La familia de Adam empezó a crecer desde abajo. Dueños de una pequeña plantación, que empezó a crecer hasta convertirse en una de las tierras más importantes del reino. Sin embargo, aprendieron de la manera difícil que las tierras no son títulos, y los títulos hacen a un noble. Sus oportunidades se encontraban restringidas por aquello, por eso Adam nunca esperó encontrar el amor en los brazos de una princesa.

Ebba, a pesar de no ser la heredera directa del reino gobernado por su progenitor, siempre se encontró en una buena posición. Enamorarse no estaba entre sus planes hasta que lo hizo, y no tenía idea de lo que tenía para arriesgar. Tan solo se lanzó de cabeza a compartir una parte de ella por lo que otros gobernantes seguramente matarían.

Por otra parte, se encuentra el rey Hans Peuster. Un hombre que acaba de sentarse en el trono después de la muerte de su padre, y que se encuentra en la boca de todo el reino vecino. Todos discuten acerca de la falta de mujeres que comparten la cama del rey, incluso se ha corrido el rumor de que prefiere la compañía de los hombres por encima del de las damas que se presentan ante él.

Debido a esto sus consejeros crean una alianza con el reino vecino, para eliminar los rumores que hay alrededor de su propio rey, deciden hacer un trato con el padre de Ebba. Su padre acepta de manera inmediata, en un intento de disminuir los rumores que corren en su propio reino, esos que indican que su hija ha perdido su virtud fuera del matrimonio, con un hombre que ni siquiera tiene el título o la posición para estar con una princesa.

Ebba es trasladada al reino vecino. Un matrimonio es arreglado para quitar a Adam del medio, pero incluso antes de poder conocer a su futura prometida, el chico decide huir y Ebba arregla su protección en ese lugar en el que ahora le llaman reina.

Pero esta historia es diferente a todas esas que narran los encuentros prohibidos de dos amantes furtivos. ¿Qué pasa cuando el mismo rey les convence de hacer un trato? Podrán mantener su relación en secreto, siempre y cuando él pueda escoger a sus propios acompañantes sin ser juzgado. El rey y la reina gobernarán, y ninguno tendrá que sacrificar demasiado.

El caballo relinchó cuando Adam se posicionó para montar. Fue extraño, el animal parecía estar nervioso, así que intentó tranquilizarlo con algunos toques en la cabeza antes de volver a hacer el intento de montar. Al echar una rápida mirada al exterior se encontró con el mismo cielo encapotado amenazando lluvias, cubriendo cualquier luz posible del sol de media tarde. El ambiente, además, era pesado y húmedo, incluso él se notaba inquieto con aquel clima. Probablemente empezaría a llover pronto, no era el momento idóneo para salir a cabalgar, pero su adoraba Ebba le había hecho llegar un mensaje urgente para citarlo en su lugar de siempre y no podía fallarle. Estaba preocupado ante la urgencia que sintió que transmitían las escuetas palabras, algo había sucedido a Ebba, algo grave, pero mientras en su mano estuviera él la protegería.

Arrió, pues, al caballo para que emprendiera la marcha y este, aunque algo reticente en un inició, obedeció. Salió de las caballerizas y recorrió el camino, poco a poco ordenando al caballo que fuera más y más rápido hasta que acabó al galope internándose en el bosque.

Se sabía el camino de memoria, cada rama y cada árbol en el camino, las pendientes, las raíces, las piedras... Su corcel reconoció también el camino y eso pareció quitarle en algo la inseguridad de la partida pese a la lluvia que empezó a caer en pequeñas para elevar rápidamente su fuerza en densos goterones que le calaron rápidamente la ropa. Adam se agarró bien a las riendas y empezó a frenar en el momento en que vislumbró la vieja cabaña de cazadores en el pequeño claro.

Dejó a su caballo a cubierto y atado, junto a un cubo de agua y hierba fresca, antes de dirigirse hacia la entrada. Se apartó el cabello mojado de la cara antes de propinar tres golpes acompasados en la puerta que no eran otra cosa si no su señal para que, si Ebba estaba allí, supiera que era él.

Ebba se había repetido en más de una ocasión que su vida era suya, y solo suya. A fin de cuentas, su padre siempre había procurado enseñarle que la libertad era el rasgo más importante de las personas que habían nacido en su posición. Le había enseñado a estar agradecida de esa capacidad de andar sin tener que esperar la siguiente orden... Pero con el paso de los años, la princesa había llegado a la conclusión de que se encontraba tan atada como los esclavos que dormían incómodamente junto a los establos.

El punto más alto de aquella conclusión llegaría aquel día, durante la hora de la cena, cuando su padre decidió anunciar su compromiso con un hombre con el que apenas había compartido un par de palabras cuando era niña y viajaron al reino con el que su padre había intentado mantener una alianza durante años.

La discusión no se había tardado en llegar a su mesa, pero sus palabras fueron rápidamente calladas por su padre, que escogió ese momento para recordarle el poder que tenía sobre ella, sobre cada una de las personas que se encontraba bajo su reinado.

Por eso recurrió a una de sus criadas para que la nota llegara a Adam. Aquella mujer era una romántica empedernida, y estaba convencida de que lo que había entre ellos era amor de verdad. Ebba no podía estar tan segura de aquello, pero estaba segura del riesgo que corría cuando decidió ponerse su capa y pedir que prepararan a su caballo.

Cabalgó hasta aquel punto de encuentro que se había convertido su lugar seguro, y al llegar allí, se deshizo de las prendas mojadas que cubrían su cuerpo para luego ir por algo de madera seca a la parte de atrás de la pequeña caseta.

Pudo escuchar de nuevo un caballo acercarse, y se mantuvo muy cerca de la puerta hasta escuchar el sonido acompasado de los golpes de Adam contra la madera de la puerta.

—Estás aquí.— Comentó, con una sonrisa que no congisuió iluminar sus ojos como solía hacerlo cuando su mirada se encontraba con la del hombre.

Cuando se abrió la puerta Adam ya estaba sonriendo solo de imaginar el rostro de Ebba recibiéndolo. La abrazó en cuanto la puerta fue abierta del todo, olvidando por un momento que sus ropas chorreaban a causa de la tormenta. Al separarse se disculpó con una leve mueca entre la disculpa infantil y la burla. Sin embargo pronto se dio cuenta de que su broma no estaba surtiendo el efecto deseado. Ebba sonreía, sí, pero la sonrisa no llegaba a sus ojos, la felicidad no era compartida.

- ¿Qué sucede? -preguntó entonces con el ceño ligeramente fruncido. No era propio de Ebba lucir aquella expresión triste, tenía que haber sucedido algo.

Con cuidado entró a la cabaña y cerró la puerta tras él, el silencio roto solo por la tormenta que azotaba la cabaña desde fuera. Se desprendió de la capa mientras esperaba a que respondiera, no queriendo presionarla por responder pero a cada segundo más preocupado por dicha respuesta.

- ¿Tiene algo que ver con tu padre? -pese a lo grande que era el palacio los rumores se esparcían rápidamente. Todas las criadas comentaban la discusión entre la princesa y el rey, así cuan disgustada había salido la primera de la sala de banquetes. No obstante, Adam no quería que Ebba pensase que la espiaban, si había algo que tenía que contarle confiaba en que ella lo haría eventualmente sin necesidad de que él la forzase a hacerlo.

Ebba sospechaba que aquel día llegaría, pero esperaba que el lazo fuerte que había construido durante el paso del tiempo con su padre le ayudara a que este le permitiera escoger con quien pasaría el resto de su vida. Sin embargo, estaba claro que ella era simplemente una pieza de un gran rompecabezas, como mercancia con la cual hacer un intercambio en momentos de necesidad como ese. Ebba conocía su responsabilidad, pero también su valor, y no podía dejar de sentirse frustrada porque aquello no era lo que deseaba para su vida.

Debería ser prudente con la forma en la que daría las noticias a Adam. Sabía bien que aquello no le sentaría bien, y seguramente su rabia subiría a los mismos niveles desproporcionados en los que se encontraba la suya propia. Sin embargo, no podía ocultar la información por demasiado tiempo, porque le había citado allí para ello.

—Mi padre quiere casarme con el rey Frank, del reino vecino. En realidad, no solo quiere casarme... Parece que ha firmado un acuerdo en el que ha aceptado una fecha.— Le dijo, sin intentar disimular su propia frustración, pero a sabiendas de que no estaba dando la noticia de forma prudente para su acompañante. No se sentía en posición de actuar de forma políticamente correcta tampoco.

Estaba pensando en todas las decisiones impulsivas que podría llegar a tomar en un momento como aquel, pero nada sonaba a una idea suficientemente sólida, en la que Adam no saliera perjudicado de ninguna forma. Por eso, tenía una unica petición que hacer.

—No quiero hablar de ello hoy... Podemos idear un plan mañana, buscar algo de dinero, tomar los caballos y salir de aquí... Pero por esta noche, ¿crees que puedas quedarte conmigo?— Siempre había sido precavida al no pasar sus noches al lado de Adam, para evitar cualquier posible tentación, pero en ese momento no podía preocuparse por ello, solo le quería a el.

La noticia le cayó como un jarro de agua fría. La sonrisa causada ante la felicidad por verla desapareció por completo así como sus ojos se ensancharon ligeramente ante la sorpresa. Adam siempre había sabido que ese día llegaría, tarde o temprano Ebba debería cumplir con su deber, contraer matrimonio y unir lazos con otra gran familia. Pero no era lo mismo saberlo cuando solo era un soldado suspirando en secreto por su señora que ahora que por fin la tenía. No se había permitido pensar en ello desde que empezaron su idilio, se había negado ante una realidad imparable y quizás por eso el golpe le había dolido más.

— Yo... él... — incapaz de formar una respuesta coherente, tal vez porque no la tenía, tal vez porque la rabia y la pena que iban formándose en su interior, arremolinándose entre ellas empezando a crear los inicios de una tormenta, no le dejaban pensar. O quizás fueron las palabras de Ebba, la petición susurrada con ojos llorosos y aliento contenido que parecía prometer tanto sin decir nada.

Adam tragó saliva con pesadez y tomó una honda inspiración intentando calmarse. Con suavidad elevó las manos hasta depositarlas sobre los hombros de Ebba a la vez que sus ojos buscaban los de ella. Bajo sus manos Ebba parecía pequeña e indefensa y aun así irradiaba un calor reconfortante que lograba calentar hasta su corazón. Nunca había podido negarle nada y aquella tampoco sería la ocasión. Adam lo supo en cuanto las puntas de sus labios tiraron formando una sonrisa de nuevo, todavía habría tristeza en sus ojos, pero solo amor en el corazón.

— Como mi señora ordene. Sabes que me quedaré contigo hasta mi último aliento. — respondió justo antes de inclinarse para buscar los suaves labios de Ebba con los suyos propios. Había imaginado durante mucho tiempo cómo sería besar a Ebba, pero sus fantasías jamás pudieron compararse a la realidad. Nada se compararía a aquellos labios suaves, al aliento caliente de ella contra su boca, al sabor de su lengua al enredarse con la propia. Amaba besar a Ebba casi tanto como la amaba a ella por entero y habría sido hipócrita decir que jamás pensó en llegar más lejos que un beso, sin embargo ella siempre iba primero. — No tenemos que hacer nada, Ebba, me quedaré contigo y vigilaré tu sueño.

Esperaba que Adam entendiera lo que le estaba pidiendo. Ebba sentía que había dejado todo de lado por intentar seguir sus responsabilidades, pero se negaba a convertirse en el juguete de alguien. Se negaba a ser esa princesa que no podía tomar una decisión porque su padre debía hacerlo todo por ella. Tenía una voz, y no iba a dudar en usarla si eso significaba poder hacer lo que dictaba su corazón por una vez en su vida.

Estaba intentando mantenerse estable, no quería que su voz temblara, no quería mirar hacia el suelo ni permitir que las lágrimas que inundaban sus ojos se desbordaran. No quería verse débil, por más que supiera que se encontraba delante de la única persona que no la juzgaría por ello. Estaba tomando decisiones a paso acelerado, porque necesitaba más que nadie sentir que tenía poder sobre su propia vida. Por eso había llegado hasta allí, por eso le estaba pidiendo que le acompañara durante la noche.

Respondió al beso como si el deseo que sentía fuese lo único que tenía claro. Incluso permitió que lo profundizara un poco más, dejó que su lengua jugara contra la suya, se permitió probarlo un poco más y sentirlo en su boca. Al escucharlo, sonrió suavemente y tomó su mano, para guiarlo hasta la cama en la que habían dormido más de una vez.

Ebba se dio la vuelta, enseñando el nudo de su corsé y girando apenas la cabeza para señalarle por dónde debía empezar a tirar del hilo para soltarlo. Jamás le había pedido algo así, pero, en ese momento se sentía un poco más valiente de lo normal.

—¿Puedes ayudarme?— Preguntó, pero su voz indicaba que no estaba pidiendo un favor porque se sintiera incapaz de realizar aquella tarea por su cuenta. Quería sentirlo, quería aventurase a sentir sus dedos firmes mientras le desnudaba pieza a pieza.

Cuando Ebba se dio la vuelta Adam no fue capaz de decir nada, debería de haberle dicho algo, haber mostrado una actitud caballerosa y asegurarle que nada de aquello hacía falta, que el siempre la amaría. Pero no pudo, hipnotizado y con la boca seca contempló su nuca, tenía un lunar justo allí, sobre el pequeño nudo que parecía increíble que él solo consiguiera mantener en su sitio el corsé. Con la yema del los dedos se atrevió a tocarlo y poco a poco empezar a descender hasta que la cuerda del pequeño nudo se enredó en su dedo índice. Tiró poco a poco y el nudo se desabrochó.

No era la primera vez que Adam se sumergía en la tarea de desvestir a una mujer. Había habido otras, mujeres anónimas cuyos rostros a penas recordaba de un tiempo en el que no era más que un muchacho que intentaba demostrar que era un hombre cuando todavía no había entendido con exactitud lo que tal palabra significaba. No habla amado a ninguna de aquellas mujeres, ninguna de ellas había significado para él ni la mitad de lo que significaba Ebba.

Con las manos temblando ligeramente trabajó en quitarle la prenda hasta que el corsé descansó en un montón en el suelo. Pieza a pieza la desnudó, las sedas cayeron al suelo sin el cuidado a la que estaban acostumbradas y la piel porcelana de la princesa se reveló ante los ojos de Adam. Fue, y sería, lo más precioso que jamás vio. Se tomó su tiempo para memorizar tal imagen, acarició y beso su piel suave con reverencia casi mística.

Ninguno de los dos sabía qué les depararía el mañana, pero aquella noche se pertenecían el uno al otro y por primera vez se demostraron de manera física cuan profundamente se amaban. El mañana llegaría, pero hasta que lo hiciese vivirían como si solo ellos dos existieran.

Nunca se había sentido tan vulnerable como aquella noche. Sin embargo, aquella exposición parecía necesaria. Estaba dejando que sus sentimientos se reflejaran en sus acciones, estaba permitiendo que sus impulsos se llevaran a la razón, ocultándola hasta que la persona que amaba pudiese ver cuan honestas eran sus emociones.

Ebba estaba llena de miedo, llena de dudas por lo que ocurriría cuando abriera los ojos la mañana siguiente. Sin embargo, durante las horas que compartieron juntos, cualquier sombra de duda se apartó de su mirada. Todo lo que importaba era ella y Adam, dando un paso que cambiaría el curso de sus vidas para siempre sin que ninguno de los dos lo viera así en el momento.

Lo siguiente que notó fue el cosquilleo del sol sobre su piel desnuda. Un brazo rodeaba su cuerpo mientras ella se veía arropada por la piel de su amado. Permaneció allí por un par de minutos, antes de moverse ligeramente para mirarle. El movimiento de sus párpados le indicaba que él también estaba retomando la consciencia, y en cuanto le vio despertarse, juntó sus labios en una acción rápida y se levantó.

—Mi padre debe estar preguntando por mi, no podemos permitir que salgan a buscarnos.— Dijo, empezando a buscar su ropa para poder empezar a vestirse. Aquella mañana no tendría un inicio romántico, porque todo lo que quedaba era lo que ella había querido ignorar la noche anterior: debía enfrentarse a las consecuencias.

El viaje de vuelta al castillo fue silencioso. Adam calló todo lo que realmente quería decir, concentrándose en fijar su vista al frente y dejar la mente en blanco. No tenía derecho a decirle todas aquellas cosas que calló, era un simple caballero y ella era una princesa. Ya había tenido incluso más de lo debería de habérsele permitido. Cuando Ebba marchase con su marido Adam todavía podría quedarse con aquellos recuerdos, recuerdos que lo mantendría vivo pero sin vivir del todo.

La llegada al castillo fue igual que el viaje, silenciosa. Entraron por la puerta trasera, usada únicamente por los sirvientes y Adam se encargó de los caballos. Antes de irse, en lo que fue una despedida amarga, se permitió besarla por última. Era peligroso, lo sabía, pero no pudo evitarlo. Después, simplemente la observó desaparecer en el interior del castillo y él avanzó en dirección contraria hacia las caballerizas. Ninguno advirtió de los ojos maliciosos que observaron su despedida entre las sombras.


— Puede creerme, majestad, los he visto con mis propios ojos. Su alteza, la princesa Ebba, se estaba besando con su guardia personal. Siempre le dije que ese chico no era trigo limpio. Dios sabe cuánto tiempo lleva corrompiendo a su alteza. Debe hacer algo, mi rey. Si el futuro marido de la princesa se enterase de esto cancelaría el compromiso y no sería si no una catástrofe. Necesitamos su apoyo en la guerra que se avecina.

El rey, sentado en su trono, asintió ante las palabras de su consejero, dejando ir un suspiro cansado antes de agitar la mano hacia el jefe de la guardia.

— Capturen a Ser Wägner, será enviado a prisión y condenado a la horca por tocar a un miembro de la familia real.

El jefe de la guardia asintió, sin comentario alguna, saliendo de la sala del trono a paso rápido. Una vez en el pasillo redujo la velocidad, deteniéndose por un instante para maldecir. Ese estúpido chico, le dijo que se mantuviera lejos de la princesa, que cumpliese con su deber y nada más o se metería en problemas. ¿Le había hecho caso? No, por supuesto y ahora se había metido de lleno en el mayor problema que pudiera imaginar. ¿Qué iba a hacer con él?

Entró a su habitación como si no hubiera pasado la noche fuera de la misma. La deshizo por completo, tirándose sobre la cama hasta que sus criadas llegaron para ayudarle a vestirse. Todas ignoraron las pequeñas marcas en su piel, pero, Ebba estaba segura de que habría susurros al respecto. Sin embargo, no podía sentirse particularmente nerviosa por los rumores que pudieran extenderse, estaba cansada de dar explicaciones por cada una de sus acciones.

Sin embargo, todo estaba a punto de cambiar aquel día. La chica terminó de arreglarse, recogió su cabello y estaba dispuesta a dirigirse al comedor para poder tomar su desayuno antes de seguir con su rutina diaria. Sus planes cambiaron en el momento en el que escuchó la puerta de su habitación.

Se acercó a la misma, solo para darse cuenta de que los guardias parecían haberse marchado y había un alboroto en el castillo. Y allí estaba Adam, luciendo desesperado en su puerta. Ebba tiró de su camisa, empujándolo dentro de la habitación antes de que alguien le viera y cerrando la puerta inmediatamente.

—¿Qué haces aquí?— No era la manera más adecuada de saludarle, pero, desde el inicio habían acordado que no se encontrarían dentro del castillo mientras su padre se encontrara allí. Lo que había pasado la noche anterior no cambiaba del todo las normas.

El latido apresurado de su corazón parecía ensordecer cualquier otra cosa y aun así Adam era tremendamente consciente de los pasos pesados del resto de guardias buscándolo por la fortaleza. Cuando Ser Cedrik, el capitán de la guardía y un segundo padre para él, le instó a que huyera por ser descubierto su amorío con la princesa Adam apenas había tenido tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Ni si quiera había tenido tiempo de recoger sus pocas pertenencias antes de tener que marchar.

Acabar frente a la puerta de Ebba no fue realmente premeditado, pero simplemente Adam no podía pensar en marcharse sin despedirse. Los tres golpes secos y apresurados contra la madera tuvieron respuesta de manera prácticamente inmediata. Fue arrastrado al interior de la habitación que, hasta el momento, solo había podido vislumbrar a retazos cuando la puerta se abría y cerraba para la princesa.

— Ebba. —murmuró mientras se acercaba a ella y la atraía a sus brazos para un  necesitado abrazo.. — Ebba, mi amor, debo marcharme. Tu padre sabe lo nuestro, no sé cómo es posible, pero lo sabe. Ha ordenado que me detengan. —se separó solo un poco, todavía sin soltarla disfrutando de los últimos momentos que le quedaban junto a ella.— Me quedaría de no saber que será peor para ti, escucha, cuando te pregunte debes decirle que yo te obligué, no debe recaer en ti la culpa también.

Las noticias vinieron para ella como un balde de agua fría. Se quedó en silencio, por más tiempo del que debería teniendo en cuenta que cada segundo era una ganancia para el chico. Sabía que no podía quedarse allí para siempre, pero, en un acto desesperado se lanzó a sus brazos y se abrazó a él para decir: —No puedes irte.— Pero era justamente lo que tenía que hacer. Ebba estaba hablando desde el corazón, y no desde la lógica.

Sin embargo, los golpes secos que resonaron en su puerta fueron el claro indicativo de que era momento de pensar y no de sentir. La morena se alejó de él, y gritó para que pudieran escucharle: —¡Un momento! No me encuentro presentable.— Gritó, a sabiendas de que, a menos que se tratase de una de sus señoritas, nadie se atrevería a entrar para verle desnuda.

Retiró la pesada ropa que llevaba encima, dejándola al lado de su armario para quedarse solo con su camisón y fue rápidamente a buscar un pergamino en el escritorio para escribir un nombre: —Ve al pueblo, este señor... Tiene un taller, me debe un favor, búscalo y escóndete. Mandaré a buscarte en cuanto pueda.— Fue todo lo que dijo, antes de ir a buscar algo con lo que cubrirse para dirigirse hacia la puerta mientras el chico se escondía. Tras revisar de manera superficial la estancia, los guardias se retiraron, y Ebba le apresuró a salir de su escondite.

—No voy a dejar que te persigan por esto. Hablaré con mi padre... Yo... Haré lo que tenga que hacer.— No sabía hasta dónde tendría que llegar por aquello, ni se imaginaba los límites que estaba dispuesta a cruzar. A pesar de ello, volvió a abrazarse al hombre que amaba, sin estar del todo dispuesta a dejarlo ir.

Los golpes contra la puerta le cortaron la respiración y cualquier cosa que fuera a decir. Un intercambio rápido de miradas con Ebba le hizo comprender el plan y rápidamente se escondió en el armario de la joven. Sabía que los guardias no mirarían allí, rebuscar entre las prendas privadas de la princesa podría ser considerado una falta grave y ya fuera por miedo a ello o simple pudor, no se atreverían a mirar a allí.

Encerrado en el armario, casi conteniendo la respiración, su teoría quedó afirmada cuando los guardias se marcharon sin encontrarlo. Adam salió del armario lo más silenciosamente que pudo para asegurarse de no advertir a ningún guardia que hubiera quedado rezagado. Una media quedó enganchada en su camisa y la apartó con un ademán avergonzado. Como guerrero le avergonzaba tener que esconderse, pero Adam sabía que aquello era lo mejor. Nada ganaría luchando contra toda la guardia, mucho menos estando Ebba en medio, podría ponerla en peligro y eso si que no se lo perdonaría jamás.

—Ebba…— murmuró intentando hacerla entrar en razón. Pero Adam la conocía, ya había visto antes aquel brillo en sus ojos y sabía lo que significaba, Ebba no iba a rendirse. Agarró entonces el pergamino, la tinta todavía húmeda le manchó las yemas de los dedos. —Prométeme que no harás ninguna locura, que te mantendrás a salvo.— le rogó. Se acercó entonces a ella de nuevo para un último beso. Su mano libre en la nuca de ella y los labios a poco menos de un suspiro de los de Ebba. Había muchas probabilidades de que aquel fuera su último beso.— Promételo, princesa, prométeme que te cuidarás.

Podía escuchar su corazón palpitar con fuerza en su pecho en el momento en el que los guardias empezaron a aporrear la puerta. Retiró rápidamente las prendas que llevaba encima, quedándose en ropa interior y buscando una de sus batas mientras el hombre se escondía en uno de los armarios de robusta madera que se encontraban junto a una de las paredes de su habitación.

Ebba se apresuró a la puerta, y con las mejillas sonrosadas por la vergüenza, la abrió. Los guardias se sorprendieron al verla, ninguno de ellos esperaba encontrarla aun con sus prendas para dormir, no solía abrir la puerta jamás bajo aquellas circunstancias.

—Espero que vengáis a tocar la puerta de esa manera por algo verdaderamente urgente, de lo contrario, mi padre escuchará cómo habéis venido a espiar a su hija en este atuendo. — Podía fingir que se acababa de despertar, era pronto en la mañana, sus criadas aun no habían aparecido para ayudarle a tomar su baño y vestirse.

—¿Qué ocurre? — Preguntó, en un tono de voz impaciente. Los guardias le indicaron a quien estaban buscando, y Ebba se movió para dejarles entrar en la habitación. Sin embargo, avergonzados, apenas miraron de manera superficial y se resignaron a no encontrar a nadie allí. —Espero que esto no vuelva a ocurrir. — Pidió, antes de cerrar la puerta y apoyarse contra ella, soltando el aire que no sabía que había estado conteniendo antes de apresurarse al armario.

Las lágrimas inundaron sus ojos de manera inmediata al verle, pero, se aseguró de que llevara el pergamino con él. Sabían los riesgos de lo que estaban haciendo, habían intentado ser cuidadosos, pero, Ebba se había dejado llevar por sus emociones, y aquello lo arruinó todo. Lo mínimo que podía hacer era protegerlo.

—Sé cuidar de mi misma, pero, mandaré a buscarte. Te lo prometo, nadie te hará daño. — Aseguró, mientras se acercaba para unir sus labios en un beso desesperado, humedecido por las lágrimas que resbalaban sobre sus mejillas. Su padre seguramente querría la cabeza de Adam en una bandeja, sin embargo, Ebba no lo permitiría.

Le vio marcharse, a la espera de que nadie le atrapara a la salida del castillo, y esperó a que fuesen a buscarla para ponerse presentable antes de enfrentarse a su progenitor.

El disgusto de su majestad era más que palpable y no solo por el fruncimiento excesivo de su ceño o la tensión en sus hombros, era incluso el aire a su alrededor el que se sentía alterado.

Sentado en su imponente trono esperaba con impaciencia la llegada de su hija, a la par que tamborileaba con sus dedos una melodía sin ritmo sobre el reposabrazos del trono. Su consejero de más confianza restaba en pie a su lado intentando mantener una actitud firme, pero el tembleque de sus piernas lo delataba. Los soldados apostados en la entrada ni siquiera se atrevían a dirigirle la mirada temerosos de que la ira del rey recayese sobre ellos.

— ¿Cuánto más va a tardar mi rebelde hija en presentarse ante su rey? —exclamó con voz profunda y su consejero se adelantó hacia él un paso para susurrarle algo al oído.

— Su alteza real la princesa Ebba. —anunció el heraldo y las puertas del salón del trono se abrieron para ella.

Con un ligero movimiento de muñeca despidió a su consejero para que se alejarse y contempló a su hija acercarse hasta el pie de las escaleras que conducían al trono. Durante unos segundos el rey Ludwig no pronunció palabra, permaneció en su lugar en el elevado trono observando a su hija como si de una desconocida se tratase. Cuando por fin habló, sus palabras resultaron llenas de decepción.

— ¿Tienes alguna excusa para explicar tus accione?

Sus criadas fueron a preparar su baño y su atuendo para aquel día. Estaba claro que habían estado cuchicheando entre ellas, porque los cotilleos se esparcen más rápido que el fuego. Ebba se sentía desesperada, pero, estaba permitiendo que su mal humor se manifestara de forma evidente para que nadie le hiciera ni una sola pregunta. Tomó su baño en completo silencio, y se vistió de igual manera antes de ser escoltada por los guardias hasta la sala del rey.

Todavía no estaba segura de lo que iba a decirle, mucho menos de si iba a confesar porque sus palabras podían facilmente ser utilizadas en su contra, y no quería darle armas a su padre para levantar todas las piedras del reino hasta dar con la persona que se había llevado la inocencia de su hija.

Se respiraba un aire pesado en la sala del trono, sin embargo, Ebba caminó con la frente en alto hasta quedarse frente a su padre. Saludó con una leve inclinación, y esperó a que este pidiera a su consejero que se retirara porque no tenía intención alguna de mantener una conversación privada con ese hombre allí.

—¿Exactamente qué es lo que crees que he hecho? — Preguntó, porque prefería partir de lo que le habían contado a su progenitor, para poder decidir hasta qué punto podía estirar sus mentiras para salvar la vida de Adam.

Ante las palabras de su hija el Rey dejó ir un suspiro lleno de cansancio. Se hacía mayor, la corona pesaba y el tiempo de conseguir un heredero para su reino parecía ya haber acabado. Ebba era todo lo que tenía, siempre había adorado a su hija, una muchacha bonita y lista a la que había consentido demasiado. Siempre se le acusó de darle demasiada libertad a Ebba, pero Ludwig no quiso escuchar y, ahora, se lamentaba.

— Me avergüenza repetir en voz alta las cosas que he oído sobre ti. —respondió él, con dureza.— Durante mucho tiempo me advirtieron de que eras demasiado cercana a ese chico. —se lamentó con desdén, ni siquiera se dignó a llamarlo soldado, ni eso merecía.— Cometí el error de confiar en ti y sentir lástima por él. Pero esto ha terminado, Ebba. —se puso entonces en pie y descendió uno a uno los escalones al trono hasta detenerse a menos de un palmo de su hija.

— ¿Has sido arruinada? —preguntó entonces con lo último que le quedaba de control.— Te pido, hija mía, que al menos seas sincera con esto. —la tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos, como si así fuera a er capaz de detectar cualquier mentira.

Odiaba mentirle a su padre pero conocía las consecuencias de sus acciones y sabía exactamente lo que ocurriría si confesaba la verdad. No solo perdería por completo su reputación, que nadie querría casarse con ella y que las oportunidades de su reino se verían gravemente perjudicadas si tenía que conformarse con un rey que tomase los trastos usados de alguien más. Por ello, había sido cuidadosa, apenas había permitido que su relación con Adam cruzase ese límite y lo hizo solo ante la desesperación... Y aunque no se arrepentía de ninguna de sus decisiones, no podía ser honesta con su padre.

Su expresión, muy seria, se mostraba también decepcionada. No podía fingir que todo lo que le habían dicho a su padre era mentira, pero, al menos podía negar parte de aquello. —No, padre, sabes perfectamente que me tomo muy en serio mis responsabilidades. No permitiría que nadie me tocara de esa manera. — Y esperaba que su padre confiara en ella lo suficiente como para no buscar pruebas de sus palabras y ponerla en una situación incómoda.

—Ayer... Estaba agobiada, necesitaba algo de espacio para mi misma así que me marché. Él me siguió, se aseguró de que pasara la noche segura fuera del castillo. Y luego se aseguró de que volviera a casa. Nada más. — Pero, se imaginaba lo que se estaba contando por ahí, y no podía corregirlo.

El rey entrecerró los ojos ante las palabras de su hija, indignado ante su falta de vergüenza. Sus dedos se crisparon sobre los reposabrazos, ejerciendo tanta fuerza que sus nudillos acabaron por tornarse blancos. El leve sonido de alguien conteniendo el aliento llamó su atención, recordándole que no estaban solos. Se puso entonces en pie y despidió a su consejero y al par de guardias ordenando cerrar la puerta y no ser molestado hasta nueva orden.

— No juegues conmigo, Ebba, sabes bien de lo que hablo. —Ludwig se puso en pie y descendió con lentitud los escalones del trono. Frente a su hija seguía sacándole una cabeza de altura como mínimo, pero hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que había crecido. Para él seguía siendo una niña, a las niñas podía disculpársele sus errores, a los adultos no.

— Te han visto con ese soldado en actitud indecorosa. —recriminó apartando la mirada de ella, sentía tanta furia que creía ser capaz de hacer algo de lo que podría arrepentirse más tarde.— ¿En qué estabas pensando? ¡Eres una princesa, heredera de mi nombre y casa mientras que él no es más que un soldado que ha faltado mi confianza! ¡Será duramente castigado por ello! —miró entonces de nuevo a su hija, esta vez con una expresión más cansada que furiosa.— Así como deberías serlo tú... ¿en qué pensabas Ebba?

Con el paso de los segundos, Ebba dudaba cada vez más de poder salir de aquella situación con la frente en alto, sin que su dignidad fuera puesta en juego. Llevaba años escondiendo sus sentimientos para evitar semejante escándalo, y en el momento en el que decidía actuar basándose en sus impulsos, las consecuencias se apilaban sobre su cabeza, una sobre otra.

—¡No te miento! ¿Exactamente quién te ha dicho que me ha encontrado en... actitud indecorosa? — preguntó, porque estaba segura de que nadie la había visto hacer nada en aquella cabaña que tanto frecuentaba, era su lugar seguro —. Me vieron regresar con él, muy seguramente. Estaba intentando protegerme, cosa que los guardias no parecen haber hecho muy bien— se quejó, pero sabía que tenía la cabeza hundida en el barro, tan solo aspiraba reducir las posibles consecuencias para Adam, nada más.

—Prefieres tomar la palabra de unos desconocidos a la de tu propia hija— afirmó, consciente de que estaba jugando una carta sucia, pero no veía más alternativas. Se negaba a que algo horrible le ocurriera a Adam por sus impulsos.

Ludwig miró a su hija en silencio durante lo que se antojaron como unos segundos eternos. Se permitió, aunque fuera solo por un instante, mirarla como padre y no como Rey. Se parecía mucho a su madre, había heredado su belleza, pero no su carácter sereno y obediente. El carácter de Ebba era como el suyo propio, se guiaba por el corazón y no la razón.

— ¿De verdad me crees tan tonto, hija mía? —preguntó entonces con cansancio, tanto cansancio.— Sé bien lo que sientes por ese hombre, te he visto mirarlo y he visto como te mira él a ti. Aunque creyese tu palabra de que no ha pasado nada, acabaría pasando, lo sé. Sé que lo amas, pero esto simplemente no puede ser, a la larga solo te traerá dolor. —suspiró y se retiró de nuevo a su trono, adoptando de nuevo el papel de soberano, padre de Ebba, pero también de todo el reino.

— Adam Wägner será apresado y ajusticiado, esa es mi última palabra. No importa ya lo que haya pasado o no, el muchacho es un problema y debemos ocuparnos de él. Tú compromiso con Lord Brunswick seguirá y os casaréis antes de que finalice el mes. Esa es mi palabra y mi palabra es ley. —y el tono acerado en su voz dejó claro que no iba a cambiar de idea. Su hija podría odiarlo, pero así era como debía ser.

Ebba escuchaba su corazón latir con fuerza en sus oídos, apenas conseguía diferenciar las palabras de su padre a través del sonido que era tan solo un reflejo de su ansiedad, del revuelo que tenía en el pecho ante la idea de que Adam pudiera perder la vida por su descuido. Se había dejado llevar por sus sentimientos, por su deseo... Había cometido un terrible error que podría costarles todo.

—¿Querer a Adam me traerá dolor? Supongo que será porque casarme con un completo desconocido para convertirme en un trofeo me hará muy feliz— respondió, insolente. Sabía bien que confesar aquello delante de su padre sería el fin, pero ya no podía hacer nada diferente.

—Bien— dijo, con una leve inclinación de la cabeza, una reverencia cargada de odio en dirección a uno de los hombres que más quería en su vida. Se dio la vuelta sin pensarlo demasiado, con la frente en alto salió al pasillo y atravesó el camino hacia su habitación.

Cerró la puerta de pesada madera tras de sí, y solo entonces permitió que las lágrimas que llenaban sus ojos se derramaran. Solo esperaba haberle dado suficiente tiempo a Adam para escapar, para que se marchase lejos, utilizara otro nombre y se fuera allí donde nadie podía encontrarle.

El rey Wolfram Beringer esperó, paciente, frente a las puertas de la ancestral fortaleza de su familia la llegada de su prometida. No se esperaba su llegada hasta dentro de varios meses, cuando el frío invierno hubiese pasado, pero, por algún motivo que el rey Ludwig no había especificado, el compromiso se había tenido que apresurar.

Wolfram no era tonto, sabía que había pasado algo, solo había un motivo por el que se necesitara apresurar la boda de una doncella, no obstante, había accedido. Su pacto con el rey Ludwig era necesario para su reino y sus gentes y temía que, de negarse a cumplir con la petición del rey, pudiera desencadenar en el compromiso de su supuesta novia con otro y, a continuación, la guerra.

La comitiva de la princesa Ebba debería llegar en breve y, como se esperaba, él debería recibirla. Era extraño estar esperando, listo para recibirla como si la conociera de toda la vida, cuando no se habían visto en persona ni una sola vez. El rey Ludwig envió un retrato y si el pintor no había exagerado, la princesa Ebba Föster era sin duda una belleza. Pero, ¿habría más en ella?

— Magestad, ya llegan. —su consejero lo puso sobre aviso, sacándolo de sus cavilaciones, cuando en el horizonte empezaron a perfilarse las banderas del reino vecino. Wolfram tomó una honda respiración, se cuadró de hombros y se dispuso a empezar con la pantomima.

Incapaz de confiar en nadie a excepción de una de sus doncellas, Ebba se encargó de dejar una carta detallando el resultado de la conversación con su padre para que Henrietta pudiera llevarla al pueblo más cercano y enviarla a donde la princesa suponía que se encontraba el hombre que en ese instante tenía una diana en la espalda por su culpa.

Desde siempre lo había sabido, acercarse a él supondría un riesgo... Llevaba semanas sintiéndose culpable por lo ocurrido, deseando verlo y poder asegurarle que todo estaría bien, que encontraría la manera. Sin embargo, estaba falta de recursos y en un entorno en el que todo el mundo la miraba como si no fuera más que una muñeca rota. Ojalá hubiera tenido tiempo suficiente para huir con él.

Que su padre adelantara su traslado hacia la corte del rey Beringer no fue una sorpresa. De hecho, Ebba lo agradeció. No toleraba estar cerca de su progenitor en ese momento, y ante el anuncio simplemente organizó las pertenencias que deseaba llevarse a lo que sería su nuevo hogar. Viajar durante el invierno no era el estratagema más inteligente, pero la chica aceptó la decisión de su padre sin rechistar.

Cubierta ante las posibles inclemencias del clima debido a la temporada, Ebba llegó segura a la fortaleza, que pudo ver a través de la ventana incluso cuando aun estaban a una distancia prudencial del lugar que a partir de ese momento tendría que llamar hogar.

Esperó a que su comitiva estuviera organizada, el carro se paró por completo y los guardias se movieron rápidamente. Las primeras en bajar fueron las doncellas que habían sido elegidas para acompañarla en su viaje, y finalmente recibió su señal para bajar.

Sintió el frío golpear su rostro inmediatamente, pero mantuvo una sonrisa suave en sus labios mientras escaneaba la imagen que se pintaba delante de sus ojos. El lugar era precioso, pero sobre todo, una mirada cálida estaba esperando por ella.

—Majestad— saludó, con una reverencia. A pesar de detestar aquel acuerdo, sabía cumplir su papel y lo haría sin dudarlo.