El joven Sinclair se tomó un par de días de descanso antes de retomar los asuntos que había dejado en pausa al marcharse del condado. Organizó sus misivas, habló con sus amistades, habló con su padre y con su hermano de negocios y con su madre de los detalles de la situación familiar que había visto durante su viaje. Respondió a todas las cartas que había recibido en su ausencia con relativa presteza, aunque hubo una contestación que le llevó más tiempo. Miraba la cajita de la cajita Brydges que había escondido en su dormitorio para evitar el interrogatorio que le haría su madre al respecto si la viera y no terminaba de encontrar las palabras para responder a tan amable gesto. Tal y como había observado Christopher, tenía que ser cuidadoso.

Al final, se decidió por un mensaje cortés, sin demasiados adornos, que mostrara el agradecimiento que merecía un gesto tan osado sin entrar en lo atrevido.

«Estimada señorita Brydges,

Ruego disculpe mi tardanza a la hora de escribir esta carta. Como ya sabrá, he pasado las últimas semanas fuera del condado, visitando a la familia en el norte del país, donde hacía frío hasta cuando hacía sol, por contradictoria que parezca esta afirmación. Me alegró enormemente encontrar vuestra correspondencia a mi regreso. No imaginé que os habríais tomado la molestia de enviarme un regalo tan hermoso como este, por el cual os estoy sinceramente agradecido. Estoy seguro de que no os habrá resultado sencillo escogerlo.

De nuevo, gracias por vuestra consideración. Espero que podamos volver a charlar cara a cara muy pronto.

Sin otro particular,
Edwin Sinclair».

Le había dado las gracias por el regalo, había mostrado su aprecio por el detalle y no había mentido al decirle que esperaba que pudieran verse en breve, pero había mantenido las distancias al no proponer una fecha para ello directamente. Tendrían que volver a coincidir, pues, en el siguiente evento social del calendario, siempre y cuando tuvieran la oportunidad para ello, y al cabo de un par de semanas los Sinclair recibieron una invitación para asistir a un acto de caridad de los que se celebraban todos los años.

— Ah, fantástico — dijo cuando su madre le comunicó las nuevas —. Es una estupenda noticia.

Cuando había un evento a la vuelta de la esquina, las calles desbordaban de actividad, de la misma manera en la que una planta habría vuelto a estirar sus hojas habiendo sigo regada tras un periodo de sequía. La gente, como las abejas que acudían a las flores y zumbaban buscando polen, volvía a parlotear alegremente sobre trivialidades tales como a qué se habían dedicado últimamente los organizadores del evento, qué código de vestimenta convendría seguir para no destacar por las razones equivocadas o anteriores celebraciones sobre las que todavía se hablaba por motivos que oscilaban entre lo vergonzoso y lo exquisito. Al cabo de unos días, cuando al fin llegó la fecha, la expectación era tan grande que apenas podía ser contenida en los magníficos jardines de los Baxter, quien por todos era sabido que se dedicaba al cuidado de su particular oasis con una reverencia providencial.

— ¿No hace un día magnífico, señor Sinclair? — la señorita Wakefield gorjeaba como un jilguero, pero sin la armonía de su canto.

— Ciertamente — asintió él, procurando disimular su escaso interés, aunque sin rayar lo maleducado —. Algo de calor, quizá.

— Ah, sí. Es una lástima que los caballeros no lleven un abanico, estoy segura de que os resultaría muy útil — soltó una risita carente de toda gracia y batió sus pestañas en dirección a Edwin antes de bajar la voz al tono de las confidencias —. No me importaría compartir mi abanico con vos, señor Sinclair, si así me lo pidiérais.

— No será necesario, señorita Wakefield, pero le agradezco su consideración — Edwin fingió no darse cuenta de su decepción —. Si me disculpa…

Se escabulló con la excusa de hacerse con un refrigerio para su madre, dado que si fuera él solo sospechaba que la señorita Wakefield insistiría en acompañarlo, y se perdió entre el gentío rápidamente. Retomó conversaciones casuales con otros asistentes al evento y llamó su atención una voz conocida. Al volverse, se encontró con la señorita Brydges, que se encontraba acompañada de un caballero.

— ¿Quién es él, madre? — preguntó Edwin.

— Ah, déjame ver — la mujer lanzó un discreto vistazo en dirección a la pareja y frunció el ceño, luchando con su memoria por recuperar el nombre —. Es… el señor Woodhouse, creo. Tiene muchas propiedades, tantas que no sé cómo las gestiona.

— Ah, mira tú — sonrió sin humor y volvió a mirar a la señorita Brydges, a la espera de poder compartir un instante con ella. Si aquel hombre la estaba aburriendo, no dudaría en acudir a su rescate.