Las hojas se habían ido cayendo del calendario. Los días pasaban veloces, cada vez más cortos, para dejar paso a unas largas noches iluminadas con las guirnaldas que pendían sobre cada tejado, enredándose en las farolas para alumbrar el camino. A nadie pareció disgustar que llegase antes el ocaso, estando tan ocupados como estaban en adornar sus hogares para la venida de la fiesta más anticipada del año. Por los callejones discurría el aroma a canela, jengibre, azúcar tostado y mantequilla que se escapaba de las cocinas. Las risas de los niños correteando sobre la nieve llenaban el pueblecito, recordaban a los adultos la ilusión que habían tenido en su infancia y los animaba a mantener sus tradiciones generación tras generación.

En la plaza mayor del pueblo se había juntado casi la totalidad de sus ciudadanos. La cuadrilla de música había empezado a tocar, sus notas corrían entre las calles, llamando a los rezagados, que acudían raudos a la celebración del baile anual de inicio de las festividades, y tanta gente había en aquel reducido espacio que apenas les habría hecho falta llevar los abrigos sobre los hombros, arropados como estaban por la calidez de los demás.

— ¡Bienvenidos, bienvenidos! — exclamó el alcalde subido a una caja de madera para compensar lo menudo de su anatomía. La banda dejó de tocar y los murmullos se apagaron — Veo algunas caras nuevas por aquí… — escudriñó el grupo que tenía delante con los ojos claros. — Espero que disfrutéis de vuestra estancia en nuestro querido pueblecito. Como cada año, ya lo sabéis los veteranos, comenzamos hoy a celebrar las festividades de diciembre. Y como cada año, se me ha olvidado preparar un discurso para la ocasión — un niño no se aguantó la risa y otros tantos lo siguieron —. Así que solo me queda desearos unas felices fiestas… ¡y agarraos a vuestros abrigos si no queréis perderlos!

Le hizo un gesto a los músicos y retomaron su actividad. El gentío estalló en vítores y se revolvió en busca de una pareja de baile.

— ¡Vamos, Nicholas! ¡No te quedes ahí parado! ¡Baila con las señoritas!

El juguetero, que había estado contemplando la escena desde un discreto segundo plano, se echó a reír y comenzó a bailar con la panadera del lugar, una amable anciana de cabellos canos que tenía una agilidad sorprendente para sus noventa años.

— ¡Eso ya es otra cosa!

— ¡Ja! — se jactó él, ofreciéndole a la dama su mano para hacerla girar al ritmo de la música. A cada toque de trompeta era turno de cambiar de pareja. Nicholas bailó con una costurera, con la propietaria de la librería y hasta con el ebanista del lugar, que terminó con las mejillas sonrosadas. Volvió a sonar el instrumento y el juguetero cerró los ojos al toparse con su nueva pareja. Al abrirlos, se detuvo. Se había encontrado con un rostro conocido, pero al tiempo muy lejano, y al reconocer a su propietaria se le arquearon las cejas. — ¡Carol! — exclamó, tomándola de las manos. — ¿De verdad eres tú? Dime... ¡dime que no estoy soñando!

Apenas haría dos días que había recibido la carta de su padre, dos días se le hacía demasiado tiempo para acudir a su lado, pero había sido el tiempo necesario para dejarlo todo preparado.
Había dejado a su joven ayudante a cargo de la tienda de la que ahora era propietaria, confiaba en aquella chica como en nadie, pero lo cierto es que le costaba despegarse del sitio donde se sentía realizada por primera vez en mucho tiempo. Precisamente para volver al primer lugar donde lo sintió y fue feliz, pero sentía que era algo que quedaba tan lejano de ella que le causaba cierto temor.

Un temor que se fue acrecentando a medida que el tren se aproximaba, había tomado un té para templar sus nervios y recuperar cierta calidez. Pero no parecía que fuera a conseguir que su cuerpo se acostumbrase de nuevo a estar lejos de la calefacción de la ciudad.

Pensaba que llegaría más temprano, pero hubo retrasos por la nieve en las vías, así que se encontró en su camino con la masificada plaza con todos los presentes asistiendo al discurso inicial de las fiestas, discurso que le sacó una sonrisa porque nunca cambiaba, siempre se quedaba en felicitar las fiestas y poco más.
La hizo sentir más segura ver que esas pequeñas cosas no habían cambiado. Quizá no fuera todo tan extraño ahora como se había imaginado.

Confiaba, terminado el discurso, en poder coger su maleta y cruzar la plaza para llegar a casa y poder así ver a su padre, comprobar que se encontraba bien y empezar a reñirle por el accidente que había tenido, fácilmente evitable si tan solo hubiera pedido ayuda.
Por desgracia para ella y sus planes, comenzó el baile y sin tener muy claro cómo se vio arrastrada a la pista por un hombre al que tardó en reconocer como el herrero. Por mucho que intentase huir y acercarse a su bolso de viaje para continuar su camino, en cada cambio de pareja aparecía otro señor o mozo que la obligaba a dar vueltas y seguir en la espiral.
Hasta que topó con quien esperaba fuera el último, un hombre alto y robusto, elegantemente vestido, que se detuvo en lugar de hacerla girar. Sus ojos azules se posaron entonces en las facciones del desconocido, porque... no lo era tanto, no se lo parecía. Y no debía serlo, porque dijo su nombre, con un timbre que reconoció.- ¿Nicholas? -Preguntó ella, aún queriendo estar segura. Aunque no mostraba la misma emoción que él, hacía varios años que ya no la mostraba.- Sí, soy yo, claro. -Respondió, miró alrededor y aprovechó que estaban parados.- ¿Te importa si...? -Señaló fuera del círculo danzante.- Mi equipaje está justo por allí.

Estaba distinta, claro. Las mejillas tan redondas y coloradas como las manzanas de caramelo se habían estilizado, al igual que el resto de sus rasgos. La naricilla pequeña se había alargado, de la misma manera que lo habían hecho sus cabellos, otrora recogidos para que no se le hicieran sobre la vista. Ahí estaba la clave, en sus ojos. La mirada seguía igual, limpia y brillante, del tono de las aguas en un día despejado de invierno. Estaba distinta, sí, pero era ella y por fin había regresado a la ciudad.

— ¡Sí, eres tú! — exclamó Nicholas con alegría. — ¡Y sí, soy yo! — añadió. — Qué bien que hayas venido, algo me decía que estas navidades volverías a la ciudad —. Carol había buscado un destino mejor lejos del coqueto poblado que la vio crecer, y aunque al juguetero no le quedó más remedio que aceptar y respetar su decisión, con cada hornaada de las afamadas galletas de canela de su madre la echaba de menos asomándose al alféizar de su ventana para comprobar que ya estaba lista la particular y reducida ración que la señora Chastain preparaba para los dos —. Oh, está bien, vamos — la llevó hacia su equipaje, pero no se libraría tan fácilmente de su primer baile —. Sabes que no podremos desplazarnos hasta allí andando, ¿verdad? — volvió a ofrecerle la mano y cuando la aceptó, comenzaron a danzar. — Confía en mí.

Poco a poco, sin perder la vista del equipaje, fueron alejándose del núcleo de la fiesta, donde los músicos interpretaban las piezas con auténtica pasión. En el interior de aquella vorágine de villancicos, danzas y canciones les resultaría imposible pensar en otra cosa, así que de una manera modesta terminaron la pieza al lado de las maletas de la joven Lumière.

— ¿Ves? Permíteme — se inclinó sobre el equipaje más pesado para poder organizarlo. —. A tu casa, ¿no? — echó a andar antes de que alguien se diese cuenta de su ausencia. — ¿Cómo te ha ido el viaje? ¡Hace tanto que no hablamos!

Si se fijaba bien, sí, podía distinguir algunos rasgos de aquel niño travieso y divertido con el que había compartido la infancia en el hombre que tenía delante de ella. Apenas había conseguido sobrepasarla en altura cuando se marchó y ahora le sacaba bastante. Pero seguía ahí, ese espíritu que le acompañaba y se dejaba ver en sus ojos y su sonrisa siempre alegre y abierta.

Después de las "presentaciones", el comentario la hizo alzar la ceja.- Normal es que lo supieras, habiendo tenido mi padre un accidente, espero que no haya causado demasiadas molestias. -Sabía que en todo el pueblo ni una persona se quejaría, todos eran así, amables y generosos y habrían cuidado de su padre en su ausencia sin duda alguna. Pero ahora ya estaba allí. Solo tenía que llegar a casa.

Suspiró cuando Nicholas dijo que no podían llegar allí andando y le ofreció la mano.- De acuerdo. -No le quedaba otra que rendirse, bailar y seguir el ritmo y los pasos que él marcaba. Había que reconocer que para ser un hombre de su complexión se le daba demasiado bien aquello y supo cómo guiarla hasta por fin salir del grupo de bailarines.- Gracias. -Pronunció cuando terminado el baile estaban justo donde quería.

Antes de que pudiera despedirse él ya había comenzado a cargar sus cosas.- No es necesario que lo hagas, seguro que tienes cosas más divertidas que hacer, en fiestas... -Pero él apenas parecía escucharla o hacer caso a sus quejas (Que no eran tales, pues en el fondo agradecía la ayuda), así que terminó caminando a su lado y respondiendo a sus preguntas.- La nieve en las vías ha retrasado el tren por el camino, pero por lo demás ha sido bastante cómodo, como cualquier viaje, supongo. -Diría que frío, pero por suerte llevaba su capa más abrigada.- Es cierto que hace mucho que no hablamos, supongo que ya no eres un simple ayudante, ¿verdad? Creo que te he visto cerca del alcalde durante el discurso, debes ser un hombre importante. -Así se explicaban sus ropas y lo bien que lo veía, sí, seguro que su vida había sido más dichosa, se alegraba por él.- Me temo que mi padre no escribe con la frecuencia que me gustaría, así que no me dice mucho de cómo son las cosas, aunque por lo que he podido ver no ha cambiado demasiado. -Había más luces y color, más progresos, y era evidente que los habitantes habían cambiado con los años, pero en esencia, era todo igual.

En el pueblo todos los vecinos se conocían. No había ni un solo residente que no hubiese charlado de vez en cuando con alguno de los habitantes de las casas de al lado. Compartían recetas, ingredientes y herramientas. En caso de necesidad, cuidaban los unos de los otros. Nicholas sabía que el señor Lumiére había sufrido una caída que lo había incapacitado para continuar con su día a día. En cierta ocasión se acercó a su casa para llevar la leña que necesitaría para mantener su hogar a la temperatura adecuada, e incluso se ofreció a cocinar para evitarle la molestia, pero, aunque debió haberlo hecho, no se imaginaba que Carol regresaría al pueblo para quedar a su cuidado.

— No, claro que no — replicó —. No ha sido ninguna molestia.

Era lógico que la joven hubiese regresado al pueblo en esas circunstanias, mas como Nicholas hacía ya tanto tiempo que le había perdido la pista, creyó que ya no la vería. Lo alegró comprobar que se equivocaba, desde luego, y quedó pensando en lo poco que sabía de su amiga mientras la acompañaba a la residencia del señor Lumiére.

— Qué faena, ¿no? Este año parece que ha nevado más que los anteriores en los alrededores de la ciudad. Aquí, por suerte, la capa de nieve no es demasiado gruesa y últimamente nos está dejando tranquilos. Hace dos semanas tuvimos que sacar las palas para abrir camino, creo que todavía me duele la espalda, aunque sea solo de recordarlo — ladeó una sonrisa —. Sí, bueno. Aquí todo sigue igual, ya lo ves, las tradiciones no han cambiado. Ahora hay más gente en el pueblo y han mejorado el servicio postal, aunque ya sabes que por aquí somos más de hacer visitas que de escribir cartas. Ahora los niños piden más juguetes y, por suerte, sus padres me los pueden pedir a mí. Me encargo yo de la antigua juguetería, ya sabrás que el señor Parks se jubiló hace unos años — hizo una pausa —. Me va bien, sí. La verdad es que no me puedo quejar. ¿Qué hay de ti? ¿A qué te dedicas ahora?

Carol sonrió para sus adentros.
Había sido fácil anticipar que Nicholas negaría que la caída de su padre había significado una molestia para nadie. Y no lo hacía por ser él, sino porque en ese lugar a nadie le importaba ayudar a los demás. Eran la epítome del espíritu navideño de compartir y ayudar a los demás sin pedir nada a cambio.
Algo que ella, sin duda alguna, echó mucho de menos al salir de allí.

Asintió cuando comentó lo fastidioso que le había resultado el viaje con nieve. Por mucho que de pequeña le encantase hacer muñecos de nieve y jugar en ella, o participar en el concurso de esculturas, en aquel momento la nieve no era nada agradable.
Y tampoco lo había sido para él, al parecer, dolorido por las paladas.

- Sí, todo parece ser exactamente igual que lo dejé. -Respondió a sus comentarios con una sonrisa algo triste, no estaba segura de si le gustaba o no eso. En la ciudad todo cambiaba constantemente, siempre había algo nuevo que ver o visitar, sin embargo, aquella estabilidad resultaba acogedora, a pesar de que lo estancaba todo en el pasado.- ¡Oh! Así que ahora eres el encargado. Felicidades. -Afirmó, siempre creyó que Nicholas disfrutaba de su trabajo y ocuparse de todo ahora solo demostraba que no se había equivocado. Además, la forma en que hablaba de ello, parecía orgulloso.

La pregunta sobre sí misma, de algún modo, la sorprendió. Estaba acostumbrada a no despertar mucha curiosidad.- Pues... lo cierto es que tampoco me va mal. -Al menos ya no- Tengo una tienda, principalmente de tejidos, aunque se puede decir que hay de todo lo relacionado para poder suplir a mis clientes. Pero también, he incluido velas. -No había podido evitarlo, era algo que llevaba en la sangre.- A veces encargo a mi padre un paquete y otras soy yo quien experimenta allí para intentar hacer cosas nuevas. -La devolvía un poco a su lugar, o así lo sentía.

Algo se le hinchó de orgullo el pecho cuando Carol lo felicitó por su ascenso. Tiempo había pasado desde que no fuera más que un aprendiz de manos resbaladizas y estaba bien pensar de vez en cuando en ello. Dejó a un lado sus recuerdos para escuchar a su amiga, que, como él, también tendría qué contar.

— Oh, ¡qué bien! — quedó pensando sobre su tienda unos instantes. — Así que velas, ¿eh? Qué encantador — ¡Era tan bonito verlas encendidas en la oscuridad! Parecían estrellas sobre el firmamento del hogar. — ¿De qué tipo? ¿Funcionales o decorativas? Seguro que al alcalde le parecería bien comprarte unas cuantas para adornar el ayuntamiento ahora que es Navidad, quizá podrías proponérselo, o incluso con las telas. Podrían vestir las calles, hay algunas que aún están sin nada.

¿Por qué no? Al fin y al cabo, eran muchos los artesanos y comerciantes del pueblo los que disfrutaban de los beneficios económicos que traían las fiestas de Navidad. Nicholas era el mejor ejemplo de ello, no se vendían tantos juguetes como cuando se acercaba diciembre. La ilusión de la época traía consigo una generosidad que, aunque estaba presente el resto del año, destacaba sobre todo lo demás.

— Seguro que ya tiene algún tipo de convenio con tu padre o algo por el estilo.

Durante mucho tiempo, Carol podía contar con los dedos de las manos las veces que había sonreído con auténtica sinceridad en todo un año. Poco a poco eso iba mejorando, claro, pero lo cierto es que ya fuera por la ciudad, por volver a su hogar o por la acogedora bienvenida que le estaba ofreciendo Nicholas sin parecer esforzarse en absoluto, había superado ese recuento en menos de una hora.

- Todas las velas son funcionales, Nicholas. -Rio un poco, queriendo tomarle el pelo por su pregunta.- Las hago con aromas para que ambienten los hogares cuando se encienden. Así que no creo que hagan mucha función en las calles. -Cualquier ahora se perdería con el viento y la nieve.

Pero tenía razón en que siempre se trataba de implicar a todos en las decoraciones y festividades de un modo u otro, y su padre siempre tenía más trabajo en estas fechas. Por ello se le escapó un suspiro al escuchar lo del convenio.

- Cierto... Eso significa que habrá trabajo de más en el taller. -Además de cuidar de su padre tendría que ponerse manos a la obra para cumplir con los encargos. Si bien era cierto que todos en la ciudad se mostrarían comprensivos con las circunstancias ella se había acostumbrado a trabajar duro para cumplir con las expectativas y no decepcionar a nadie, especialmente a sí misma.

Por fin llegaron a la puerta de casa, ni siquiera revisó nada, sabía que estaría abierta.
A pesar de que el edificio en sí era bastante grande, la mayor parte la ocupaba el taller de velas y el almacén. La parte que correspondía al hogar de los Lumiere era bastante pequeña y acogedora, con todo lo que una familia pudiera necesitar para vivir plácidamente.
Carol no recordaba haber tenido una queja o necesidad de niña, sin embargo, al entrar de nuevo no podía evitar darse cuenta de que muchas de aquellas cosas estaban ya gastadas, habría que comprar nuevas y era evidente que faltaban muchos de los adelantos modernos que gozaban fuera de allí.

- ¿Padre? Soy yo... Carol. -Llamó, después de asomarse al salón, donde había esperado encontrarle en el sillón junto a la chimenea.- Puedes dejar las cosas ahí, Nicholas. -Indicó al hombre, de cuya presencia casi se olvidaba primero por la emoción, después por la preocupación.- ¿Dónde estará este hombre? -Preguntó en voz alta y entonces sus fosas nasales captaron el olor.- ¡Será posible! -Exclamó algo enfadada, cruzando la casa para llegar a la puerta del taller donde su padre maniobraba con una muleta para apoyarse mientras vertía cera derretida en los moldes.- ¡Padre! ¿Se puede saber qué hace? Debería estar sentado.

- Deja de regañarme y permite que termine con esto antes de darte un abrazo. -Se quejó el anciano, pero Carol ya le había quitado los instrumentos de la mano para terminar ella.- Anda, ven. -La abrazó como pudo, si bien ella terminó cargando con su peso antes de guiarlo hasta una silla. Carol notó que su padre tenía los ojos húmedos al mirarla.- Ha pasado mucho tiempo. -La mujer asintió, pero no era capaz de decir más, no quería regañarle y no quería tampoco dejarse llevar por la emoción en ese momento.- ¡Nicholas, muchacho! ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo o has venido acompañando a tu vieja amiga?

A Nicholas no se le había ocurrido pensar en las velas como algo más que brillantes adornos de Navidad. Sabía que la cera se podía moldear para cambiar su tamaño y su aspecto, mas el hecho de añadir aromas era toda una novedad. ¿Qué clase de olores se podían comprimir en algo tan pequeño? ¿Especias? ¿Maderas?

— Qué interesante, qué interesante — murmuró, perdido en sus pensamientos —. ¿Qué aromas utilizas para tus velas? Tiene que ser complicado que se mantengan.

Alcanzaron el hogar de los Lumière, que mantenía el aspecto de siempre, y fue Carol quien accionó el mecanismo de la puerta para entrar a la casa. El vestíbulo estaba en penumbra, olía al humo de la chimenea que tal vez siguiera encendida y a algo del polvo que debía haberse acumulado tras el mobiliario. Nicholas dejó que su amiga buscase a su padre antes de seguirla, puesto que la última de sus intenciones era incomodar a ninguno de los dos, y dejó los equipajes de la joven bien colocados en un rincón, sin que molestasen a nadie.

— Tal vez haya salido — se encogió de hombros —... o tal vez no — añadió al ver a la joven encaminarse hacia el taller donde la familia trabajaba.

Allí se encontraba el señor Lumiére, inclinado sobre las mesas, al calor de las brasas con las que derretía la cera, trabajando con los instrumentos con la lengua fuera de concentración. Nicholas se alegró de verlo, pero su amiga no, así que miró disimuladamente hacia otro lado, quedándose en el marco de la puerta, mientras ella reñía a su padre por seguir trabajando a pesar de su lesión. No abandonó su puesto hasta que no lo llamó.

— Señor Lumière, ¿cómo está usted? — se acercó para darle la mano y él la estrechó con firmeza. — Me alegro de verlo. Solo venía a acompañar a Carol, nada más, y ahora que lo menciona y ya que he cumplido mi cometido, me marcharé para dejarles disfrutar de su reencuentro, a no ser, claro, que necesiten algo más de mí, en cuyo caso estaré encantado de hacerlo — concluyó antes de mirar a Carol y dedicarle una sonrisa para transmitirle lo sincero de su propuesta.

Terminó el trabajo que estaba haciendo su padre, al menos hasta un punto en que podía dejarlo reposar sin que se echara a perder. Mientras que ambos hombres se saludaban.

Su padre asintió cuando Nicholas dijo que solo la había acompañado hasta allí, en lo que ella se quitaba la capa para poder moverse con un poco más de libertad.- Ahora mismo no, tenemos muchas cosas que hacer. -Respondió su padre, a lo que Carol rodó los ojos.- Pero mañana estás invitado a cenar. Tenemos que mostrar gratitud por lo que has hecho. Y no se te ocurra decir que no. -Advirtió alzando el índice.- ¿A que sí, Carol?

Carol miró a su amigo y le dedicó una dulce sonrisa asintiendo.- Por supuesto. Hoy es imposible por cómo está todo -ni siquiera sabía el estado de la fresquera o la despensa-, pero te esperaremos mañana. O cuando estés disponible. No sé si también tienes mucho trabajo con las fiestas. -Añadió, pensando que quizá le estaban poniendo en un compromiso. Allí todos vivían de forma relajada, pero ella entendía de las obligaciones que te hacían perder cenas y eventos.

Miró a su padre, en aquella silla maltrecha.- Te prepararé un postre especial si me ayudas a llevarle al salón. -Añadió con complicidad interceptando las quejas de su padre con un nuevo comentario.- Está usted en plena recuperación. En el salón puede ponerme al día del trabajo que hay que hacer y yo me ocuparé de todo. No se preocupe, padre.

- ¿Y la cena de mañana para Nicholas?

- Puedo hacerlo todo. -Aseguró. Porque se había acostumbrado a cuidar de sí misma, su negocio y su hogar, sin nadie más. Podría hacerlo. Además, seguro que aparecía alguna voluntariosa vecina a ayudar y preguntar por cómo habían sido aquellos años.

En un pueblo tan pequeño como en el que habitaban era difícil no llevarse bien con los vecinos. Todos se conocían y, en términos generales, se llevaban bastante bien. Allí no había viejas rencillas entre clanes, ni tampoco problemas entre vecinos, por lo que todo el mundo podía considerarse amigo del que tuviera al lado. Sin embargo, Nicholas conocía tan bien al señor Lumière que bien podría haberlo considerado parte de su familia tras años de compañía e incontables favores de uno y otro lado para hacerse la vida más sencilla. Por ello recibió con una sonrisa la propuesta que le hizo y sintió una felicidad crepitar en su corazón al ver cómo su mirada brillaba cuando se dirigía a su hija.

— No se me ocurriría rechazar tal ofrecimiento, por supuesto que no — replicó alegremente —. Esta época es todo un reto para mi pequeño taller, pero no te preocupes, Carol. Sé apañármelas muy bien. Empecé a diseñar los juguetes de esta temporada en verano y antes de que terminara septiembre ya había hecho los pedidos de materias primas para empezar a ensamblarlos. Tengo gran parte del trabajo hecho, por lo que la cena no será un problema. Es más, me vendrá bien descansar mañana y, además, es una ocasión especial, ¿no es cierto?

— ¡Lo es, lo es! ¡Claro que lo es! — se apresuró a asentir el señor Lumière.

Nicholas sonrió. No le hacían falta regalos para ayudar a Carol, pero sabía que eso la haría sentir mejor al respecto, así que asintió y se posicionó para llevar a su padre hasta el salón. No parecía muy convencido sobre el plan de su hija para el día siguiente, así que el juguetero carraspeó para prestarle su apoyo.

— Estoy segura de que podrás hacerlo — comenzó —, pero ¿por qué no te ayudo a ordenar tu despensa? Mañana tengo que ir al mercado, así que puedo comprar lo que necesites para mañana y traértelo mientras trabajas — eso solo era cierto a medias, aunque ella no tenía por qué saberlo —. Vendré temprano por si lo necesitas. ¿Sabes que hago una tarta de calabaza fantástica?

— Oh, ¡eso es verdad! Todavía recuerdo la última que trajiste. No sé qué haces con el hojaldre, chico, pero no dejes de hacerlo, ¿quieres?

Él asintió y miró a Carol para obtener su aprobación.

Carol atendió a las explicaciones que dio Nicholas sobre el trabajo que había ido adelantando mucho antes de que la temporada diera comienzo. Las navidades ya habían llegado y el taller estaría a pleno rendimietno, por lo que entendía que quizá no pudiera prescindir de aquellas horas para pasarlas en una cena.

Juntos llevaron a su padre al salón, le dejaron sobre el sillón junto a la chimenea, aún así Carol no tardó en coger una manta y dejarla sobre sus rodillas. El taller era un lugar demasiado cálido e incluso allí con el fuego cobrando vida de nuevo se notaba diferencia de temperatura. No iba a permitir que enfermara además de haber sufrido un accidente.

Acostumbrada como estaba a hacerlo todo por sí misma, le sorprendió el ofrecimiento genuino de Nicholas a ayudarla con la despensa, que sería uno de los primeros pasos antes de poder hacer ninguna cena, y luego estaban los encargos de los que tendría que ocuparse si no quería que su padre volviera a levantarse para hacerlos él mismo.
- ¿Estás seguro de que no será una moletia? -Preguntó, quería asegurarse de que no le estaba pidiendo demasiado, por muy voluntarioso que fuera el gesto, sabía que también él tenía obligaciones.
No estaba convencida de aceptar, pero la voz de su padre hizo que no pudiera replicar demasiado.- Está bien, podemos mirar ahora y así podrás volver a tu trabajo lo antes posible.

Dejó a su padre allí haciendo algunas sugerencias sobre el menú con lo que creía que tenía en la despensa y se dirigió a la misma.- Por todos los carámbanos, papá. -Exclamó desde allí saliendo después al pasillo para quedar a su vista.- ¿Se puede saber por qué la despensa está llena de tarros de cristal?

- ¡Ah, cierto! Son de los guisantes. Se me ocurrió que podía usarlos para una nueva clase de velas... pero aún no he empezado. Y claro, en algún sitio tenía que dejarlos hasta que pudiera ponerme.

Carol soltó un suspiro exasperado.- Los llevaré al taller. -Y añadió esa tarea, incluyendo buscar una caja lo bastante grande, a la lista mental que estaba haciendo. Después volvió a la despensa, donde estaba Nicholas.- Lo siento. No esperaba que estuviera esto así. A ver, parece que mi padre no ha usado especias en un buen tiempo, también hay almendras... podría hacer una salsa para el plato principal. -Fue comentando conforme se le ocurría.- Tal vez carne, lomo quizá. Pero dudo que haya en la fresquera. Y algo más ligero como entrante ¿un caldo?. Chocolate para el postre...

Buscó algún papel en el que apuntar lo que necesitaría comprar.- Sí, creo que con esto, será suficiente. -Asintió para sí misma.- Creo recordar que no tenías ninguna alergia de la que debiera preocuparme. -Casi nadie en la villa navideña tenía ese tipo de problemas. Sin embargo, en la ciudad parecían cada vez más comunes.

Nicholas desechó las preocupaciones de su amiga con un gesto y mostró su disposición a ayudarlos a ella y a su padre tanto como fuera necesario. Al fin y al cabo, era parte del espíritu navideño que tan bien había arraigado en todo el pueblo hacía ya unas cuantas centurias, y a Nicholas no le costaba en absoluto ser amable con los Lumière tras años de agradable convivencia.

La despensa del señor Lumière tenía huecos aquí y allá, disponía de varias latas de conserva y de alimentos imperecederos, pero faltaban básicos sobre los que construir los platos: harina, pastas, algunos frutos secos, productos frescos. Carol se escandalizó al ver el estado de las reservas de su padre, pero ¿qué había que disculpar?

— Pensaba pasar por la carnicería — asintió, mientras ella seguía listando lo que deberían comprar para hacer una buena cena. Nicholas fue tomando nota de todo sin necesitar dejarlo por escrito. Eran pocas las cosas que se le olvidaban, siempre le habían dicho que tenía una memoria prodigiosa —. Bien, me encargaré de ello — Carol se tomó la molestia de redactar una lista y Nicholas la repasó en un breve vistazo. Le haría unas cuantas añadiduras de las cosas que Carol sospechaba que no había escrito para no abusar de su confianza —. ¿Alergias? No, no que yo sepa. Iré al mercado temprano, dejaré mis compras en casa y luego vendré aquí para ayudar a tu padre con la cena. No te preocupes, no dejaré que se acerque al horno más de lo estrictamente necesario. Y antes de que digas nada: no, no me supone ninguna molestia — se adelantó a sus pensamientos y guardó la lista en el bolsillo de su abrigo antes de regresar al salón para concluir su charla —. Te veré mañana, Carol. Si necesitáis algo, tú o tu padre, ya sabéis dónde encontrarnos, ¿de acuerdo? ¡Buenas noches, señor Lumière! — exclamó hacia el interior de la vivienda, recibiendo el eco de su respuesta.

Nicholas parecía de lo más decidido a prestar su ayuda y, por mucho que quisiera, Carol no se veía capaz de negarle el que lo hiciera. Al menos no el primer día.
En cuanto se marchó, cogio una libreta y acudió a sentarse junto a su padre, queriendo ponerse al corriente de todo el trabajo que había por hacer para no dejarlo de lado, ya que sabí que la producción era muy importante. Además, su padre era el que había empezado a trabajar en el taller sin importarle su convalecencia. Si alguien entendía su amor por el trabajo, era él.
Aunque precisamente por eso le costaba tanto la idea de tener que quedarse allí en el salón.

Después de una cena bastante frugal, dado el estado de la despensa. Se dispusieron a descansar. Carol encontró todo tal y como estaba cuando lo dejó. Su casa no había cambiado en absoluto. La única cantidad era, quizá, la cantidad de polvo acumulado sobre aquellos muebles que no se habían utilizado en años.

De ahí que a la mañana siguiente, despertase al amanecer para empezar por una limpieza profunda de su cuarto y del salón y la cocina, qué menos que las zonas que más iban a usar ese día. El resto lo hizo por encima, pero sabía que tenía que ponerse en los días siguientes.
Cuando su padre se despertó, le obligó a quedarse en el salón, accediendo tan solo a permitir que hiciera él los últimos retoques de los trabajos, esos para los que no necesitaba acudir al taller, ya le llevaría ella todas las herramientas y le prepararía un sitio para hacerlo.

Y así transcurrió el día, solo parando para comer algo rápido y seguir trabajando. Los Lumière, eran como abejitas atareadas que no cesaban en sus trabajos.

El día había amanecido despejado, sin nubes en el cielo y con un grueso manto de nieve cubriendo calles y tejados. Aquella mañana fue especialmente fría, aunque eso no medró los ánimos de los vecinos de la aldea, que acudieron puntuales a su cita con el mercado. Todos tenían muchas cosas que organizar: comidas, cenas, dulces, decoraciones, regalos. Locales y visitantes apuraban las últimas compras, el mercado hervía de actividad, las charlas se mezclaban con las transacciones y el tintineo de las monedas pasando de unas manos a otras a cambio de cintas y bolsas de papel.

Nicholas visitó varios puestos. No era la primera vez que iba al mercado, ni muchísimo menos. Tenía ya una ruta establecida y conocía bien a los mercaderes, conocía los productos que vendían y cuál era el mejor momento para adquirirlos, recompensaban su fidelidad con pequeños detalles: el descuento de algunos centavos, la preparación de sus compras antes de que llegase a sus puestos, el regalo de otros productos de confección casera como bizcochos o mermeladas. El juguetero se tomaba el tiempo para hablar con ellos, conocía a sus familias y les preguntaba por ellas, pero también por sus proyectos: se interesaba por lo que hacían para su negocio, pero también fuera de ellos.

Llegó a la casa de los Lumiere aprovisionado con todo lo que podían necesitar para la cena y más: compró básicos de cocina, ingredientes y preparados que recordaba que le gustasen a Carol y a su padre. Aunque ella fuera una excelente repostera, supuso que le agradaría no tener que mancharse las manos para tomar un dulce, y los pasteles de la señora Galloway eran famosos en el pueblo y los alrededores. Llevaba tantas bolsas que tuvo que llamar a la puerta de Carol con un puntapié.

— ¡Carol! Soy yo, Nicholas. ¡Ábreme! — anunció tras golpear la madera.

Para intentar estar atenta a cualquier necesidad que pudiera surgirle a su padre, Carol le había dado una campana que, por lo general, era parte de la decoración de la chimenea. Apenas la habían utilizado en todo el día, pero en aquel momento casi sonaba como un cencerro por la fuerza que estaba aplicando su señor padre.

- ¿Qué ocurre? -Preguntó precipitadamente mientras se limpiaba las manos en el delantal de trabajo. Su padre señaló la puerta y ella fue a abrir.- ¡Carambanos, Nicholas! -Fue lo primero que pudo decir al verle cargado con tan pesadas bolsas.- Lo siento, no te he escuchado desde el taller. Deja que te ayude. -Antes de que pudiera decir que no hacía falta ya le había quitado algunas bolsas para guiarle hasta la cocina.

Allí miró el reloj que se encontraba en la pared y se dio cuenta de la hora que era.- ¡Qué desastre y yo aún sin preparar nada para la cena! -Exclamó al darse cuenta de lo tarde que se le había hecho. Tenía el mismo defecto de su padre, cuando se ponía a trabajar, perdía la noción del tiempo.- Deja que vaya un momento a detenerlo todo allí y en seguida estaré para ponerme manos a la obra. Puedes quedarte con mi padre mientras tanto, supongo que querrá seguir con sus tareas todo lo que pueda, pero la conversación será bienvenida. -Ofreció, dado que pese a los ofrecimientos todavía se resistía a dejar que él se manchara las manos ayudándola en la cocina.

Mientras esperaba oyó lo que parecía un tintineo proveniente del interior de la casa. Era difícil saberlo con los gruesos muros que la resguardaban. El aislamiento de las viviendas era fundamental para no pasar demasiado frío en invierno y para que la nieve que se acumulaba en los tejados no abriese goteras al fundirse sobre ellos. Al cabo de poco tiempo, Carol abrió la puertay antes incluso de que Nicholas pudiera saludarla ya se había encargado de hacerse con algunas de las bolsas que llevaba. Era inútil luchar contra los elementos, así que la siguió a la cocina y dejó el resto de las compras sobre la mesa para comenzar a ordenar. Olía a una particular mezcolanza de olores que Nicholas no supo identificar. Vainilla, quizás, canela, fibras quemadas y parafina.

— No te preocupes, Carol. Haz lo que tengas que hacer. Lo último que querría es que se te estropeen las velas — le aseguró —. ¿Todavía no has preparado nada? — miró el reloj que tenía en la cocina. — Bueno, todavía hay tiempo.

Terminó de organizar un montón que no le llevó demasiado tiempo porque ya había separado la compra en bolsas y fue a saludar al señor Lumière. Lo recibió con el mismo entusiasmo de siempre, charlaron sobre cómo habían pasado el día y lo lleno que estaba de gente el mercado, pero Nicholas tenía la cabeza en los fogones: había empezado a pensar en qué cocinar para la noche mientras esperaba que Carol regresara del taller.

Ya se imaginaba que Nicholas no le pondría muchas pegas a que se retrasara un momento para atender el taller. Si alguien comprendía la importancia del trabajo artesanal era el juguetero. Claro que Carol se había cruzado con hombres muy diferentes, hombres que vivían prendidos de un reloj y no toleraban que nada saliera de aquello que tenían previsto. Durante demasiado tiempo para lo que le gustaría había dependido de uno de ellos.

Y, aunque no fuera la intención, la pregunta sobre si aún no había empezado hizo que por un momento creyera ver a un fantasma. De no haber sido por la expresión siempre afable de Nicholas, posiblemente su gesto se hubiera mutado en algo diferente.- No te preocupes, estará todo. -Respondió, aunque le costó encontrar las palabras.

Salió de allí aprisa, más por quitarse aquella sensación de encima que por urgencia en el trabajo. No tardó en tenerlo todo apagado, recogido y preparado para empezar al día siguiente de nuevo. Y mientras volvía iba cambiando el delantal de trabajo por uno limpio que prendía de un gancho junto a la puerta de la cocina, lavarse las manos y ponerse a revisar las bolsas para empezar a sazonar la carne e ir encendiendo el horno.

No sabía si los dos hombres se habían dado cuenta de sus movimientos, pero se asomó a la puerta un momento.- No te hemos ofrecido nada, Nicholas, ¿quieres un té? ¿tal vez un poco de vino? -Le invitó, esperando una respuesta sobre su preferencia para poder servirle rápidamente, antes de ponerse con las patatas.

Nicholas empezó a organizar los ingredientes por los platos que pretendían presentar para la cena: entrante, principal, postres si quedaba tiempo. Despejó mesa y encimera, guardó lo que no necesitaba en la despensa y buscó por los cajones los utensilios que requería para empezar a cocinar: un cuchillo, una cuchara, un cucharón, una tabla sobre la que trocear las verduras. El padre de Carol le fue mostrando dónde estaban las cosas, parecía contento por tener a alguien con quien conversar mientras su hija estaba ocupada. Nicholas le aseguró que no le era ninguna molestia llevar a cabo las preparaciones y desvió la conversación hacia otros temas antes de que el señor Lumière pudiera sentirse cohibido por su presencia en la cocina.

— Oh, no, no te preocupes — Carol regresó y empezó sus propias preparaciones —. Te ayudaré con esto, ¿de acuerdo? No me cuesta ningún trabajo trocear estas verduras para preparar el caldo, será solo un minuto y antes de que nos demos cuenta estarán en la olla cocinándose a fuego lento.

— ¿Has visto qué zagal más apañao’, hija? — señaló su padre con una sonrisa ufana. — Yo sí voy a querer algo de beber, ¿eh? Mejor que sea té, que vino ya beberé durante la cena… aunque bueno, estas fechas… ya se sabe.

— No me atrevería a ponerme a dieta en diciembre, desde luego.

— Pues eso.

Nicholas terminó de pelar y picar las verduras y las echó a una olla. Pronto los aromas se mezclaron con los de la carne que estaba preparando Carol, el calor de los fogones echó al frío invernal de la cocina.

Que lo primero que hiciera Nicholas fuera ponerse a ayudar en la cocina, sin dejar que pusiera ningún impedimento, y eso que nunca se quedaba sin argumentos, le hizo valorar aún más las diferencias con su situación un año atrás. Y tuvo que estar de acuerdo con su padre en que era un hombre de lo más apañado.

- Sí, no le conviene abusar del vino especiado, ni del ponche. -Añadió ella, por si se le ocurría mencionar el sustituto propio de las fechas. No tardó en servirle un poco de té y unas pastas de jengibre que había encontrado en la despensa el día anterior y parecían en buen estado.

Mientras Nicholas estaba con las verduras para el caldo, ella se ocupó de las patatas y de regar la carne con un buen chorreón de brandy, añadiendo además las rodajas de naranja y limón que le darían aún más sabor. Hacía mucho que no preparaba aquella receta, que era de las favoritas de su madre, pero no se sentía insegura sobre el resultado.

A pesar de que la cocina no era demasiado grande, los dos parecían encontrar el modo de no chocar entre sí y de ayudarse, como si se compenetraran perfectamente en la tarea.
Ya con la carne en el horno, llegaba el momento de preguntarse qué sería del postre.- ¿Cuál queréis que sea el postre? Supongo que con el horno ocupado es más complejo, quizá unas natillas de canela si no os parecen demasiado humildes. -Propuso, sabiendo que era algo sencillo y tenían todos los ingredientes..

Así, como por arte de magia, la cocina de los Lumière se llenó de color: la luz cálida que se derramaba por el plafón, el fuego crepitando bajo las ollas, el caoba de la mesa de la cocina, los destellos del metal de los utensilios de cocina, el blanco de la harina y el azúcar, el rojo de la carne, el naranja de las zanahorias, los brillos del agua que colmaba la olla en la que se cocinaría un caldo. De pronto, la estancia rebosaba actividad, contenía un pequeño caos en el que, sorprendentemente, los tres lograron trabajar sin molestarse los unos a los otros.

— ¿Qué tienes en contra de las natillas de canela? — le preguntó a Carol, divertido. — A veces, las cosas más sencillas son las que mejor funcionan. ¿Sabes la cantidad de juguetes que he inventado para que lo que más se venda año tras año sean los caballitos de siempre? Y eso por no contar con los niños que juegan con la caja en lugar de con el juguete que había dentro.

— Mira, eso me suena a mí de algo — comentó el señor Lumière, mirando a su hija con una sonrisilla en los labios.

Las preparaciones marchaban a buen ritmo y, aunque aún quedasen cosas por hacer, Nicholas no tenía duda de que estaría todo listo para la hora de la cena. El padre de Carol observó cómo iba dejando listo el caldo antes de colocar la tetera sobre el fuego.

— Las bolsitas de té están en aquel cajón, hijo — le señaló un armarito medio escondido —. ¿No quieres uno tú también? No sé si tendré mucha variedad, pero bueno, estás en tu casa, sírvete lo que quieras — Nicholas asintió —. ¿Cómo están tus padres? Hace tiempo que no los veo, y mira que el pueblo es pequeño, pero bueno, yo es que no salgo mucho, ya ves.

— Oh, están bien. Ellos tampoco salen, y menos con este frío, pero están bien. Un poco mayores, claro.

— Eso nos pasa a todos, ¿qué me vas a contar a mí?

Durante los últimos años, coincidiendo con el hecho de que sus padres estaban cada vez más mayores, había asumido más responsabilidades para ayudarlos a mantener su hogar sin demasiados esfuerzos.

Aquella respuesta sobre las natillas hizo que a Carol se le escapase una risa corta pero que fue incapaz de controlar. El tipo de risa sincera que ya casi no recordaba.- Natillas entonces. -Sonrió, mientras se preparaba para buscar los ingredientes en lo que él relataba que las cosas sencillas solían ser mejores, incluso en los juguetes preferidos por los niños.

Ante el comentario de su padre, fingió una ligera ofensa.- No será por mí, si guardaba las cajas era porque nicholas siempre las convertía en imaginativos juguetes. -La infancia que habían compartido era más fácil recordarla estando juntos y en un ambiente como aquel que se había creado en la cocina.- Recuerdo cuando hicimos un castillo para que yo pudiera ser una princesa. -Y él su caballero andante... Con el tiempo descubrió que no le quedaba más remedio que luchar por sí misma, ya que nadie iba a poder rescatarla de su situación.

Mientras se encargaba de las natillas, escuchó a ambos hablar sobre el té y los padres de Nicholas, se alegró de saber que se encontraban bien y se recriminó mentalmente no haber hecho ese tipo de pregunta antes, cuando él había sido tan atento con su padre esos días.- Dudo mucho que los padres de Nicholas decidan subirse a una escalera estando solos para llenar la casa de adornos.

- Seguro que no, tienen a este hombretón para eso, él no necesita escaleras siquiera. -Su padre estaba bromeando, claro. Pero a pesar de la falta de maldad del comentario, Carol se giró para seguir cocinando y no pensar en que era cierto que si ella hubiera estado con él nada habría pasado. Era como si le hubiera abandonado cuando sus abuelos se la llevaron y ella no había intentado regresar nunca.

Pero era mejor no pensar en nada como eso.- Nicholas, ¿te parece que haga natillas de más y le lleves a tus padres de mi parte? Quisiera poder visitarles pronto. -Mencionó, esperando a saber qué le parecía.

Era agradable estar en aquella cocina, oyendo el borboteo de las ollas al fuego y el claqueteo de los cubiertos. Las llamas de los fogones habían caldeado el ambiente, el trabajo terminó de espantar el frío de la calle que se hubiese resistido a abandonar a Nicholas. No era la primera vez que estaba en la cocina de los Lumière. De hecho, conocía aquella casa tan bien como la suya propia. Por eso sabía dónde estaban las cosas y no tenía que molestar a Carol para ayudarla a preparar la cena.

— ¡Ah, sí! Las cajas — esbozó una sonrisa al dejarse tomar por la nostalgia —. Estaba muy orgulloso de aquel castillo. No le hablé a mis padres de otra cosa en semanas, y tardé años en dejar de mencionarlo cada vez que salía el tema.

Con el tiempo, había aprendido a construir juguetes de verdad. Al cabo de un par de años de aprendiz de carpintero ya habría podido levantar un castillo que se tuviera en pie por sí mismo; y con lo que sabía después de toda una vida dedicada a la artesanía, una cabaña en la que vivir cómodamente. Sin embargo, Nicholas sabía que nada le haría tan feliz como haberle regalado a su amiga un castillo de cajas cuando no eran más que unos niños con los ojos brillantes de ilusión.

— ¿Cuánto tiempo ha pasado ya de aquello? Madre mía — resopló —. A veces, cuando echo la vista atrás, me mareo.

— ¡Ay, hijo mío! ¡Qué lástima! Si todavía estás empezando. Ya verás cuando llegues a mi edad, ya.

Aquella frase ya se la habían dicho alguna vez sus padres, cuando comentaba con ellos lo rápido que se le caían las hojas a los calendarios. La polémica entre Carol y el señor Lumière le recordó a las que a veces tenía Nicholas cuando iba a visitar la casa familiar. Le pasaba a todos los padres e hijos que vivían separados durante un tiempo: las diferencias entre ambas partes se hacían más evidentes y, cuando volvían a estar bajo un mismo techo, no siempre era sencillo ignorarlas.

— Oh, les encantaría verte — respondió al ofrecimiento de Carol, retomando el hilo de la conversación —. Ya me han preguntado por ti. No te preocupes: entienden que acabas de llegar y que tienes muchas cosas por hacer — se adelantó al escenario porque no quería que su amiga sintiera remordimientos por no haber ido antes —. Les encantará verte. Cuando puedas, claro.

— Es que este chico es una joya — dijo el señor Lumière como para sí mismo, pero en un tono lo suficientemente alto como para que lo oyera él también.

Carol siguió cocinando, pero no podía hacer otra cosa más que pensar en aquel castillo de cajas, mientras Nicholas hablaba. No era la construcción más sólida, pero ella se había sentido una princesa en él, habían vivido juntos un millar de aventuras imaginarias. Aventuras que siempre terminaban bien, historias que permanecieron en su cabeza y la ayudaban a dormir cuando el mundo a su alrededor se había vuelto demasiado oscuro.

Intentó hacer caso omiso al comentario del tiempo. La habían presionado mucho con eso para que se casara y formara una familia, y así había terminado la cosa. Así que no iba a caer en nuevas insinuaciones de ese tipo. No quería pensar ni sentir que la vida se le estaba escapando entre los dedos, aunque toda esa verborrea estuviera en el fondo de su mente también.

Pero eso no quitaba que fuera a ignorar a los dos hombres que estaban con ella en la cocina. Asintió cuando Nicholas dijo que sus padres se alegrarían de verla, pero que entendían que no hubiera podido ir todavía.- Sí, hay mucho trabajo, pero intentaré encontrar un momento. -Quizá cuando terminase aquel enorme pedido para el ayuntamiento de la ciudad... se podía obligar a dejar de trabajar alguna tarde para tomar el té con aquella agradable familia.

El comentario de su padre no se le escapó. Pero como algún que otro que hacía así como quien no quiere la cosa, lo pasó por alto. Pero estaba de acuerdo en que Nicholas era un buen hombre. Se merecía lo mejor.
- Bueno, creo que podemos ir poniendo la mesa. En breve tendremos dispuesto nuestro pequeño festín. -Anunció terminando de añadir canela a las natillas que ya tomaban textura en el fuego.- ¿Os importa vigilar todo mientras pongo la mesa?

- La mesa ya está puesta, lleva años sin moverse. -Recordó su padre, con aquel humor que la hacía negar con la cabeza.

- Mientras preparo la mesa para que podamos comer. -Rectificó ella con retintín, ganandose una risita de su padre que se había salido con la suya.