertamente, solo aquella mujer se lo había dicho. ¿No era acaso más probable que fuera ella la equivocada, en vez del hombre que compartía con ella días y noches? Así que se limitó a seguir admirando el techo en silencio y no contestar. Era una mujer buena, y se notaba que trataba de animarla de corazón. No había por qué tirar su ánimo al suelo. Con los hombres ya se bastaban y sobraban para eso.
Eso sí, la reacción de la mujer a su descripción de la cúpula, aparte de sorprenderle sobremanera, la hizo llevarse una mano a la boca para esconder una sonrisilla. Oh, pero ¿con quién hablaba? Con una mujer que había llevado esos vestidos de pequeña, que había leído tratados, que tenía estatus, a quien uno de los hombres más importantes del arte había elegido por esposa, y con esa referencia iba por la vida, con la de ser la esposa de Ruskin, y no una acompañante que debe esconderse por las esquinas y que ha elegido su de lejos mejor vestido para ese evento y sigue pareciendo pertenecer al servicio. Suspiró para sí. — Yo puedo escribirle tratados si usted los quiere leer. — Dijo con cierto tono bromista, aunque en el fondo, casi le haría ilusión. — Si es capaz de ignorar mis faltas de ortografía, que tendré unas cuantas. — Al menos se sentía con la suficiente tranquilidad como para reconocer sus carencias sin miedo al escarnio.
A pesar de que la otra parecía bromear, sí que se espantó. — ¿Qué me dice? — Soltó un leve jadeo. — Siempre oí de Venecia que era señorial y hermosa. ¿Cómo que las pinturas se van a perder? ¿Y por qué nadie hace nada? ¿No está allí su marido y su equipo para eso mismo? — Ups, se había excedido. Bajó la mirada. — Discúlpeme. Ha sido la sorpresa. No pretendía... sonar juzgadora. Solo era curiosidad. — ¿Quién era ella para poner en tela de juicio lo que alguien como el señor Ruskin hacía en su trabajo? Esperaba no haber ofendido a su mujer. Pero entonces le habló en un tono muy serio y confidencial, y un escalofrío le recorrió el pecho. ¿Era eso una posibilidad real? Pero ¿cómo? ¿Ella? ¿Y si se metía en un problema? ¿Y abandonar a Violet? Porque lo consideraría una traición, seguro. Ni tiempo le dio a poder contestar, siquiera a pensar, porque Ruskin subía al podio para hablar, y tan impactada estaba, y deseosa de ser respetuosa ante una señora de tan exquisita educación, que guardó silencio y escuchó... Sí que se le veía nervioso. Y sonaba aburrido. Se mordió los labios, mirando de reojo a la señora Ruskin, tratando de ver si ella estaba interesada y entendiendo lo que decía... pero parecía aburrida también. — Señora... apenas estoy entendiendo nada de lo que su marido dice. — La miró de frente, con la mirada entristecida. — Entiendo que usted... lo vea así de sencillo. Pero yo no puedo. Yo no sé. Yo... — Se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo. — Nunca... nadie había confiado en mí como usted. Por favor, no se ofenda. Pero... no puedo arriesgarme... a que esté equivocada... y yo pierda lo poco que tengo. Si Violet se enterara de que intento... Es que no puedo ni decirlo sin sentirme una idiota. — Y justo los aplausos le indicaron que el discurso había terminado, y por ende la ponencia. Se limpió rápidamente las lágrimas y bajó el tono y la mirada. — Discúlpeme, lo siento... Siento si he hecho que... perdiera el tiempo o las esperanzas. —
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Effie — París — Primera reunión
Effie se echó a reír por la reacción de Chantal. — Juzgue usted, así alguien lo hará, ya le digo que estoy harta de los adoradores… — Suspiró y se quedó mirando a la nada. — Pero ciertamente… Venecia tiene poca salvación. Es difícil de explicar si no se está allí, pero… Esa ciudad está realmente condenada. John apenas podía hacer nada más que intentar buscarle solución, todo para no encontrarla, perder la salud… — Su matrimonio podía haber empezado peor, pero también mucho mejor. Ese destino soñado por cualquiera, se había convertido casi en una prisión que Effie, como recién joven casada, no había tenido ni la más remota idea de gestionar. Afortunadamente, París prometía ser diferente.
A la afirmación de que no estaba entendiendo nada, Effie se cruzó de brazos. — Merimée tampoco. Y monsieur Le Duc, de milagro. Ahora mismo, nadie entiende a John, y se está dando cuenta, su cabeza es un hormiguero caótico la mayor parte del tiempo, solo que no lo demuestra casi. — Pero entonces vio cómo Chantal rompía a llorar otra vez y, sinceramente, los balbuceos de John pasaron a un segundo plano. — ¡Oh, no no! ¡Querida! Oh, no llore otra vez, por favor… — Tomó sus manos y tiró de ella suavemente para alejarla de la cortina. — Por favor, discúlpeme, Chantal… En ningún caso quise hacerla sentir mal otra vez… — Acarició sus brazos levemente y ladeó la cabeza. — A mí me educaron con cierta libertad, ¿sabe? Dentro de que me enseñaron a ser una señoritinga dueña de su casa y amante esposa, también me enseñaron a leer y pensar, al fin y al cabo, desde mi más tierna infancia he estado prometida a John. Por eso, porque he leído insensateces mucho más grandes que nada de lo que usted haya dicho esta tarde, y ahí estaban, impresas en negro sobre blanco… — La miró de arriba abajo y se mordió los labios. — Y no se ofenda, no es una crítica ni mucho menos, pero… He visto muchas mujeres como usted. Mujeres llenas de talento a las que les han hecho creer que no son tan buenas como un hombre que tienen al lado y es bastante más mediocre y fantoche… Con todo el respeto a monsieur Le Duc, que a mí no me ha hecho nada directamente. — Dijo con una risita. Ay, si la oyera John. — Pero solo es un intento, que claramente no era el momento de hacer, de recordarle que sí que hay gente que querría escucharle… Y, sinceramente, nunca crea del todo en lo que le diga un hombre. Ni aunque sea tan listo como él. —
Le ofreció otro pañuelo. — Quédese este. Es de cuando era más joven y tiene mis iniciales de soltera, ya no sirven, supongo. Y mire, hagamos una cosa… — Suspiró y miró hacia el auditorio, calculando cuánto le quedaba hasta que llegara John despotricando con algún drama. — Olvidemos eso del libro. Pero me gusta mucho cómo habla usted, cómo explica las cosas… Y yo no conozco París. Nunca estoy con mujeres de mi edad, y John, si hay papeles o trabajo no me ve. — No me ve en general… pensó. Sacó una tarjetita y un plumín de su bolsito y escribió rápidamente la dirección de su hotel y su habitación. — Sé que con la exposición deben estar hasta arriba de trabajo, pero si quiere… Pasear, charlar y de paso hacerme un favor explicándome este precioso sitio… Escríbame una notita a esa dirección. No le he puesto mi nombre ni nada, solo usted y yo sabremos que me está escribiendo. ¿Le parece? — Estrechó su hombro. — Ha sido un placer conocerla, Chantal, espero que su día mejore, y, de nuevo, siento mucho haberla hecho llorar. — Se arregló levemente la ropa y el pelo e inspiró, poniendo una pequeña sonrisilla. — Bueno, a trabajar. Usted en su estudio y yo… De amante esposa. Créame, a nivel gritos, vamos a ir igualadas. Cuídese, Chantal. Me ha encantado coincidir con usted. —
Se alejó de la mujer y no le costó nada encontrar a John, que estaba alteradísimo, aturullado por completo para hablar, intentado ser calmado por Merimée y otros discípulos. Effie volvió a suspirar. No, para esto no me educasteis. Ni pensasteis en mí. Cómo no iban a creer todas que no eran invisibles…
A la afirmación de que no estaba entendiendo nada, Effie se cruzó de brazos. — Merimée tampoco. Y monsieur Le Duc, de milagro. Ahora mismo, nadie entiende a John, y se está dando cuenta, su cabeza es un hormiguero caótico la mayor parte del tiempo, solo que no lo demuestra casi. — Pero entonces vio cómo Chantal rompía a llorar otra vez y, sinceramente, los balbuceos de John pasaron a un segundo plano. — ¡Oh, no no! ¡Querida! Oh, no llore otra vez, por favor… — Tomó sus manos y tiró de ella suavemente para alejarla de la cortina. — Por favor, discúlpeme, Chantal… En ningún caso quise hacerla sentir mal otra vez… — Acarició sus brazos levemente y ladeó la cabeza. — A mí me educaron con cierta libertad, ¿sabe? Dentro de que me enseñaron a ser una señoritinga dueña de su casa y amante esposa, también me enseñaron a leer y pensar, al fin y al cabo, desde mi más tierna infancia he estado prometida a John. Por eso, porque he leído insensateces mucho más grandes que nada de lo que usted haya dicho esta tarde, y ahí estaban, impresas en negro sobre blanco… — La miró de arriba abajo y se mordió los labios. — Y no se ofenda, no es una crítica ni mucho menos, pero… He visto muchas mujeres como usted. Mujeres llenas de talento a las que les han hecho creer que no son tan buenas como un hombre que tienen al lado y es bastante más mediocre y fantoche… Con todo el respeto a monsieur Le Duc, que a mí no me ha hecho nada directamente. — Dijo con una risita. Ay, si la oyera John. — Pero solo es un intento, que claramente no era el momento de hacer, de recordarle que sí que hay gente que querría escucharle… Y, sinceramente, nunca crea del todo en lo que le diga un hombre. Ni aunque sea tan listo como él. —
Le ofreció otro pañuelo. — Quédese este. Es de cuando era más joven y tiene mis iniciales de soltera, ya no sirven, supongo. Y mire, hagamos una cosa… — Suspiró y miró hacia el auditorio, calculando cuánto le quedaba hasta que llegara John despotricando con algún drama. — Olvidemos eso del libro. Pero me gusta mucho cómo habla usted, cómo explica las cosas… Y yo no conozco París. Nunca estoy con mujeres de mi edad, y John, si hay papeles o trabajo no me ve. — No me ve en general… pensó. Sacó una tarjetita y un plumín de su bolsito y escribió rápidamente la dirección de su hotel y su habitación. — Sé que con la exposición deben estar hasta arriba de trabajo, pero si quiere… Pasear, charlar y de paso hacerme un favor explicándome este precioso sitio… Escríbame una notita a esa dirección. No le he puesto mi nombre ni nada, solo usted y yo sabremos que me está escribiendo. ¿Le parece? — Estrechó su hombro. — Ha sido un placer conocerla, Chantal, espero que su día mejore, y, de nuevo, siento mucho haberla hecho llorar. — Se arregló levemente la ropa y el pelo e inspiró, poniendo una pequeña sonrisilla. — Bueno, a trabajar. Usted en su estudio y yo… De amante esposa. Créame, a nivel gritos, vamos a ir igualadas. Cuídese, Chantal. Me ha encantado coincidir con usted. —
Se alejó de la mujer y no le costó nada encontrar a John, que estaba alteradísimo, aturullado por completo para hablar, intentado ser calmado por Merimée y otros discípulos. Effie volvió a suspirar. No, para esto no me educasteis. Ni pensasteis en mí. Cómo no iban a creer todas que no eran invisibles…
- El Pájaro en el espino, el comienzo:
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Alice Gallia
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Ante todo, amigos
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