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Freyja
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Sultán de las artes
Granada, la tierra soñada, la perla central de la corona musulmana en la Península Ibérica, gobernada por los hijos del Gran Namer, los Ben-Namar. Una dinastía que tiene dos vertientes: la sanguinaria, guerrera y ambiciosa, que quisiera recuperarle el terreno a los cristianos, y la vertiente brillante, versada en letras y artes, la vertiente que construyó la Alhambra, sus jardines y fuentes, que tradujo a los clásicos y cuidó de todas las formas artísticas, desde la rica arquitectura a la orfebrería más fina. Sea como sea, todos disfrutan del lujo y el conocimiento, y es en ese contexto, en el que se haya el joven sultán Zafar.
Fue el más preciado, como su nombre señala, por los sultanes, y la sombra a la que vive es alargada. Su padre fue un hito en la historia de Granada, un gran general en su juventud pero que alcanzó grandes acuerdos con los años, nada parecido a Zafar, que pasa la mitad de la vida entre libros, poetas, plumas y liras, y la otra mitad en selectas e intelectuales fiestas en las que el placer y el conocimiento se dan la mano, para disgusto de los sectores más guerreros de la familia, que desearían un gobierno mas ambicioso y conquistador. Zafar no quiere ni oír hablar del asunto, pero, como en asuntos del gobierno no es muy ducho, empieza a tener pájaros de mal agüero, o más bien de guerra, a su alrededor aconsejándole, o eso dicen. Entre ellos, destaca su esposa, la sultana, que no se casó con el heredero mientras lo era para ahora pasarse la vida entre canciones y celebraciones, y no duda en poner toda la presión que puede sobre el joven sultán, imaginando ya cómo ampliar el dominio que planea dejarles a sus descendientes como mucho más grande y menos cristiano que lo que heredó.
Una de las personas en las que más confía es en Mikhail Ben-Hamal, uno de los alfaquíes más respetados de la Alhambra, que para Zafar representa el triunfo del diálogo y la cultura, pue tomó por esposa a una cristiana, doña Catalina, y juntos tuvieron una hija, Mina. Mina y él se criaron desde bebés juntos, ambos eran alumnos del padre de ella, y Mikhail siempre hizo valer el lugar de su hija, tanto que el sultán pensó en ella para tender un puente entre los cristianos y ellos, y la mandó con la familia de doña Catalina, para que aprendiera las formas cristianas y su idioma y sirviera de embajadora y traductora. Pero, ante la reciente escalada de tensiones, Ben-Hamal ha hecho volver a Mina, con la excusa de que enseñe castellano en las madrassas para lo que pueda hacer falta.
Zafar es un sultán cercado, su familia, sus consejeros y su mente van por muy distintos derroteros, y en medio de todo esto, su más antigua compañera va a volver, y ninguno de los dos está muy seguro de lo que se va a encontrar al regreso. Alguna vez fueron inseparables, alguna vez concibieron la vida y el conocimiento de la misma manera ¿permitirán las circunstancias que eso vuelva a ocurrir?
Fue el más preciado, como su nombre señala, por los sultanes, y la sombra a la que vive es alargada. Su padre fue un hito en la historia de Granada, un gran general en su juventud pero que alcanzó grandes acuerdos con los años, nada parecido a Zafar, que pasa la mitad de la vida entre libros, poetas, plumas y liras, y la otra mitad en selectas e intelectuales fiestas en las que el placer y el conocimiento se dan la mano, para disgusto de los sectores más guerreros de la familia, que desearían un gobierno mas ambicioso y conquistador. Zafar no quiere ni oír hablar del asunto, pero, como en asuntos del gobierno no es muy ducho, empieza a tener pájaros de mal agüero, o más bien de guerra, a su alrededor aconsejándole, o eso dicen. Entre ellos, destaca su esposa, la sultana, que no se casó con el heredero mientras lo era para ahora pasarse la vida entre canciones y celebraciones, y no duda en poner toda la presión que puede sobre el joven sultán, imaginando ya cómo ampliar el dominio que planea dejarles a sus descendientes como mucho más grande y menos cristiano que lo que heredó.
Una de las personas en las que más confía es en Mikhail Ben-Hamal, uno de los alfaquíes más respetados de la Alhambra, que para Zafar representa el triunfo del diálogo y la cultura, pue tomó por esposa a una cristiana, doña Catalina, y juntos tuvieron una hija, Mina. Mina y él se criaron desde bebés juntos, ambos eran alumnos del padre de ella, y Mikhail siempre hizo valer el lugar de su hija, tanto que el sultán pensó en ella para tender un puente entre los cristianos y ellos, y la mandó con la familia de doña Catalina, para que aprendiera las formas cristianas y su idioma y sirviera de embajadora y traductora. Pero, ante la reciente escalada de tensiones, Ben-Hamal ha hecho volver a Mina, con la excusa de que enseñe castellano en las madrassas para lo que pueda hacer falta.
Zafar es un sultán cercado, su familia, sus consejeros y su mente van por muy distintos derroteros, y en medio de todo esto, su más antigua compañera va a volver, y ninguno de los dos está muy seguro de lo que se va a encontrar al regreso. Alguna vez fueron inseparables, alguna vez concibieron la vida y el conocimiento de la misma manera ¿permitirán las circunstancias que eso vuelva a ocurrir?
Zafar
Ben-Namar
Ben-Namar
Mina
Ben-Hamal
Ben-Hamal
20 años
Alex Martínez
Freyja
Alex Martínez
Freyja
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Ivanka
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Primavera tardía
— Y la primavera llega muy tardía este año. Tendremos nieve en la sierra hasta mayo. — Rebufó su madre, en otro rebote del carruaje. Sí, inequívocamente estaban llegando a Granada, y Mina hizo por asomarse, por si ya podía visualizar la Alhambra o el Albaicín. — Tardía, madre… Tardía es en Burgos, no tiene nada que ver con la Córdoba donde vos nacisteis. No conocéis Castilla como yo, os lo aseguro. Qué cantidad de nieve… Y ese viento que hiela hasta las ideas… — A Mina, lo que Granada le ofreciera, en tiempo, en gentes, en frutos, le vendría bien. Llevaba siete años fuera, siete años que habían pesado como setecientos, y no podría esperar a disfrutar de todo lo que Granada quisiera darle.
Toledo había sido la experiencia más enriquecedora de su vida, los tres primeros años de su viaje, había aprendido castellano, catalán, hebreo, había incluso enseñado y ayudado con el árabe a sus compañeros. Se había sentido una más, y realmente llegó a tener Granada como un grato recuerdo, del que hablaba sin parar, pero al que no tenía prisa por volver. La cosa cambió cuando ascendieron a su tío, don Hernando, y le dieron el título de condestable de Burgos. Todos lo celebraron con tres días de grandes banquetes y fiesta, pero Mina no lo hubiera celebrado tanto si hubiera sabido lo que se le venía encima. Burgos había apagado su llama, le había privado de sus estudios de lengua e historia, y casi había hecho que se le congelara el alma. Era una ciudad recia y gris, donde la luz se adoraba a través de vidrieras de colores y no al aire libre, un lugar de encerrarse seis meses al año como mínimo, y la última vez que se vieron en Córdoba, su padre había determinado que volvería a Granada en cuanto las nieves lo permitieran.
Mina no era tonta, sabía que su madre había hecho un pacto con su tía Inés, la mujer de su tío Hernando, en el que ella se quedara en su tutela hasta que le encontraran un buen partido cristiano. Y Mina no tenía intención ninguna de casarse con ningún cristiano, aunque hubiera aprendido a vivir entre ellos, y lo mejor es que los cristianos habían salido bien disuadidos de casarse con ella. Y no le importaba, no ansiaba una vida de casada con obligaciones e hijos que no la dejaran concentrarse en lo que le importaba: ser traductora y cronista, pero los años pasaban en Burgos y ella se drenaba como una planta sin agua o sol (las dos faltaban en Burgos, que lugar tan inhóspito y contradictorio) y, por fin, su padre había entendido que si no la llevaban de vuelta a la Alhambra, acabaría muriéndose en Burgos sin cumplir ningún cometido para nadie. Y desde aquel octubre en Córdoba, cuando buen padre le confirmó que volvería, Mina había recuperado la felicidad, la vitalidad y las ideas, estaba llena de energía. Y eso venía muy bien teniendo en cuenta que su padre había tenido que inventarse un puesto en la nueva corte para ella, y ella lo tomaría con gusto.
Sus tíos la habían llevado a Córdoba, donde aún vivía su abuelo, y su madre había ido allí a buscarla y a pasar unos días. Su abuelo y Córdoba le habían hecho recordar que aún quedaban cristianos bien instruidos, que no hablaban de ella como “la morita” o no le preguntaban constantemente si se iba a bautizar, y que valoraban todo lo que los andaluces les habían legado, y ya se sentía mucho más cerca de casa y con deseos de conciliar ambas culturas como su abuelo materno y su padre hicieron. — Mina, no te sobreexcites. Recuerda que ya no eres una niña, que tienes una posición y un protocolo que mantener aquí. — ¡Oh, madre! Llevas igual desde Córdoba. ¿Por qué estás tan gris? ¿Cómo se puede estar así cuando una tiene albercas, naranjos y estucos? ¡Fíjate! Nos inclinamos. Eso es que ya avanzamos hacia la Alhambra. — Doña Catalina entornó los ojos y suspiró. — Las cosas no están bien, Mina. Ya tu padre se parará a explicártelo, pero no te hagas muchas ilusiones. — Podrías haberme dejado ir de verde, para honrar a mi dios. — Su madre negó. — La sultana “sugirió” que llegaras de azul. Es más cristiano. — Pero Mina ya no estaba ni allí, estaba notando cómo entraban por la puerta de Armas y no podía esperar a poner un pie en su hogar.
Lo primero que hizo fue lanzarse a los brazos de su padre, al que notó suspirar de alivio en cuanto la tuvo entre sus brazos. — Ya estoy en casa, baba. Y no me voy a ir. — Le dijo con los ojos brillantes. Pero, en seguida, se lanzó a saludar feliz al resto de cortesanos, eunucos y sirvientes que habían ido a recibirla. Mina no tenía hermanos, pero toda esa gente había sido mucho más su familia que los cristianos con los que compartía sangre. — Aya, mi ama querida. — Dijo estrechando a la gruesa mujer que había sido el ama de los príncipes y suya. — ¡Mi men sahib! ¿Cómo puedes estar mil veces más bonita que cuando te fuiste? Eso sí, hay que hacerte engordar como sea. ¿Qué cocina esa gente del norte? Pareciera que te persiguen los espíritus, hija mía. Ya voy a buscar unas piedras para alejarte los malos humos… — Pero Mina ya se había ido directa a los niños. — ¡Hisham, diablillo! — Dijo haciendo cosquillas al que sería su futuro alumno — ¿Quién te ha dado permiso para crecer tanto, eh? — Hisham le devolvió las cosquillas y ella le siguió el juego, porque había echado TANTO de menos esa familiaridad. — ¡Pero oye! ¡Que ahora voy a ser tu maestra en la madrasa! ¡Un respeto! — Y, para horror de las madres, empezaron a perseguirse y a echarse agua de las albercas y las fuentes, haciendo reír a gran parte de los presentes.
— ¡Mi men sahib se va a enfermar nada más llegar…! — ¡PASO AL SULTÁN! — Rugieron los guardias de la puerta, y Mina se quedó clavada en el sitio, goteando, y sin saber muy bien qué hacer. Miró a su padre, que claramente tampoco esperaba que el sultán viniera nada más llegar ella. Y ciertamente, Mina tampoco. Zafar había sido siempre alguien a quien ella no había visto como un sultán. Lo había visto como compañero, amigo, a veces chico que le molestaba, otra veces distante… Cuando se fue, le pareció que detectaba cierta decepción en su despedida… Y siete años después, ya no era Zafar, era el sultán. Ya no podría volver a verle de otra forma. Y sin embargo, en cuanto vio sus ojos oscuros y sus facciones marcadas, no pudo evitar sonreír al verle tan bien, tan recio, alegrándose por esa persona a la que tanto había apreciado. Se tuvo que morder los labios para no incurrir en una falta de protocolo, pero se inclinó a sus pies. — Majestad. — Carraspeó. — Majestades. — Porque la sultana también estaba allí. — Perdonad mi aspecto pero es que no cabía en gozo de estar aquí, y estaba jugando con los niños. — Alzó la cabeza. — Os debo la vida por dejarme volver y por dejarme ser la maestra del joven príncipe. — Miró a Zafar. — Recuerdo a vuestro hermano pequeño como poco más que un pequeño encantador, es para mí un honor enseñarle en la madrasa. — Volvió a inclinar la cabeza. — Me alegré de corazón por vuestra boda y doy gracias a Alá por vuestra felicidad. — Eso tenía matices, pero ahora no era cuestión de pensar en aquellas cosas. —
Toledo había sido la experiencia más enriquecedora de su vida, los tres primeros años de su viaje, había aprendido castellano, catalán, hebreo, había incluso enseñado y ayudado con el árabe a sus compañeros. Se había sentido una más, y realmente llegó a tener Granada como un grato recuerdo, del que hablaba sin parar, pero al que no tenía prisa por volver. La cosa cambió cuando ascendieron a su tío, don Hernando, y le dieron el título de condestable de Burgos. Todos lo celebraron con tres días de grandes banquetes y fiesta, pero Mina no lo hubiera celebrado tanto si hubiera sabido lo que se le venía encima. Burgos había apagado su llama, le había privado de sus estudios de lengua e historia, y casi había hecho que se le congelara el alma. Era una ciudad recia y gris, donde la luz se adoraba a través de vidrieras de colores y no al aire libre, un lugar de encerrarse seis meses al año como mínimo, y la última vez que se vieron en Córdoba, su padre había determinado que volvería a Granada en cuanto las nieves lo permitieran.
Mina no era tonta, sabía que su madre había hecho un pacto con su tía Inés, la mujer de su tío Hernando, en el que ella se quedara en su tutela hasta que le encontraran un buen partido cristiano. Y Mina no tenía intención ninguna de casarse con ningún cristiano, aunque hubiera aprendido a vivir entre ellos, y lo mejor es que los cristianos habían salido bien disuadidos de casarse con ella. Y no le importaba, no ansiaba una vida de casada con obligaciones e hijos que no la dejaran concentrarse en lo que le importaba: ser traductora y cronista, pero los años pasaban en Burgos y ella se drenaba como una planta sin agua o sol (las dos faltaban en Burgos, que lugar tan inhóspito y contradictorio) y, por fin, su padre había entendido que si no la llevaban de vuelta a la Alhambra, acabaría muriéndose en Burgos sin cumplir ningún cometido para nadie. Y desde aquel octubre en Córdoba, cuando buen padre le confirmó que volvería, Mina había recuperado la felicidad, la vitalidad y las ideas, estaba llena de energía. Y eso venía muy bien teniendo en cuenta que su padre había tenido que inventarse un puesto en la nueva corte para ella, y ella lo tomaría con gusto.
Sus tíos la habían llevado a Córdoba, donde aún vivía su abuelo, y su madre había ido allí a buscarla y a pasar unos días. Su abuelo y Córdoba le habían hecho recordar que aún quedaban cristianos bien instruidos, que no hablaban de ella como “la morita” o no le preguntaban constantemente si se iba a bautizar, y que valoraban todo lo que los andaluces les habían legado, y ya se sentía mucho más cerca de casa y con deseos de conciliar ambas culturas como su abuelo materno y su padre hicieron. — Mina, no te sobreexcites. Recuerda que ya no eres una niña, que tienes una posición y un protocolo que mantener aquí. — ¡Oh, madre! Llevas igual desde Córdoba. ¿Por qué estás tan gris? ¿Cómo se puede estar así cuando una tiene albercas, naranjos y estucos? ¡Fíjate! Nos inclinamos. Eso es que ya avanzamos hacia la Alhambra. — Doña Catalina entornó los ojos y suspiró. — Las cosas no están bien, Mina. Ya tu padre se parará a explicártelo, pero no te hagas muchas ilusiones. — Podrías haberme dejado ir de verde, para honrar a mi dios. — Su madre negó. — La sultana “sugirió” que llegaras de azul. Es más cristiano. — Pero Mina ya no estaba ni allí, estaba notando cómo entraban por la puerta de Armas y no podía esperar a poner un pie en su hogar.
Lo primero que hizo fue lanzarse a los brazos de su padre, al que notó suspirar de alivio en cuanto la tuvo entre sus brazos. — Ya estoy en casa, baba. Y no me voy a ir. — Le dijo con los ojos brillantes. Pero, en seguida, se lanzó a saludar feliz al resto de cortesanos, eunucos y sirvientes que habían ido a recibirla. Mina no tenía hermanos, pero toda esa gente había sido mucho más su familia que los cristianos con los que compartía sangre. — Aya, mi ama querida. — Dijo estrechando a la gruesa mujer que había sido el ama de los príncipes y suya. — ¡Mi men sahib! ¿Cómo puedes estar mil veces más bonita que cuando te fuiste? Eso sí, hay que hacerte engordar como sea. ¿Qué cocina esa gente del norte? Pareciera que te persiguen los espíritus, hija mía. Ya voy a buscar unas piedras para alejarte los malos humos… — Pero Mina ya se había ido directa a los niños. — ¡Hisham, diablillo! — Dijo haciendo cosquillas al que sería su futuro alumno — ¿Quién te ha dado permiso para crecer tanto, eh? — Hisham le devolvió las cosquillas y ella le siguió el juego, porque había echado TANTO de menos esa familiaridad. — ¡Pero oye! ¡Que ahora voy a ser tu maestra en la madrasa! ¡Un respeto! — Y, para horror de las madres, empezaron a perseguirse y a echarse agua de las albercas y las fuentes, haciendo reír a gran parte de los presentes.
— ¡Mi men sahib se va a enfermar nada más llegar…! — ¡PASO AL SULTÁN! — Rugieron los guardias de la puerta, y Mina se quedó clavada en el sitio, goteando, y sin saber muy bien qué hacer. Miró a su padre, que claramente tampoco esperaba que el sultán viniera nada más llegar ella. Y ciertamente, Mina tampoco. Zafar había sido siempre alguien a quien ella no había visto como un sultán. Lo había visto como compañero, amigo, a veces chico que le molestaba, otra veces distante… Cuando se fue, le pareció que detectaba cierta decepción en su despedida… Y siete años después, ya no era Zafar, era el sultán. Ya no podría volver a verle de otra forma. Y sin embargo, en cuanto vio sus ojos oscuros y sus facciones marcadas, no pudo evitar sonreír al verle tan bien, tan recio, alegrándose por esa persona a la que tanto había apreciado. Se tuvo que morder los labios para no incurrir en una falta de protocolo, pero se inclinó a sus pies. — Majestad. — Carraspeó. — Majestades. — Porque la sultana también estaba allí. — Perdonad mi aspecto pero es que no cabía en gozo de estar aquí, y estaba jugando con los niños. — Alzó la cabeza. — Os debo la vida por dejarme volver y por dejarme ser la maestra del joven príncipe. — Miró a Zafar. — Recuerdo a vuestro hermano pequeño como poco más que un pequeño encantador, es para mí un honor enseñarle en la madrasa. — Volvió a inclinar la cabeza. — Me alegré de corazón por vuestra boda y doy gracias a Alá por vuestra felicidad. — Eso tenía matices, pero ahora no era cuestión de pensar en aquellas cosas. —
Mina || Abril || En patios sur de la Alhambra
- El Pájaro en el espino, el comienzo:
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Alice Gallia
Cause' Alice does belong with Marcus
Ante todo, amigos
Ay, los retitos
Un jour viendra tu me dira je t'aime
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- Juntos, somos el Todo:
- 16 de enero de 2002:
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Freyja
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Primavera tardía
Era un día glorioso, soleado, primaveral, como debía serlo. Alá no podría haber elegido un mejor decorado en sus cielos y sus jardines para la llegada de su querida amiga de vuelta a Granada, de donde nunca debió marchar. Amargas horas pasó penando y preguntándose el por qué de su partida: dudaba que los cristianos, en ninguno de sus dominios, tuvieran más cultura que aportar de la que tenía Granada o, en todo caso, cualquier ciudad del reino. Marchar a Córdoba lo hubiera entendido, incluso a Sevilla, y no quedaban tan lejos, no habrían pasado tanto sin verse. ¿A Burgos? Tierra inhóspita si le preguntaban a él. Esperaba que no le hubieran cambiado a su antigua y alegre amiga por una mustia cristiana. Por las informaciones de familiares que le habían llegado, seguía como siempre. Él, por si acaso, la recibiría con honores.
Había solicitado que le acompañasen con las bandejas de frutos y bebidas del desayuno a los patios exteriores, donde podía aspirar el aroma de los naranjos en flor. Cerró los ojos y percibió por el resto de los sentidos. Recordaba sus momentos en la infancia, recordaba lo bueno, no la despedida. Recordaba sus ojos despiertos y su sonrisa alegre. Y los olores de las flores, el sonido del agua de la fuente, la calidez del sol y la brisa con remanentes invernales de la sierra le traían más y más recuerdos felices a su memoria. Era lo que necesitaba para recibir a su amiga como Zafar.
Porque, como sultán, la iba a recibir, como para no. Por supuesto que con gusto había planeado toda la recepción, lo mejor para ella y su familia, bien queridos por él. Pero todo era protocolario y poco natural para su gusto, y la última vez que se vieron él aún no era sultán, por lo que, además, era impersonal. Quería algo de Zafar de verdad, y qué otra cosa podía ser que un poema. Unas simples letras, escuetas, que expresaran su dicha por su retorno, y que le hicieran saber que no había olvidado lo vivido. Con una sonrisa feliz y tranquila fue a una de sus dependencias, donde solía sentarse a escribir, a dejar que la inspiración fluyera por su pluma.
Y a pesar del estado de concentración que era capaz de alcanzar en plena inspiración, sintió la presencia en la puerta, mirándole. Casi podía sentir su expresión de disgusto sin ni siquiera comprobarla. Como no tenía gana alguna de discutir (ni veía el motivo), al terminar el verso, posó la pluma en su soporte y miró sonriente a su mujer. - ¿Nerviosa por la visita? - Preguntó cordial, y con un exceso de inocencia impropio de un sultán. Su esposa estaba de brazos cruzados, apoyada en el arco, y le mirada con los labios fruncidos en tenue disgusto. - ¿Ahora compones para ella? - De nuevo en inocencia, tomó el pergamino en sus manos y lo alzó, mirándolo orgulloso. - Solo es un pequeño poema. Un regalo de bienvenida. Para que sepa que no he olvidado nuestra amistad. - Es ella quien debería obsequiaros a vos. Sois el sultán. Un sultán no hace regalos. - Soltó disimuladamente aire por la nariz, con la mirada en la pared. Pacientemente, dejó el pergamino en la mesa de nuevo y se giró en la silla para mirarla. - Discrepo en eso último. Un buen gobernante tiene más riquezas para sí de las que necesita para toda una vida, y no la vamos a portar a la siguiente. Qué menos que obsequiarla a quienes quiere. Por no hablar de que estas letras no me cuestan precio ninguno. Para mí es un pasatiempo placentero y no hacen ningún gasto al reino. Salvo que consideréis el papel y la tinta gran gasto. - Lo último lo había intentado decir en un tono amistoso que quitaba gravedad al asunto, para tender un puente con su mujer. No dio el resultado deseado. - Todo tiempo que paséis haciendo otra cosa que no sea procurando dar un heredero a este reino es un gasto. - Arqueó ambas cejas. - ¿Era este el momento de engendrar a un heredero? Preferiría no llegar a la recepción muy desaliñado. - El tono bromista solo enfadaba más a Aixa, quien, sin descruzarse de brazos, bufó y se giró mascullando. - Nunca es el buen momento... -
Apenas una hora después, esperaban en palacio el anuncio de la llegada de los Ben-Hamal. Él hubiera esperado en el patio, no recibían a un comerciante extranjero, recibían a familia. Pero su esposa dijo que eso no era lo que se esperaba de un sultán que se hace respetar. Salieron juntos cuando el sirviente anunció la llegada, con paso tranquilo, una sonrisa apacible en el rostro y las manos entrelazadas. Mina no pudo verle espontáneamente sino alertada por otro emisario más, pero él sí la vio a ella de lejos. - De azul... como buena cristina. - Le susurró Aixa, y a pesar de que ambos caminaban mirando al frente, le pareció ver una satisfecha sonrisa en su rostro. A él le daba bastante igual. Tan pronto sus miradas se cruzaron, ensanchó la sonrisa. Avanzó levemente hacia ella, pero su amiga se había adelantado para reverenciarse. Esperó a que terminara y dijo, con el tono amable y divertido que era habitual en él, más aún en aquella bella mañana. - Veo que no paráis de hablar, como antes. Eso me tranquiliza. - Hizo un gesto para que se levantara y, cuando lo hizo, añadió. - No esperaba veros de otra forma que llena de agua y jugando con mi hermano. Lo contrario me preocuparía. - Y, ya sí, abrió los brazos con gesto pausado. - Para ti soy Zafar. Me alegra tenerte de vuelta, vieja amiga. - Y esperó a que ella avanzara para abrazarle, en una brazo mucho más comedido por la circunstancia pública de lo que habrían hecho de niños, pero cargado de la alegría que sentía de recuperarla. Sentía la incomodidad de Aixa a su lado. De hecho, avanzó hacia ella, con porte orgulloso y sonrisa sibilina, tan pronto acabó el abrazo. - Es un honor para nosotros tener en nuestro palacio a tan estudiada personalidad. No es habitual en mujeres. - Se lo tomaría como que las palabras iban con afecto real. No quería ver en su esposa a una mala mujer. - Ya penaba Granada por la pérdida de una Ben-Hamal. Cruzar fronteras cristianas por tanto tiempo... cambia a mujeres y hombres. - Te presento a Aixa. - Comentó, ceremonioso y cordial. - Mi esposa. La sultana. - Juntó las manos, sonrisa afable en el rostro. - Me gusta estar rodeado de mujeres inteligentes y de carácter. Estoy convencido de que seréis grandes amigas. -
Había solicitado que le acompañasen con las bandejas de frutos y bebidas del desayuno a los patios exteriores, donde podía aspirar el aroma de los naranjos en flor. Cerró los ojos y percibió por el resto de los sentidos. Recordaba sus momentos en la infancia, recordaba lo bueno, no la despedida. Recordaba sus ojos despiertos y su sonrisa alegre. Y los olores de las flores, el sonido del agua de la fuente, la calidez del sol y la brisa con remanentes invernales de la sierra le traían más y más recuerdos felices a su memoria. Era lo que necesitaba para recibir a su amiga como Zafar.
Porque, como sultán, la iba a recibir, como para no. Por supuesto que con gusto había planeado toda la recepción, lo mejor para ella y su familia, bien queridos por él. Pero todo era protocolario y poco natural para su gusto, y la última vez que se vieron él aún no era sultán, por lo que, además, era impersonal. Quería algo de Zafar de verdad, y qué otra cosa podía ser que un poema. Unas simples letras, escuetas, que expresaran su dicha por su retorno, y que le hicieran saber que no había olvidado lo vivido. Con una sonrisa feliz y tranquila fue a una de sus dependencias, donde solía sentarse a escribir, a dejar que la inspiración fluyera por su pluma.
Y a pesar del estado de concentración que era capaz de alcanzar en plena inspiración, sintió la presencia en la puerta, mirándole. Casi podía sentir su expresión de disgusto sin ni siquiera comprobarla. Como no tenía gana alguna de discutir (ni veía el motivo), al terminar el verso, posó la pluma en su soporte y miró sonriente a su mujer. - ¿Nerviosa por la visita? - Preguntó cordial, y con un exceso de inocencia impropio de un sultán. Su esposa estaba de brazos cruzados, apoyada en el arco, y le mirada con los labios fruncidos en tenue disgusto. - ¿Ahora compones para ella? - De nuevo en inocencia, tomó el pergamino en sus manos y lo alzó, mirándolo orgulloso. - Solo es un pequeño poema. Un regalo de bienvenida. Para que sepa que no he olvidado nuestra amistad. - Es ella quien debería obsequiaros a vos. Sois el sultán. Un sultán no hace regalos. - Soltó disimuladamente aire por la nariz, con la mirada en la pared. Pacientemente, dejó el pergamino en la mesa de nuevo y se giró en la silla para mirarla. - Discrepo en eso último. Un buen gobernante tiene más riquezas para sí de las que necesita para toda una vida, y no la vamos a portar a la siguiente. Qué menos que obsequiarla a quienes quiere. Por no hablar de que estas letras no me cuestan precio ninguno. Para mí es un pasatiempo placentero y no hacen ningún gasto al reino. Salvo que consideréis el papel y la tinta gran gasto. - Lo último lo había intentado decir en un tono amistoso que quitaba gravedad al asunto, para tender un puente con su mujer. No dio el resultado deseado. - Todo tiempo que paséis haciendo otra cosa que no sea procurando dar un heredero a este reino es un gasto. - Arqueó ambas cejas. - ¿Era este el momento de engendrar a un heredero? Preferiría no llegar a la recepción muy desaliñado. - El tono bromista solo enfadaba más a Aixa, quien, sin descruzarse de brazos, bufó y se giró mascullando. - Nunca es el buen momento... -
Apenas una hora después, esperaban en palacio el anuncio de la llegada de los Ben-Hamal. Él hubiera esperado en el patio, no recibían a un comerciante extranjero, recibían a familia. Pero su esposa dijo que eso no era lo que se esperaba de un sultán que se hace respetar. Salieron juntos cuando el sirviente anunció la llegada, con paso tranquilo, una sonrisa apacible en el rostro y las manos entrelazadas. Mina no pudo verle espontáneamente sino alertada por otro emisario más, pero él sí la vio a ella de lejos. - De azul... como buena cristina. - Le susurró Aixa, y a pesar de que ambos caminaban mirando al frente, le pareció ver una satisfecha sonrisa en su rostro. A él le daba bastante igual. Tan pronto sus miradas se cruzaron, ensanchó la sonrisa. Avanzó levemente hacia ella, pero su amiga se había adelantado para reverenciarse. Esperó a que terminara y dijo, con el tono amable y divertido que era habitual en él, más aún en aquella bella mañana. - Veo que no paráis de hablar, como antes. Eso me tranquiliza. - Hizo un gesto para que se levantara y, cuando lo hizo, añadió. - No esperaba veros de otra forma que llena de agua y jugando con mi hermano. Lo contrario me preocuparía. - Y, ya sí, abrió los brazos con gesto pausado. - Para ti soy Zafar. Me alegra tenerte de vuelta, vieja amiga. - Y esperó a que ella avanzara para abrazarle, en una brazo mucho más comedido por la circunstancia pública de lo que habrían hecho de niños, pero cargado de la alegría que sentía de recuperarla. Sentía la incomodidad de Aixa a su lado. De hecho, avanzó hacia ella, con porte orgulloso y sonrisa sibilina, tan pronto acabó el abrazo. - Es un honor para nosotros tener en nuestro palacio a tan estudiada personalidad. No es habitual en mujeres. - Se lo tomaría como que las palabras iban con afecto real. No quería ver en su esposa a una mala mujer. - Ya penaba Granada por la pérdida de una Ben-Hamal. Cruzar fronteras cristianas por tanto tiempo... cambia a mujeres y hombres. - Te presento a Aixa. - Comentó, ceremonioso y cordial. - Mi esposa. La sultana. - Juntó las manos, sonrisa afable en el rostro. - Me gusta estar rodeado de mujeres inteligentes y de carácter. Estoy convencido de que seréis grandes amigas. -
Zafar || Abril || En patios sur de la Alhambra
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Primavera tardía
Enrojeció cuando Zafar señaló su verborrea, y puso una sonrisa tímida. Si es que se te olvida todo el rato que estás ante el sultán, Mina, así no se puede. Pero parecía contento de corazón de verla, y estaba guapísimo y amable y… Oh. Menuda transgresión del protocolo era ese abrazo, pero había empezado él, no iba a negarle, de cara a la galería, un abrazo al sultán, y en el plano personal… Qué ilusión le hizo aquel abrazo. Qué poco contacto físico que no fuera el de los niños de su familia había tenido en Castilla, tanto menos de un hombre de su edad, que encima había sido tan importante en su vida. — Temo enfurecer a media corte si os llamo así, majestad. — Dijo aún en el abrazo, pero susurró. — Pero cuando mis padres no estén ahí para reñirme, así os llamaré. —
La sultana le imponía, y su mirada y su tono distaban mucho del de Zafar. — El honor es mío, majestad. No sabéis cuánto agradezco volver a Granada. — Ignoró todo lo demás. No era la primera que insinuaba algo así, de hecho, su madre se lo decía directamente. Amplió la sonrisa y agachó la cabeza. — Los Ben-Hamal pertenecemos a este reino. — Y que nadie dudara de ello. Ella intentaría traer paz y entendimiento con los cristianos, pero aquel era su sitio.
Miró a Zafar con cariño al oír cómo hablaba de su esposa. Lo cierto es que… Conocía a su amigo, y siempre se había imaginado al hombre como un ardiente enamorado, que vería solo por los ojos de su amada, entregado, y de la sultana acababa de hablar como… ¿De una amiga? ¿De alguien que formaba parte de su corte y trataba con amabilidad? Pero ella simplemente amplió la sonrisa y dijo. — Os recuerdo del palacio de mujeres, majestad. Siempre habéis sabido destacar entre la multitud. — Más bien no había quien la tosiera. Era autoritaria y gritona, decía lo que se debía hacer y lo que no, pero bueno, es que era hija de un muy importante noble, sus razones tenía. — Vos sin embargo siempre pasabais desapercibida detrás de un pergamino. Pero todas os envidiábamos por pasar tanto tiempo con el príncipe, como si fuerais su hermana. — Ella miró con cariño a Zafar y Hisham llegó corriendo a su cintura para abrazarla justamente. — Ese fue mi privilegio, sin duda, majestad. Mi infancia fue inmensamente feliz. —
Justo entonces, llegaron sirvientes con bandejas de fruta y bebidas. — Os habéis pasado, majestad. — Riñó su padre. — Ya vamos a tener la recepción oficial esta noche. — Zafar no ha querido escatimar en nada. — Dijo Aixa con una gran sonrisa, aunque a Mina le sonó poco menos que a reproche. — Pues no sabéis cuánto lo agradezco. Los cristianos rechazan la fruta. Son más de grandes asados y de bollos y panes, pero como la fruta de Andalucía… — Hizo una breve reverencia. — Con vuestro permiso, majestad. — Y se puso a comer de las fresas y naranjas que allí le ofrecían, antes de beber del té. — Siempre has comido como un bracero, Mina, no tienes educación. — Criticó su madre. — Déjala, mujer. Harto ha sufrido en Castilla porque no encajaba con sus gustos. — Contestó su padre, y también llevaba cierto tono de crítica. — Vamos, majestad, sentémonos antes de que mi hija devore hasta la bandeja, así podremos disfrutar más. — Se retiraron los criados, incluida su ama, y se sentaron Zafar, Aixa y Hisham primero, luego su padre, su madre y ella. Menos mal que del protocolo sí se acordaba. — Deseo que me contéis todos qué ha acontecido en Granada en mi ausencia, aparte por supuesto de vuestra boda. Seguro que la celebrasteis en el Generalife, ¿a que sí? Su majestad siempre decía que, por sus jardines en primavera, era el lugar idóneo. — Aixa puso una especie de rictus mientras cogía una fruta. — Recibimos la bendición en el salón de los embajadores, pues es lo que corresponde a unos sultanes, y la celebración fue en Comares, por el largo número de invitados. Zafar tiende a idealizar demasiado las cosas, y el protocolo es protocolo. — Mina asintió lentamente. — Por supuesto. — Sí, su viejo amigo era muy soñador, pero esa era parte de su encanto… Al menos como hombre, si quizá no tanto como sultán. — Pues soy toda oídos a vuestras historias, que llevo mucho tiempo fuera. —
La sultana le imponía, y su mirada y su tono distaban mucho del de Zafar. — El honor es mío, majestad. No sabéis cuánto agradezco volver a Granada. — Ignoró todo lo demás. No era la primera que insinuaba algo así, de hecho, su madre se lo decía directamente. Amplió la sonrisa y agachó la cabeza. — Los Ben-Hamal pertenecemos a este reino. — Y que nadie dudara de ello. Ella intentaría traer paz y entendimiento con los cristianos, pero aquel era su sitio.
Miró a Zafar con cariño al oír cómo hablaba de su esposa. Lo cierto es que… Conocía a su amigo, y siempre se había imaginado al hombre como un ardiente enamorado, que vería solo por los ojos de su amada, entregado, y de la sultana acababa de hablar como… ¿De una amiga? ¿De alguien que formaba parte de su corte y trataba con amabilidad? Pero ella simplemente amplió la sonrisa y dijo. — Os recuerdo del palacio de mujeres, majestad. Siempre habéis sabido destacar entre la multitud. — Más bien no había quien la tosiera. Era autoritaria y gritona, decía lo que se debía hacer y lo que no, pero bueno, es que era hija de un muy importante noble, sus razones tenía. — Vos sin embargo siempre pasabais desapercibida detrás de un pergamino. Pero todas os envidiábamos por pasar tanto tiempo con el príncipe, como si fuerais su hermana. — Ella miró con cariño a Zafar y Hisham llegó corriendo a su cintura para abrazarla justamente. — Ese fue mi privilegio, sin duda, majestad. Mi infancia fue inmensamente feliz. —
Justo entonces, llegaron sirvientes con bandejas de fruta y bebidas. — Os habéis pasado, majestad. — Riñó su padre. — Ya vamos a tener la recepción oficial esta noche. — Zafar no ha querido escatimar en nada. — Dijo Aixa con una gran sonrisa, aunque a Mina le sonó poco menos que a reproche. — Pues no sabéis cuánto lo agradezco. Los cristianos rechazan la fruta. Son más de grandes asados y de bollos y panes, pero como la fruta de Andalucía… — Hizo una breve reverencia. — Con vuestro permiso, majestad. — Y se puso a comer de las fresas y naranjas que allí le ofrecían, antes de beber del té. — Siempre has comido como un bracero, Mina, no tienes educación. — Criticó su madre. — Déjala, mujer. Harto ha sufrido en Castilla porque no encajaba con sus gustos. — Contestó su padre, y también llevaba cierto tono de crítica. — Vamos, majestad, sentémonos antes de que mi hija devore hasta la bandeja, así podremos disfrutar más. — Se retiraron los criados, incluida su ama, y se sentaron Zafar, Aixa y Hisham primero, luego su padre, su madre y ella. Menos mal que del protocolo sí se acordaba. — Deseo que me contéis todos qué ha acontecido en Granada en mi ausencia, aparte por supuesto de vuestra boda. Seguro que la celebrasteis en el Generalife, ¿a que sí? Su majestad siempre decía que, por sus jardines en primavera, era el lugar idóneo. — Aixa puso una especie de rictus mientras cogía una fruta. — Recibimos la bendición en el salón de los embajadores, pues es lo que corresponde a unos sultanes, y la celebración fue en Comares, por el largo número de invitados. Zafar tiende a idealizar demasiado las cosas, y el protocolo es protocolo. — Mina asintió lentamente. — Por supuesto. — Sí, su viejo amigo era muy soñador, pero esa era parte de su encanto… Al menos como hombre, si quizá no tanto como sultán. — Pues soy toda oídos a vuestras historias, que llevo mucho tiempo fuera. —
Mina || Abril || En patios sur de la Alhambra
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Primavera tardía
Arqueó las cejas, sin perder el toque bromista, y dijo. - Me temo que estáis en la tesitura de elegir entre enfurecer a media corte o enfurecer al sultán. - Y rio con afabilidad, lo cual quitaba bastante credibilidad al hecho de poder verle enfurecido. Asintió con una sonrisa y las manos entrelazadas al diálogo de Mina con Aixa, alabándole cómo destacaba entre las demás. Él no veía fisura alguna en que pudieran llevarse bien, eran mujeres de carácter, y las habladurías de otros hombres sobre la maldad de ideas innata en las mujeres era una teoría de la que él no era partidario. Amplió la sonrisa a las palabras de Aixa. - Justamente. La hermana que el fruto de mis padres no me dio, la puso Alá en mi camino. - Sintió una pequeña punzada en el pecho al venirse al instante a su mente esos recuerdos infantiles en los que soñaba con vivir de la mano de Mina eternamente, y quizás no solo como una hermana. Pero la vida les había llevado por otros cauces, y eso no era malo, solo una circunstancia. Ahora tenía a Aixa de esposa, y podía tener el hermanamiento de Mina y su cariño por siempre igualmente. Era un hombre afortunado.
Hizo un gesto con ambas manos. - No digáis naderías. Un sultán nunca toma malas decisiones, ¿no es así? - Volvió a bromear aludiendo a los privilegios de su estatus, lo que hizo a los sirvientes reír al intercambiar miradas con ellos. Zafar ironizaba sobre esto porque, sin duda, no es la vida que habría elegido, pero dado que era la que tenía... En fin, al menos usarla para chanzas. - Sois mis invitados de honor. No es un gasto, es para mí necesario que estéis bien atendidos. - Arqueó las cejas, sorprendido. - ¿Cómo se puede rechazar la fruta? ¿Acaso hay un niño que rechace el dulce? ¿Se puede vivir sin ello? - Se inclinó hacia Aixa y susurró divertido, aunque también incluyendo a Mina, para que ambas les oyeran. - Después se sorprenderán de estar orondos como cantos. - Volvió a reír, y ya sí, hizo un gesto ceremonial para que se acercaran donde estaban los manjares.
- No puedo criticarla si viene de un lugar sin fruta. - Quitó gravedad a las palabras de los padres de Mina, y compartió con ella una mirada cómplice y una sonrisa. - Come sin problemas. ¿A quién se lo daremos si no? ¿A los pájaros? - Se sentaron todos. Fue a abrir la boca para hablar de la boda, pero los datos que añadió Mina le dejaron un tanto... Bueno, no reaccionó demasiado rápido. Aixa habló por él, confirmando lo que él acababa de notar: que efectivamente, su boda soñada habría sido en el Generalife, pero que no fue así, en cambio. Al último comentario de su esposa se limitó a sonreír, pero probablemente se notara la tensión en sus labios. Tendía a idealizar demasiado las cosas, sí, se lo decían constantemente... Pero, de haber sido otro, se habría casado en sus amados jardines. Pero no podía quejarse de tener la boda de un sultán ¿no? Como bien había reflexionado antes, era un hombre afortunado...
Miró a Mina de soslayo. ¿La defraudaría? ¿Pensaría de él que ahora... no era más que un sultán polvoriento de tantos otros que habían habitado la Alhambra, y de los que quedaban por venir a cientos? ¿Que no tenía nada más que ofrecer que... montañas de fruta y protocolos vacíos? Trató de recomponer una sonrisa y el tono jovial que tuviera, llenó el pecho de aire y lo soltó mientras decía. - La vida del sultán no es tan estimulante como pudiera parecer, me temo. - Agitó la mano, con gesto soñador, señalando hacia los jardines, y dejó caer. - El otro día... compuse un canto a un melocotón. - Y rio, y al reír, los sirvientes rieron con él. Odiaba las risas infundadas por su posición. Quería gente que riera con él de manera genuina, no por compromiso. Porque también había visto la risa comprometida de los padres de Mina, tensa, artificial, sin espíritu. Aixa, en cambio, ni eso se molestó en fingir, de hecho le pareció verle una cara de prácticamente vergüenza ajena. - A lo que me refiero es que... en eso invierto mis tiempos de ocio. - Dicen que los cristianos pretenden venir a nuestras tierras. - Puntualizó Aixa. - Y no precisamente en son de paz. - Hizo una caída de ojos con un toque casi hostil. - Supongo que esos deberían ser los entretenimientos del sultán. No ociosos, claro, pero no todo es ocio en esta vida. - Él volvió a poner sonrisa incómoda, pero no dijo nada. Notaba como su estatus caía en picado a cada sílaba que Aixa pronunciaba: ¿una mujer atreviendo a hablar así de su esposo? ¿Siendo este, ni más ni menos, el sultán? ¿Y delante de sus invitados de honor? Pero ella sabía a la perfección que él no haría nada, nunca lo hacía. De ahí que le consideraran débil. Tampoco debía haber ayudado en este aspecto la anécdota del melocotón. - Aunque supongo... - Continuó ella. - ...Que de esas historias podréis contarnos más vos que nosotros. - Aixa. - Ya sí detuvo. La miró y trató de sonreír, aunque se le veía la mandíbula en tensión. - Mina viene de un largo viaje. Está por fin en su tierra. No creo que quiera hablar de Castilla. - Creía que los temas de conversación los elegía el sultán. - El sultán elige entonces lo que elija su invitada. - Se había generado un silencio y un ambiente tenso. Tragó saliva. Miró a Mina y trató de sonreír. - Un melocotón. Como lo oyes. - Rio, aunque incómodo. - Decidme, ¿en qué puede ocupar un sultán mejor sus horas? Soy todo oídos a propuestas. -
Hizo un gesto con ambas manos. - No digáis naderías. Un sultán nunca toma malas decisiones, ¿no es así? - Volvió a bromear aludiendo a los privilegios de su estatus, lo que hizo a los sirvientes reír al intercambiar miradas con ellos. Zafar ironizaba sobre esto porque, sin duda, no es la vida que habría elegido, pero dado que era la que tenía... En fin, al menos usarla para chanzas. - Sois mis invitados de honor. No es un gasto, es para mí necesario que estéis bien atendidos. - Arqueó las cejas, sorprendido. - ¿Cómo se puede rechazar la fruta? ¿Acaso hay un niño que rechace el dulce? ¿Se puede vivir sin ello? - Se inclinó hacia Aixa y susurró divertido, aunque también incluyendo a Mina, para que ambas les oyeran. - Después se sorprenderán de estar orondos como cantos. - Volvió a reír, y ya sí, hizo un gesto ceremonial para que se acercaran donde estaban los manjares.
- No puedo criticarla si viene de un lugar sin fruta. - Quitó gravedad a las palabras de los padres de Mina, y compartió con ella una mirada cómplice y una sonrisa. - Come sin problemas. ¿A quién se lo daremos si no? ¿A los pájaros? - Se sentaron todos. Fue a abrir la boca para hablar de la boda, pero los datos que añadió Mina le dejaron un tanto... Bueno, no reaccionó demasiado rápido. Aixa habló por él, confirmando lo que él acababa de notar: que efectivamente, su boda soñada habría sido en el Generalife, pero que no fue así, en cambio. Al último comentario de su esposa se limitó a sonreír, pero probablemente se notara la tensión en sus labios. Tendía a idealizar demasiado las cosas, sí, se lo decían constantemente... Pero, de haber sido otro, se habría casado en sus amados jardines. Pero no podía quejarse de tener la boda de un sultán ¿no? Como bien había reflexionado antes, era un hombre afortunado...
Miró a Mina de soslayo. ¿La defraudaría? ¿Pensaría de él que ahora... no era más que un sultán polvoriento de tantos otros que habían habitado la Alhambra, y de los que quedaban por venir a cientos? ¿Que no tenía nada más que ofrecer que... montañas de fruta y protocolos vacíos? Trató de recomponer una sonrisa y el tono jovial que tuviera, llenó el pecho de aire y lo soltó mientras decía. - La vida del sultán no es tan estimulante como pudiera parecer, me temo. - Agitó la mano, con gesto soñador, señalando hacia los jardines, y dejó caer. - El otro día... compuse un canto a un melocotón. - Y rio, y al reír, los sirvientes rieron con él. Odiaba las risas infundadas por su posición. Quería gente que riera con él de manera genuina, no por compromiso. Porque también había visto la risa comprometida de los padres de Mina, tensa, artificial, sin espíritu. Aixa, en cambio, ni eso se molestó en fingir, de hecho le pareció verle una cara de prácticamente vergüenza ajena. - A lo que me refiero es que... en eso invierto mis tiempos de ocio. - Dicen que los cristianos pretenden venir a nuestras tierras. - Puntualizó Aixa. - Y no precisamente en son de paz. - Hizo una caída de ojos con un toque casi hostil. - Supongo que esos deberían ser los entretenimientos del sultán. No ociosos, claro, pero no todo es ocio en esta vida. - Él volvió a poner sonrisa incómoda, pero no dijo nada. Notaba como su estatus caía en picado a cada sílaba que Aixa pronunciaba: ¿una mujer atreviendo a hablar así de su esposo? ¿Siendo este, ni más ni menos, el sultán? ¿Y delante de sus invitados de honor? Pero ella sabía a la perfección que él no haría nada, nunca lo hacía. De ahí que le consideraran débil. Tampoco debía haber ayudado en este aspecto la anécdota del melocotón. - Aunque supongo... - Continuó ella. - ...Que de esas historias podréis contarnos más vos que nosotros. - Aixa. - Ya sí detuvo. La miró y trató de sonreír, aunque se le veía la mandíbula en tensión. - Mina viene de un largo viaje. Está por fin en su tierra. No creo que quiera hablar de Castilla. - Creía que los temas de conversación los elegía el sultán. - El sultán elige entonces lo que elija su invitada. - Se había generado un silencio y un ambiente tenso. Tragó saliva. Miró a Mina y trató de sonreír. - Un melocotón. Como lo oyes. - Rio, aunque incómodo. - Decidme, ¿en qué puede ocupar un sultán mejor sus horas? Soy todo oídos a propuestas. -
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