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Who can presume to know the heart of a dragon?
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House of the Dragon
Cuando la Princesa Rhaenyra puso sobre la mesa una alianza matrimonial entre su hijo mayor, Jacaerys, y la princesa Helaena, lo primero que obtuvo de la Reina Alicent fue una negación rotunda. Pero después de los ruegos del Rey Viserys y, sobre todo, de una larga plática con su padre, Otto Hightower, la Reina Alicent acabó por dar su consentimiento para sorpresa de la Corte y alegría de su esposo.
Para el joven príncipe Lucerys, la noticia llegó con cierto receloso porque, por más que Helaena aparentara inocencia, no dejaba de ser hija de la mujer que tanto odiaba a su madre. Para Aemond Targaryen la noticia fue la peor de las traiciones, pues fue incapaz de concebir que su amada hermana ahora estuviera prometida a uno de sus enemigos jurados.
La boda se llevó a cabo en Desembarco del Rey, con el viejo Rey Viserys visiblemente emocionado por lo que parecía el final de un largo conflicto entre su amada hija y su segunda esposa. Helaena se convirtió en esposa de Jacaerys con la promesa de mudarse con él a Rocadragón, junto a su nueva familia. A pesar de las reticencias de Alicent de ver a su hija partir e imaginarla viviendo en las líneas enemigas, Otto Hightower veía en esto una oportunidad para tomar ventaja en un período de paz aparente.
Varios años han pasado desde aquella boda que removió los cimientos de la resquebrajada familia Targaryen y aunque hasta ahora todas las partes parecían haber limado sus asperezas, la menguada salud del Rey amenazaba con cambiarlo todo para siempre.
Enviado a Desembarco del Rey como emisario de su madre, la Princesa Heredera, Lucerys llegó a la Fortaleza Roja con esperanzas de tener noticias más concretas sobre la salud de su abuelo, pues todo lo que llegaba a Rocadragón no eran más que rumores y noticias a medias que empiezaban a desesperar a su madre. Lucerys hasta ahora vivió aferrado a la idea de que la Reina y la Mano del Rey jamás intentarían un movimiento hostil ni de alta traición sabiendo que ahora Helaena vivía en Rocadragón. Pero en la Fortaleza Roja todos tenían segundas intenciones y lo único que recibió a cambio fue una negativa a entrevistarse directamente con Rey, quien seguía aquejado de una dolorosa enfermedad.
Tres días después de la llegada de Lucerys a Desembarco del Rey, el Príncipe Aemond regresó a casa en el lomo de Vhagar después de su última visita a Antigua, por encargo de la Reina. Ninguno de los dos había cruzado palabra desde la boda de sus hermanos, ha pasado el tiempo suficiente para que las viejas rencillas se apaciguaran, al menos para contentar a su familias.
Pero la sangre del dragón es voluble y siempre danza cuando hay fuego demasiado cerca.
Para el joven príncipe Lucerys, la noticia llegó con cierto receloso porque, por más que Helaena aparentara inocencia, no dejaba de ser hija de la mujer que tanto odiaba a su madre. Para Aemond Targaryen la noticia fue la peor de las traiciones, pues fue incapaz de concebir que su amada hermana ahora estuviera prometida a uno de sus enemigos jurados.
La boda se llevó a cabo en Desembarco del Rey, con el viejo Rey Viserys visiblemente emocionado por lo que parecía el final de un largo conflicto entre su amada hija y su segunda esposa. Helaena se convirtió en esposa de Jacaerys con la promesa de mudarse con él a Rocadragón, junto a su nueva familia. A pesar de las reticencias de Alicent de ver a su hija partir e imaginarla viviendo en las líneas enemigas, Otto Hightower veía en esto una oportunidad para tomar ventaja en un período de paz aparente.
Varios años han pasado desde aquella boda que removió los cimientos de la resquebrajada familia Targaryen y aunque hasta ahora todas las partes parecían haber limado sus asperezas, la menguada salud del Rey amenazaba con cambiarlo todo para siempre.
Enviado a Desembarco del Rey como emisario de su madre, la Princesa Heredera, Lucerys llegó a la Fortaleza Roja con esperanzas de tener noticias más concretas sobre la salud de su abuelo, pues todo lo que llegaba a Rocadragón no eran más que rumores y noticias a medias que empiezaban a desesperar a su madre. Lucerys hasta ahora vivió aferrado a la idea de que la Reina y la Mano del Rey jamás intentarían un movimiento hostil ni de alta traición sabiendo que ahora Helaena vivía en Rocadragón. Pero en la Fortaleza Roja todos tenían segundas intenciones y lo único que recibió a cambio fue una negativa a entrevistarse directamente con Rey, quien seguía aquejado de una dolorosa enfermedad.
Tres días después de la llegada de Lucerys a Desembarco del Rey, el Príncipe Aemond regresó a casa en el lomo de Vhagar después de su última visita a Antigua, por encargo de la Reina. Ninguno de los dos había cruzado palabra desde la boda de sus hermanos, ha pasado el tiempo suficiente para que las viejas rencillas se apaciguaran, al menos para contentar a su familias.
Pero la sangre del dragón es voluble y siempre danza cuando hay fuego demasiado cerca.
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I. El emisario
II. Larga vida al Rey
III. Callejón sin salida
IV. Cambio de planes
V. Un nuevo destino
VI. Al caer la noche
VII. Regresos
VIII. La cueva
IX. Verdades a medias
X. La torre de la viuda
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VII. Regresos
VIII. La cueva
IX. Verdades a medias
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Lucerys Velaryon
Príncipe — Jinete de Arrax — Timothée Chalamet — Minerva
Aemond Targaryen
Príncipe — Jinete de Vhagar — Ewan Mitchell — Juno
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- Código:
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V. Un nuevo destino
Harrendal
Noche
Lucerys
Escuchar de boca de Aemond que Arrax ya estaba muerto solo le confirmaba lo que ya sabía pero hacía que doliera más. ¿Qué clase de Targaryen era que huía dejando a su dragón atrás? Le gustaría poder ser tan práctico para concentrarse en sobrevivir, pero no tenía ni fuerzas ni voluntad para ello.
Se dejó acomodar por Aemond en la cama. Se sentía extrañamente bien que lo hiciera y se quedara a su lado. Casi como si estuviera protegido, aunque fuera por el sentido de posesión de su tío. Seguía hablando de irse, pero al menos no se había movido todavía.
Lucerys extendió una mano febril hacia él, para sujetarlo del bordillo de la ropa.
—¿Qué planes?—preguntó débilmente, aunque se podía imaginar la respuesta. —¿Quieres que sobreviva la fiebre para que me saques un ojo además de haber perdido a mi dragón? No es muy alentador.
Intentó sonreír. Ni él mismo sabía de dónde estaba saliendo ese intento de humor negro que salía de su boca. Pero sentía la cabeza cada vez más ligera y atontada. La fiebre le nublaba el juicio. Tal vez no debería decir nada. Su tío terminaría enojándose y dejándolo ahí botado. No tenía por qué cuidarlo. Era su prisionero y él estaba por entrar en guerra con su madre. O estaba en guerra con ella ya.
Lucerys ahora no era nadie. No tenía siquiera un dragón.
—Apenas tengo algo de valor como rehén...—comentó con amargura.
Su madre querría recuperarlo. Daemon incluso podría ir a pelear por él. Pero la sobrevivencia de Lucerys no determinaría el curso de la guerra.
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V. Un nuevo destino
Harrenhal
Mañana
Aemond
En cualquier otro momento de su vida, Aemond sabría que Lucerys tan sólo hizo el comentario del ojo para provocarlo, con la intención de ser sarcástico. Pero, en estas circunstancias, no estaba seguro de nada. Lucerys parecía que iba a desmoronarse en cualquier momento y no sólo físicamente. Cuando hizo el comentario sobre su dragón, supo que hablaba en serio, seguía angustiado por Arrax y Aemond no podía culparlo.
El asunto de Arrax iba a acabar por volverlo loco, porque las reclamaciones y el aspecto lamentable de Lucerys empezaban a hacer que se sintiera culpable. Aemond odiaba sentirse responsable por cosas que escapaban a su control. Pero había algo desolador en la mirada de Lucerys que lo convertía en una situación completamente irremediable.
—Deja de ser sarcástico que en este momento no te conviene o voy a cumplir tus pesadillas, te tomaré la palabra —susurró con fastidio, pero supuso que sus palabras no llegaban a lastimar realmente a su sobrino. Lucerys incluso acababa de decirle que no era un rehén valioso.
Aemond ya no sabía hasta dónde más iba a aguantar su paciencia. Cuando tiró de Lucerys, quizás lo hizo con más firmeza de la cuenta. Hizo que se sentara, su sobrino no puso resistencia alguna y sus narices prácticamente se estaban rozando. Aemond parpadeó varias veces, mirándolo fijamente. Lucerys estaba pálido, pero podía sentir su respiración entrecortada.
—Si no fueras valioso te habría tirado de Vhagar, es más, te habría dejado en manos de mi abuelo. ¿Es eso lo que quieres escuchar? —Aemond tan sólo sabía que estaba molesto, las palabras se escaparon de sus labios sin que pudiera evitarlo. Soltó un respingo de fastidio y empujó a Lucerys de nuevo sobre el colchón, acomodándolo como si fuera un niño pequeño, pues era evidente que su sobrino no estaba en condiciones de cuidar de sí mismo—. Cuidaré de ti. No pienso dejar que te mueras por una fiebre.
Aemond no pudo evitar pensar que, lo que pasara después, ya dependería de la supervivencia de su sobrino. En este momento nada le parecía más importante. Lo primero era bajarle esa maldita fiebre y así quizás dejaría de hacer comentarios delirantes que no llevaban a ningún sitio. Se levantó de la cama, acercándose hacia la puerta, pero llamó a la curandera en voz alta, pues si salía de esa habitación, no quería imaginarse los lloriqueos de Lucerys.
El asunto de Arrax iba a acabar por volverlo loco, porque las reclamaciones y el aspecto lamentable de Lucerys empezaban a hacer que se sintiera culpable. Aemond odiaba sentirse responsable por cosas que escapaban a su control. Pero había algo desolador en la mirada de Lucerys que lo convertía en una situación completamente irremediable.
—Deja de ser sarcástico que en este momento no te conviene o voy a cumplir tus pesadillas, te tomaré la palabra —susurró con fastidio, pero supuso que sus palabras no llegaban a lastimar realmente a su sobrino. Lucerys incluso acababa de decirle que no era un rehén valioso.
Aemond ya no sabía hasta dónde más iba a aguantar su paciencia. Cuando tiró de Lucerys, quizás lo hizo con más firmeza de la cuenta. Hizo que se sentara, su sobrino no puso resistencia alguna y sus narices prácticamente se estaban rozando. Aemond parpadeó varias veces, mirándolo fijamente. Lucerys estaba pálido, pero podía sentir su respiración entrecortada.
—Si no fueras valioso te habría tirado de Vhagar, es más, te habría dejado en manos de mi abuelo. ¿Es eso lo que quieres escuchar? —Aemond tan sólo sabía que estaba molesto, las palabras se escaparon de sus labios sin que pudiera evitarlo. Soltó un respingo de fastidio y empujó a Lucerys de nuevo sobre el colchón, acomodándolo como si fuera un niño pequeño, pues era evidente que su sobrino no estaba en condiciones de cuidar de sí mismo—. Cuidaré de ti. No pienso dejar que te mueras por una fiebre.
Aemond no pudo evitar pensar que, lo que pasara después, ya dependería de la supervivencia de su sobrino. En este momento nada le parecía más importante. Lo primero era bajarle esa maldita fiebre y así quizás dejaría de hacer comentarios delirantes que no llevaban a ningún sitio. Se levantó de la cama, acercándose hacia la puerta, pero llamó a la curandera en voz alta, pues si salía de esa habitación, no quería imaginarse los lloriqueos de Lucerys.
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V. Un nuevo destino
Harrendal
Noche
Lucerys
El momento en que Aemond tiró de él y lo incorporó sintió que el mundo se movía bajo su cuerpo. Se sintió ligeramente mareado, apenas capaz de procesar que estaba tan cerca del rostro de Aemond. Sintió su respiración y por un momento todo lo que quiso fue inclinarse para apoyar su frente contra él. Descansar. Un momento.
Pero de inmediato se vio empujado contra la cama de nuevo, lo que le sacó un gemido de dolor. No. No quería que Aemond si fuera, ni una curandera ni... nada. No quería nada.
Sin embargo... El argumento de Aemond tenía sentido. Si no fuera valioso, lo habría tirado. ¿Su valor iba más allá de su deseo de venganza? De alguna forma seguía teniendo su ojo...
Le dolía la cabeza de pensar en ello.
La curandera acudió a la llamada de Aemond. Era una mujer pequeña y arrugada, con la cabeza cubierta y traía una bandeja con un caldo humeante. La puso a un lado de su cama y le puso una mano en la frente. Su tacto era desagradable, frío y húmedo. Lucerys se separó de ella. La mano de su tío había sido mejor.
La mujer también le examinó los ojos, y Lucerys se sintió muy inquieto de sentir sus manos en la cara. Luego, todavía sin decir nada, la mujer tomó el cuenco de caldo y se lo acercó. No olía realmente feo, pero sí muy intenso, y Lucerys no tenía la menor intención de tomarse eso, que era precisamente lo que la mujer pretendía de él.
—No quiero...—dijo de inmediato, y buscó a su tío con la mirada. —No me voy a tomar eso...
Por supuesto que no esperaba simpatía de su tío. Le había dicho que tenía que sobrevivir la fiebre, pero Lucerys se sentía ya febril y sudoroso, no quería añadir a eso ese fuerte olor impregnando todos sus sentidos. Encogió las piernas, abrazándolas, mientras negaba con los labios apretados.
Sin embargo, al hacer ese movimiento se salió de las cobijas y lo envolvió el frío, por lo que tiró de la cobija para pasársela por los hombros. Se estremeció, atacado por escalofríos.
—Necesita tomar el remedio. Si no le baja la fiebre necesitará un baño de agua fría—declaró la curandera, hablándole a su tío.
Estaba visto que la opinión de Lucerys no le importaba.
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V. Un nuevo destino
Harrenhal
Mañana
Aemond
Cuando la curandera llegó, Aemond estaba dispuesto a dejar que la mujer trabajara. No tenía caso que estuviera allí en medio, estorbando lo que ella sabía hacer mejor que él. Estaba dispuesto a mantenerse al margen hasta que ella se fuera, pero entonces el estúpido de Lucerys decidió comportarse como un niño pequeño y decir que no iba a tomar el caldo que la curandera le estaba ofreciendo.
Aemond no era una persona particularmente paciente, pero sabía comportarse en caso de que la ocasión lo ameritara. Sin embargo, en este momento ya no estaba para guardar la compostura y apartó a la mujer con un gesto, quien lo obedeció enseguida, poco dispuesta a quedar en medio de la ira de Aemond.
—Escúchame bien, no tenemos tiempo para que te comportes como un niño. Vas a comer y no es negociable. Recuerda que todavía eres mi prisionero y tienes que hacer lo que yo te diga… —Aemond no estaba dispuesto a escuchar réplicas ni tampoco a que sus palabras se las llevara el viento. Sostuvo a Lucerys del rostro y sin que éste pudiera oponerse, le dio una enorme cucharada de caldo. Le lanzó una mirada amenazante pues lo último que necesitaba era que Lucerys escupiera el caldo o algo por el estilo.
Tener vómito de Lucerys encima sería lo último que estaba dispuesto a soportar.
Por suerte para él, y también para Lucerys, éste decidió aceptar las cucharadas que Aemond le ofrecía. Su sobrino todavía seguía temblando, pero al menos ya no estaba dispuesto a rechazar el caldo. Aemond se sentía torpe e inexperto, mientras sostenía el caldo con una mano y la cuchara con la otra. Estaba seguro que era como darle comida a un niño, aunque los ojos llorosos y el cuerpo tembloroso de su sobrino no tenían absolutamente nada de infantil.
Contó aproximadamente diez cucharadas hasta que volvió de nuevo la vista hacia Lucerys. Seguía igual de pálido y lloroso, pero al menos ya estaba sometido a su voluntad, que ya era bastante considerando todo el escándalo que había hecho antes.
—Vas a terminarte el caldo, no me mires así —susurró, con el ceño fruncido—. Y cualquier otro brebaje que te haga la curandera. ¿Me estás escuchando, Lucerys?
Antes de que Lucerys pudiera volver a decir algo, Aemond volvió a darle otra cucharada de caldo. Le parecía que era una situación de lo más hilarante: nunca se hubiera imaginado en esa posición, teniendo que alimentar a un enfermizo Lucerys, mientras los dos estaban en Harrenhal, como un par de fugitivos de guerra. Pero Aemond nunca fue un cobarde, él escogió esto, así que estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. No iba a dejar a Lucerys morir bajo ninguna circunstancia.
Aemond no era una persona particularmente paciente, pero sabía comportarse en caso de que la ocasión lo ameritara. Sin embargo, en este momento ya no estaba para guardar la compostura y apartó a la mujer con un gesto, quien lo obedeció enseguida, poco dispuesta a quedar en medio de la ira de Aemond.
—Escúchame bien, no tenemos tiempo para que te comportes como un niño. Vas a comer y no es negociable. Recuerda que todavía eres mi prisionero y tienes que hacer lo que yo te diga… —Aemond no estaba dispuesto a escuchar réplicas ni tampoco a que sus palabras se las llevara el viento. Sostuvo a Lucerys del rostro y sin que éste pudiera oponerse, le dio una enorme cucharada de caldo. Le lanzó una mirada amenazante pues lo último que necesitaba era que Lucerys escupiera el caldo o algo por el estilo.
Tener vómito de Lucerys encima sería lo último que estaba dispuesto a soportar.
Por suerte para él, y también para Lucerys, éste decidió aceptar las cucharadas que Aemond le ofrecía. Su sobrino todavía seguía temblando, pero al menos ya no estaba dispuesto a rechazar el caldo. Aemond se sentía torpe e inexperto, mientras sostenía el caldo con una mano y la cuchara con la otra. Estaba seguro que era como darle comida a un niño, aunque los ojos llorosos y el cuerpo tembloroso de su sobrino no tenían absolutamente nada de infantil.
Contó aproximadamente diez cucharadas hasta que volvió de nuevo la vista hacia Lucerys. Seguía igual de pálido y lloroso, pero al menos ya estaba sometido a su voluntad, que ya era bastante considerando todo el escándalo que había hecho antes.
—Vas a terminarte el caldo, no me mires así —susurró, con el ceño fruncido—. Y cualquier otro brebaje que te haga la curandera. ¿Me estás escuchando, Lucerys?
Antes de que Lucerys pudiera volver a decir algo, Aemond volvió a darle otra cucharada de caldo. Le parecía que era una situación de lo más hilarante: nunca se hubiera imaginado en esa posición, teniendo que alimentar a un enfermizo Lucerys, mientras los dos estaban en Harrenhal, como un par de fugitivos de guerra. Pero Aemond nunca fue un cobarde, él escogió esto, así que estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. No iba a dejar a Lucerys morir bajo ninguna circunstancia.
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V. Un nuevo destino
Harrendal
Noche
Lucerys
Aunque tuvo el impulso de escupirle el remedio encima a Aemond se contuvo. Su tío estaba furioso, la presión que ejercía en su barbilla lo dejaba más que evidente. Se vio obligado a tragar la desagradable pócima aunque se le revolviera el estómago con el aroma, que inundaba todos sus sentidos.
Miró a Aemond con odio, pero se sentía demasiado débil para que realmente sus sentimientos llegaran a su cara.
De hecho, más allá de la náusea sentía la cabeza demasiado ligera, y los ojos empezaban a cerrársele solos. ¿Iba a descomponerse en cualquier momento.
—No quiero más...—balbuceó.
Sin embargo, siguió tragando el desagradable caldo. No tenía fuerzas para resistirse.
—Aemond..—susurró empujando ligeramente la mano con la que sostenía el caldo.
No entendía qué pasaba con él. Estaba sudando pero estaba temblando también. Sintió acercarse de nuevo la curandera. Intentó retirarse, la mujer olía tan fuerte como la pócima, pero no pudo quitarse. Sintió su mano callosa y helada contra la frente.
—Está hirviendo en fiebre, y la medicina tardará en hacer efecto. Iré por agua y paños para bajarle la temperatura—dijo con decisión. —Vaya quitándole la ropa, necesita que le bajemos la temperatura rápido.
Lucerys tomó la muñeca de Aemond, inseguro de si realmente quería evitar que hiciera lo que la mujer decía, pero la curandera parecía muy decidida y segura de que ella estaba en control de la situación.
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Harrenhal
Mañana
Aemond
Cuando la curandera le dijo que lo más conveniente era darle un baño para bajar la fiebre, Aemond soltó un respingo. Por supuesto que lo que estaba diciendo la mujer era lo más lógico, no era la primera vez que Aemond tenía que lidiar con un enfermo que tenía más fiebre de la cuenta. Pero era diferente a que su querida hermana estuviera en una cama de la Fortaleza Roja, atendida por los mejores médicos reales, que estar aquí, en un camastro de Harrenhal, escuchando los consejos de una curandera para que Lucerys no empeorara.
Al menos, su sobrino no había rechazado el caldo. Pero la mujer tenía razón, eso no iba a disminuir la fiebre. Aemond resopló y volvió la vista hacia ella, pretendiendo que estaba empoderado de nuevo. Tendría que fingir en todo momento que estaba en el control de la situación, porque de otra forma navegaría al borde de la locura.
—Dile a las demás sirvientas que preparen un baño. Haga lo que sea necesario… —dijo Aemond, dispuesto a escuchar cualquier recomendación para Lucerys. No estaba acostumbrado a seguir las instrucciones de nadie, excepto quizás si se trataba de las intimidaciones de su abuelo, pero en este caso no tenía más remedio que seguir los pasos de la curandera.
Dentro de la habitación había una puerta secundaria, donde se dirigió la mujer para llenar la rudimentaria bañera que usarían para bajarle la fiebre. Cuando se giró de nuevo hacia su sobrino, tenía una expresión inescrutable. Esperaba que no se pusiera a protestar de nuevo, porque ya no tendría paciencia. De ser necesario lo alzaría en brazos y lo tiraría en la bañera hasta que le bajara la fiebre.
—No sé si escuchaste a la curandera, pero vamos a tener que darte un baño. Como intentes negarte va a ser peor para ti… —Aemond se inclinó hacia él, sin dejarle tiempo para que dijera que no. Tiró de la camisa que tenía puesta con firmeza, dejando su torso al descubierto. Le parecía que Lucerys no había dejado de temblar y Aemond frunció el ceño porque allí también estaban los vendajes de la herida en el costado y todos los golpes y marcas que no había visto con detenimiento antes. Cuando lo desvistió para ponerle sus ropas en Desembarco del Rey, no hubo tiempo para nada.
Pero ahora se tomó un instante para comprobar lo mal que lo había pasado en el calabozo. Aunque Aemond no se engañaba, sabía que había unos cuantos moretones que él mismo le había hecho cuando tenía a Lucerys confinado en su habitación. Aemond suspiró hondo cuando escuchó el agua correr y luego a la curandera cruzar la puerta contigua. Antes de que Lucerys pudiera decir nada, Aemond tiró de él con firmeza una vez más.
Cuando lo cargó en brazos, no pudo evitar recordarse que había hecho lo mismo en Desembargo del Rey, justo antes de subirlo al lomo de Vhagar.
—Vamos a la bañera, ni una sola queja.
Al menos, su sobrino no había rechazado el caldo. Pero la mujer tenía razón, eso no iba a disminuir la fiebre. Aemond resopló y volvió la vista hacia ella, pretendiendo que estaba empoderado de nuevo. Tendría que fingir en todo momento que estaba en el control de la situación, porque de otra forma navegaría al borde de la locura.
—Dile a las demás sirvientas que preparen un baño. Haga lo que sea necesario… —dijo Aemond, dispuesto a escuchar cualquier recomendación para Lucerys. No estaba acostumbrado a seguir las instrucciones de nadie, excepto quizás si se trataba de las intimidaciones de su abuelo, pero en este caso no tenía más remedio que seguir los pasos de la curandera.
Dentro de la habitación había una puerta secundaria, donde se dirigió la mujer para llenar la rudimentaria bañera que usarían para bajarle la fiebre. Cuando se giró de nuevo hacia su sobrino, tenía una expresión inescrutable. Esperaba que no se pusiera a protestar de nuevo, porque ya no tendría paciencia. De ser necesario lo alzaría en brazos y lo tiraría en la bañera hasta que le bajara la fiebre.
—No sé si escuchaste a la curandera, pero vamos a tener que darte un baño. Como intentes negarte va a ser peor para ti… —Aemond se inclinó hacia él, sin dejarle tiempo para que dijera que no. Tiró de la camisa que tenía puesta con firmeza, dejando su torso al descubierto. Le parecía que Lucerys no había dejado de temblar y Aemond frunció el ceño porque allí también estaban los vendajes de la herida en el costado y todos los golpes y marcas que no había visto con detenimiento antes. Cuando lo desvistió para ponerle sus ropas en Desembarco del Rey, no hubo tiempo para nada.
Pero ahora se tomó un instante para comprobar lo mal que lo había pasado en el calabozo. Aunque Aemond no se engañaba, sabía que había unos cuantos moretones que él mismo le había hecho cuando tenía a Lucerys confinado en su habitación. Aemond suspiró hondo cuando escuchó el agua correr y luego a la curandera cruzar la puerta contigua. Antes de que Lucerys pudiera decir nada, Aemond tiró de él con firmeza una vez más.
Cuando lo cargó en brazos, no pudo evitar recordarse que había hecho lo mismo en Desembargo del Rey, justo antes de subirlo al lomo de Vhagar.
—Vamos a la bañera, ni una sola queja.
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Lucerys
No tenía ni fuerzas ni voluntad para pelear, así que se tragó el horroroso caldo. Pero cuando escuchó que le iban a bañar le pareció una locura. Hacía frío. Mucho frío, aunque estuviera sudando. Quiso pelear, pero cuando sintió las manos de Aemond desnudándolo no pudo. En parte por su amenaza, pero también porque con la fuerza que lo manejaba no tenía opción de enfrentarse.
Era la segunda vez que su tío lo desnudaba en dos días, pero en esta ocasión fue diferente. No tenía la urgencia del día anterior por la huida, pero tampoco le estaba dando mucho espacio. Sintió como lo observaba, y aunque tuvo el impulso de cubrirse, tampoco sintió que valiera la pena. El movimiento brusco despertó el dolor de la herida de su costado.
Cuando su tío lo alzó lanzó un largo gemido de dolor. No quería esto. Sin embargo, levantó los brazos y los cruzó tras la nuca de Aemond, escondiendo la cara en el hueco de su cuello. No entendía cómo su tío lo manejaba con tanta facilidad. No era un niño pequeño ya, aunque tenía ganas de gimotear como un bebé.
—Ya no quiero más...—repitió, aunque era una incoherencia.
Cuando sintió que le iba a bajar a la bañera se abrazó con fuerza a Aemond, haciendo un puño, asustado. El corazón le latía de prisa, no sabía si por el susto o por la fiebre. No estaba bien, tenía mucho de no estar bien...
¿Vendría alguien a buscarlo? ¿Su madre lo habría dado por muerto? ¿Estaría Daemon intentando vengarlo? No sabía por qué de repente pensaba en ellos. Lo único seguro en el mundo en ese momento era la el pecho y los brazos de Aemond que lo sostenían.
—Tengo frío—le dijo al oído a su tío mientras lo estrechaba con más fuerza.
Por favor, no, quería decir, pero tampoco quería seguir rogando.
—No perdamos tiempo—insistió la curandera. Cómo odiaba esa voz y recién la conocía —Métalo al agua de una vez.
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V. Un nuevo destino
Harrenhal
Mañana
Aemond
Aemond debió adivinar que, incluso luego de haber desnudado a Lucerys, no iba a ser tan sencillo como dejarlo en la bañera. Su sobrino, que seguía comportándose como un niño caprichoso, lo abrazaba como si eso fuera suficiente para detener lo inevitable. Aemond quiso empujarlo, hacer su voluntad de una vez por todas, pero no pudo hacerlo.
Quizás era porque había algo desesperado en el gesto de Lucerys o porque su cercanía, su cuerpo febril y desnudo demasiado cerca del suyo, estaba empezando a mermar su cordura. Aemond temía que acabara lastimando a Lucerys en un intento desesperado por imponer su voluntad. Pero tampoco estaba dispuesto a que su sobrino muriera luego de todo el trabajo que hizo para sacarlo vivo de Desembarco del Rey.
—Deja de comportarte como un mocoso… —masculló, mientras lo sostuvo por la cintura para, por fin, colocarlo dentro de la bañera. El cuerpo de Lucerys se sentía muy tibio al contacto y el agua estaba muy fría, pudo sentirlo enseguida cuando le salpicaron unas cuantas gotas—. Esto te bajará la fiebre.
La última frase iba más para él que para el propio Lucerys, a quien sumergió el cuerpo casi por completo. Aemond miró a Lucerys a los ojos, fijándose en sus mejillas, sonrojadas por la fiebre. Lucerys estaba ahora temblando, pero esperaba que fuera por el frío de la bañera. Aemond no estaba seguro si era bueno sumergirlo por completo, pero así lo hizo porque la curandera no le dijo lo contrario.
Cuando sacó el cuerpo empapado de Lucerys de la bañera, este parecía mirarlo con reproche. Aemond creyó que eso era una buena señal.
Aemond se atrevió a regalarle una sonrisa de superioridad, mientras sostenía un cuenco, lo llenaba de agua y se lo echaba una vez más en la cabeza. Lo hizo varias veces, impidiendo que Lucerys pudiera hablar con él.
—¿Será suficiente? —dijo con voz dudosa, fijándose en la mujer. Ésta parecía muy concentrada en una esquina, preparando lo que parecía otro brebaje. Aemond arqueó las cejas, sabiendo que de seguro Lucerys tampoco querría beber eso. Pero luego de echarlo en la bañera, nadie iba a negarle nada.
—Un par de minutos más… —comentó la curandera, mirando a Lucerys con detenimiento. Aemond esperaba que esa mirada significaba que estaba funcionando. Por instinto, le tocó la frente a su sobrino, que ya no parecía estar ardiendo.
Quizás era porque había algo desesperado en el gesto de Lucerys o porque su cercanía, su cuerpo febril y desnudo demasiado cerca del suyo, estaba empezando a mermar su cordura. Aemond temía que acabara lastimando a Lucerys en un intento desesperado por imponer su voluntad. Pero tampoco estaba dispuesto a que su sobrino muriera luego de todo el trabajo que hizo para sacarlo vivo de Desembarco del Rey.
—Deja de comportarte como un mocoso… —masculló, mientras lo sostuvo por la cintura para, por fin, colocarlo dentro de la bañera. El cuerpo de Lucerys se sentía muy tibio al contacto y el agua estaba muy fría, pudo sentirlo enseguida cuando le salpicaron unas cuantas gotas—. Esto te bajará la fiebre.
La última frase iba más para él que para el propio Lucerys, a quien sumergió el cuerpo casi por completo. Aemond miró a Lucerys a los ojos, fijándose en sus mejillas, sonrojadas por la fiebre. Lucerys estaba ahora temblando, pero esperaba que fuera por el frío de la bañera. Aemond no estaba seguro si era bueno sumergirlo por completo, pero así lo hizo porque la curandera no le dijo lo contrario.
Cuando sacó el cuerpo empapado de Lucerys de la bañera, este parecía mirarlo con reproche. Aemond creyó que eso era una buena señal.
Aemond se atrevió a regalarle una sonrisa de superioridad, mientras sostenía un cuenco, lo llenaba de agua y se lo echaba una vez más en la cabeza. Lo hizo varias veces, impidiendo que Lucerys pudiera hablar con él.
—¿Será suficiente? —dijo con voz dudosa, fijándose en la mujer. Ésta parecía muy concentrada en una esquina, preparando lo que parecía otro brebaje. Aemond arqueó las cejas, sabiendo que de seguro Lucerys tampoco querría beber eso. Pero luego de echarlo en la bañera, nadie iba a negarle nada.
—Un par de minutos más… —comentó la curandera, mirando a Lucerys con detenimiento. Aemond esperaba que esa mirada significaba que estaba funcionando. Por instinto, le tocó la frente a su sobrino, que ya no parecía estar ardiendo.
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V. Un nuevo destino
Harrendal
Noche
Lucerys
Era extraña la sensación de que Aemond le hundiera en la bañera. Debía sentirse amenazado, con su tío manejando su cuerpo a su antojo, hundiéndolo en aquella agua helada. Pero no era el caso. En el fondo sentía que Aemond estaba preocupado por él y si tenía que ahogarlo para quitarle la fiebre, lo haría.
Quizá estaba funcionando. Tal vez estaba teniendo ideas más coherentes... O tal vez no.
Por un momento se quedó sin aire cuando se hundió del todo. Al salir de nuevo levantó los brazos, buscando a Aemond. Sin embargo, se dejó hundir de nuevo aunque esta vez logró mantener la cabeza en alto para seguir respirando. El par de minutos que dijo la curandera se hizo eterno. Fue él quien decidió que era demasiado y se aferró a Aemond para que no lo hundiera más, tirando las manos a sus hombros.
—Ahora sí, es suficiente...—balbuceó.
Sintió que la voz le temblaba. Enredó los dedos de una mano en el cabello de Aemond. Tan largo... tan lacio...
—Sácame de aquí—le pidió.
Se impulsó a sí mismo hacia afuera de la bañera, aunque estaba débil para sostenerse. No quería más medicina, ni más agua fría, quería... quería descansar.
—Ya puede llevarlo a la cama—dijo la curandera. —Hay que arroparlo y dejar que la medicina haga efecto.
Sí. Dormir. Descansar. Eso debía funcionar. Se abrazó a Aemond, necesitaba que lo sacara de ahí.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Aemond
Aemond todavía recordaba la sensación del febril cuerpo de Lucerys, abrazado al suyo con desesperación al salir de la bañera. Luego de seguir las indicaciones de la curandera, la fiebre había disminuido un poco. Al menos lo suficiente para que Lucerys no estuviera en peligro inminente, pero todavía se mantuvo adormecido por dos días seguidos. Durante todo ese tiempo, Aemond se mantuvo en la misma habitación, dejando que sólo la curandera y una jovencísima criada se acercaran a Lucerys.
El tiempo pasaba, las noticias volaban tan rápido como los dragones Targaryen, y Aemond no podía fiarse de cualquiera. Esa noche, Aemond estaba terminando de cenar, mientras escuchaba la acompasada respiración de Lucerys en la cama que estaba a su izquierda. Cuando le llevaron la cena a la habitación, también le trajeron noticias. Al parecer, su nombre era considerado traición en Desembarco del Rey y quizás la única razón por la que Aegon, recién coronado rey, no había pedido su cabeza, era porque su madre había intercedido por él.
Aemond había tenido que mandar a asesinar a los soldados que lo vieron desembarcar de su dragón con Lucerys. Fue una decisión incómoda, porque no estaba sobrado de soldados que le fueran fieles, pero prefería no dar margen al error. Nadie más que la curandera y la sirvienta, poco más que una niña asustadiza, tenían acceso a sus aposentos en este momento.
Como ya no tenía que preocuparse de mantener a Lucerys con vida, Aemond empezaba a preocuparse por otras cosas. Había hasta rumores de que se llevó a Lucerys rumbo a las Ciudades Libres, que no tenía idea de cómo habían surgido, pero eso le convenía por el momento. Era una forma de ganar tiempo, pues tarde o temprano alguien notaría a Vhagar rondando los alrededores de Harrenhal.
Además, sabía que Rhaenyra se había coronado reina en Rocadragón y estaba empezando a buscar que los otros grandes señores se unieran a su causa. También se decía que estaba buscando de manera desesperada a Lucerys y que ella sí había puesto precio a su cabeza. Tanto su querida hermana como Daemon no durarían atacar Harrenhal sin piedad si eso significaba recuperar a Lucerys.
Aemond se sentía acorralado, tenía que planear muy bien cuál sería su próximo paso.
Soltó un respingo cuando sintió movimiento en la cama. Había pasado tanto tiempo vigilando a Lucerys constantemente, que aprendió a detectar cuando éste despertaba, por el sonido de su respiración. Se levantó de la silla donde estaba y se acercó a la cama lo suficiente para verlo con detenimiento. Lucerys estaba mirando al techo, pero sus miradas se entrecruzaron cuando Aemond colocó una rodilla en el borde del colchón.
—Buenas noches, querido sobrino… —dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, a pesar de que sabía bien que eso era imposible—. Ya no pareces un fantasma. ¿Estás listo para hablar conmigo o insistirás en ignorarme como cada vez que abres los ojos?
El tiempo pasaba, las noticias volaban tan rápido como los dragones Targaryen, y Aemond no podía fiarse de cualquiera. Esa noche, Aemond estaba terminando de cenar, mientras escuchaba la acompasada respiración de Lucerys en la cama que estaba a su izquierda. Cuando le llevaron la cena a la habitación, también le trajeron noticias. Al parecer, su nombre era considerado traición en Desembarco del Rey y quizás la única razón por la que Aegon, recién coronado rey, no había pedido su cabeza, era porque su madre había intercedido por él.
Aemond había tenido que mandar a asesinar a los soldados que lo vieron desembarcar de su dragón con Lucerys. Fue una decisión incómoda, porque no estaba sobrado de soldados que le fueran fieles, pero prefería no dar margen al error. Nadie más que la curandera y la sirvienta, poco más que una niña asustadiza, tenían acceso a sus aposentos en este momento.
Como ya no tenía que preocuparse de mantener a Lucerys con vida, Aemond empezaba a preocuparse por otras cosas. Había hasta rumores de que se llevó a Lucerys rumbo a las Ciudades Libres, que no tenía idea de cómo habían surgido, pero eso le convenía por el momento. Era una forma de ganar tiempo, pues tarde o temprano alguien notaría a Vhagar rondando los alrededores de Harrenhal.
Además, sabía que Rhaenyra se había coronado reina en Rocadragón y estaba empezando a buscar que los otros grandes señores se unieran a su causa. También se decía que estaba buscando de manera desesperada a Lucerys y que ella sí había puesto precio a su cabeza. Tanto su querida hermana como Daemon no durarían atacar Harrenhal sin piedad si eso significaba recuperar a Lucerys.
Aemond se sentía acorralado, tenía que planear muy bien cuál sería su próximo paso.
Soltó un respingo cuando sintió movimiento en la cama. Había pasado tanto tiempo vigilando a Lucerys constantemente, que aprendió a detectar cuando éste despertaba, por el sonido de su respiración. Se levantó de la silla donde estaba y se acercó a la cama lo suficiente para verlo con detenimiento. Lucerys estaba mirando al techo, pero sus miradas se entrecruzaron cuando Aemond colocó una rodilla en el borde del colchón.
—Buenas noches, querido sobrino… —dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, a pesar de que sabía bien que eso era imposible—. Ya no pareces un fantasma. ¿Estás listo para hablar conmigo o insistirás en ignorarme como cada vez que abres los ojos?
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Lucerys
Lucerys había estado gravemente enfermo. No era consciente de cuánto tiempo había pasado, cuántos menjunges lo había hecho tomar la curandera ni cuántos baños frios le habían dado. Solo sabía que estaba débil pero su vida ya no estaba en peligro, y no sabía cómo sentirse al respecto.
Aemond se había empeñado en mantenerlo con vida, pero Lucerys no entendía bien para qué. Habría sido útil como rehén para los verdes, pero no estaban con Aegon tampoco. Habían huído de Desembarco del rey para que Otto Hightower no lo matara... ¿o por qué?
No terminaba de entender a su tío. Si quería sacarle el ojo, hace rato podía haberlo hecho. Ya ni siquiera tenía miedo de que sucediera. Casi lo habría agradecido con tal de dejar esa sensación de lado de no saber qué le esperaba.
Cada vez que despertaba, Aemond estaba allí, cerca, y Lucerys no sabía ya qué esperar. Estaba harto de estar en esa cama. De estar huyendo. De ser un prisionero. De esperar el momento en que su tío le hiciera daño mientras se desvivía por mantenerlo vivo. De que Aemond fuera todo lo que tuviera en el mundo.
Cuando lo escuchó hablar suspiró. No podía evitarlo para siempre. Solo lo tenía a él.
—¿De qué quieres hablar, tío? —preguntó, con la voz cansada y rasposa de no haber hablado por días—. ¿Vas a decirme al fin qué planes tienes para mí?
Después de sus palabras se atrevió a buscar a Aemond con la mirada. Tenía mil preguntas sobre el exterior... ¿pero acaso le iba a responder qué había sido de su familia? Lo dudaba.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Aemond
La voz de Lucerys sonaba apagada, como si la estuviera escuchando a través de un cristal. Aemond creía que había recuperado algo de cordura los últimos días, en que su sobrino estuvo todo el tiempo en cama, pero escucharlo hablar así le recordaba que la paciencia no era precisamente su mejor cualidad.
Se acercó hacia la cama y, sin preguntarle nada más, colocó una mano sobre la frente de Lucerys. Tenía una buena temperatura, ya no parecía que tenía fiebre. Eso era positivo, necesitaba que Lucerys dejar de estar tirado en una cama, enfermizo, esa actitud le desesperaba.
—Ya no tienes fiebre, así que come… —Aemond sostuvo la bandeja con una mano y tiró de Lucerys, para hacerlo sentarse sobre el colchón, pues tenía el presentimiento de que éste no se movería si no era por la fuerza. Al parecer, iba a aprender con facilidad a manejar bandejas de comida y a alimentar enfermos gracias al necio de Lucerys—. Anda, come. ¿O esperas que te alimente yo?
Al menos, Lucerys no rechazó la bandeja abiertamente cuando la colocó en su regazo. La comida no estaba precisamente caliente, porque Lucerys demoró algo en recobrar la conciencia, pero estaba fresca y le serviría para mantenerlo alimentado. No era buena idea que Lucerys tuviera el estómago vacío luego de haber pasado tanto tiempo postrado en una cama, enfermo.
Bajó la mirada, mientras se sentó al borde de la cama, quedando cerca de su sobrino, pero sin mirarlo frente a frente.
—Luego de que comas, podremos hablar tranquilamente. Nadie sabe que estás aquí y, por el momento, nadie debería saber que estoy en Harrenhal. El problema, para los dos, es que no sé por cuánto tiempo dure esa situación. Es difícil esconder a Vhagar, aquí no hay ninguna cámara donde pueda reposar tranquilamente.
Aemond sabía que estaba contra el tiempo, tenía que enfrentar a su familia tarde o temprano. Mientras nadie supiera de Lucerys, mientras lo mantuviera encerrado en esta habitación, podía ganar algo de tiempo. Su madre sabía bien que estaba desquiciado con la idea de una venganza, se tragaría con facilidad el cuento de que lo mató personalmente y abandonó su cuerpo en cualquier sitio. Quizás el estúpido de Aegon conseguiría creérselo también y, si su madre intervenía, podría perdonarlo porque no convenía más divisiones familiares.
Pero con su abuelo sería mucho más complicado. Por eso tenía que mantener a Lucerys expresamente encerrado, si alguien lo veía, toda esa pantomima se vendría abajo. Eso sin contar que tenía que enviar espías para averiguar con exactitud dónde estaban las fuerzas de Rhaneyra. Sabía que su querida hermana estaba en Rocadragón, pero era probable que Jacaerys ya estaría moviendo hilos en favor de su madre, al igual que Daemon.
Se acercó hacia la cama y, sin preguntarle nada más, colocó una mano sobre la frente de Lucerys. Tenía una buena temperatura, ya no parecía que tenía fiebre. Eso era positivo, necesitaba que Lucerys dejar de estar tirado en una cama, enfermizo, esa actitud le desesperaba.
—Ya no tienes fiebre, así que come… —Aemond sostuvo la bandeja con una mano y tiró de Lucerys, para hacerlo sentarse sobre el colchón, pues tenía el presentimiento de que éste no se movería si no era por la fuerza. Al parecer, iba a aprender con facilidad a manejar bandejas de comida y a alimentar enfermos gracias al necio de Lucerys—. Anda, come. ¿O esperas que te alimente yo?
Al menos, Lucerys no rechazó la bandeja abiertamente cuando la colocó en su regazo. La comida no estaba precisamente caliente, porque Lucerys demoró algo en recobrar la conciencia, pero estaba fresca y le serviría para mantenerlo alimentado. No era buena idea que Lucerys tuviera el estómago vacío luego de haber pasado tanto tiempo postrado en una cama, enfermo.
Bajó la mirada, mientras se sentó al borde de la cama, quedando cerca de su sobrino, pero sin mirarlo frente a frente.
—Luego de que comas, podremos hablar tranquilamente. Nadie sabe que estás aquí y, por el momento, nadie debería saber que estoy en Harrenhal. El problema, para los dos, es que no sé por cuánto tiempo dure esa situación. Es difícil esconder a Vhagar, aquí no hay ninguna cámara donde pueda reposar tranquilamente.
Aemond sabía que estaba contra el tiempo, tenía que enfrentar a su familia tarde o temprano. Mientras nadie supiera de Lucerys, mientras lo mantuviera encerrado en esta habitación, podía ganar algo de tiempo. Su madre sabía bien que estaba desquiciado con la idea de una venganza, se tragaría con facilidad el cuento de que lo mató personalmente y abandonó su cuerpo en cualquier sitio. Quizás el estúpido de Aegon conseguiría creérselo también y, si su madre intervenía, podría perdonarlo porque no convenía más divisiones familiares.
Pero con su abuelo sería mucho más complicado. Por eso tenía que mantener a Lucerys expresamente encerrado, si alguien lo veía, toda esa pantomima se vendría abajo. Eso sin contar que tenía que enviar espías para averiguar con exactitud dónde estaban las fuerzas de Rhaneyra. Sabía que su querida hermana estaba en Rocadragón, pero era probable que Jacaerys ya estaría moviendo hilos en favor de su madre, al igual que Daemon.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Lucerys
No tenía hambre, pero sabía que nada cortaría a su tío de obligarlo a tragarse la comida de ser necesario y no se sentía con energía para discutir por eso, así que empezó a comer con desgano. Al menos no era comida de prisionero.
Escuchó a su tío en silencio.
Así que nadie sabía que estaba ahí. Si eso era cierto, ni su madre ni Daemon vendrían por él hasta allí. Estaba seguro de que su madre lo habría estado buscando, pero seguro que el rumor en Desembarco del rey era que su tío lo había secuestrado. Todos seguro creían que había terminado con él.
Tal vez Daemon vendría, pero para vengarlo: no para rescatarlo.
¿Qué sería de él si mataban a Aemond? Se estremeció de solo pensarlo. Quedaría abandonado en ese tétrico lugar.
Harrendal. ¿Era una broma de mal gusto que lo hubiera llevado al hogar de los Strong? ¿Era su tío tan retorcido para pensar en ello en medio de su fuga? Torció el gesto con disgusto.
—¿Así que tu plan es tenerme encerrado para tu disfrute personal? —preguntó—. Mi familia va a perseguirte para vengarme, aunque no crean que pueden recuperarme.
No sabía bien si sus palabras eran una amenaza o una advertencia. Tal vez ambas cosas.
Ahora, estaba partiendo de que todos en su familia estaban bien, pero allí afuera había una guerra. Tal vez no tendrían tiempo para venganzas hasta mucho después. Ahora no era ni siquiera un rehén como tal en medio de la guerra, no era útil para ningún bando. Era como si no existiera.
—Siempre pensé que eras cruel tío, pero espero que tu plan incluya algo más que matarme de aburrición aquí escondido.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Aemond
Aemond estaba gratamente complacido al ver cómo Lucerys estaba comiendo. Estaba preparado para discutir con él por la comida, pero se quedó tranquilo al ver cómo su sobrino estaba obedeciéndolo. Además, tenía que haberse dado cuenta que no le había dado sobras, ni nada que le darían en un calabozo. No estaba seguro por cuánto tiempo iba a prolongar esa piedad, pero de momento necesitaba que se alimentara bien para que estuviera recuperado por completo.
Pronunció la sonrisa cuando lo escuchó decir que lo tenía encerrado para su disfrute personal. Por supuesto que lo estaba disfrutando, creía que tenía derecho a celebrar después de que se asustó tanto al pensar que Lucerys moriría luego de esa fiebre tan horrible.
—Mi plan por los últimos días fue evitar que te murieras —comentó, ocupando más espacio del necesario en la cama. Sabía que estaba consiguiendo incomodarlo, pero Aemond se sentía complacido, le gustaba saber que Lucerys parecía resignado a su nueva situación. Por el momento, eso era suficiente—. Lo bueno para mí es que pocos saben que de verdad estás vivo. Mientras tu madre esté demasiado ocupada buscando cómo asentarse en el poder, creo que no vas a ser prioridad para ella.
“O para nadie” pensó, pero decidió que podía robar un trocito de pan de la bandeja de Lucerys y dar un bocado.
La realidad era que él también estaba en una posición vulnerable, pero no pensaba conversar eso con Lucerys todavía. Aemond estaba considerando seriamente subirse al lomo de Vhagar y viajar a Desembarco del Rey, hacer pasar el cadáver de otra persona por el de Lucerys y confirmar su muerte. Creía que eso era una buena idea por el momento, pero tenía que ejecutarlo de manera perfecta para que nadie lo descubriese. Mientras tanto, tal y como su sobrino diría, Lucerys tendría que ahogarse en aburrimiento, porque no lo iba a dejar salir de allí.
—No te preocupes, si te aburres demasiado siempre puedo dejarte sucio y en harapos y mandarte a trabajar a las cocinas. No es tan mala idea, así puedo comprobar que nadie conoce de verdad tu identidad mientras el resto te da por muerto… —bromeó Aemond, estirando una mano hasta tomar a Lucerys por la barbilla para encontrar sus miradas—. El plan siempre fue que estuvieras a mi merced, el problema es que la guerra entre nuestras madres se me atravesó en el camino. Un pequeño inconveniente, si me lo preguntan. Las Tierras de las Tormentas hasta ahora se declararon leales a mi hermano, lo mismo que las Tierras de los Ríos. Mi hermana sigue viva, pero no sé por cuánto tiempo.
Aunque parecía que lo decía para meterse con él, lo decía en serio. Rhaenyra estaba en una posición delicada y seguro que estaría muy alterada al no saber dónde estaba su adorado hijo. Eso le impediría pensar con sangre fría las cosas y en la guerra uno no podía darse el lujo de tambalearse por sentimentalismos.
Pronunció la sonrisa cuando lo escuchó decir que lo tenía encerrado para su disfrute personal. Por supuesto que lo estaba disfrutando, creía que tenía derecho a celebrar después de que se asustó tanto al pensar que Lucerys moriría luego de esa fiebre tan horrible.
—Mi plan por los últimos días fue evitar que te murieras —comentó, ocupando más espacio del necesario en la cama. Sabía que estaba consiguiendo incomodarlo, pero Aemond se sentía complacido, le gustaba saber que Lucerys parecía resignado a su nueva situación. Por el momento, eso era suficiente—. Lo bueno para mí es que pocos saben que de verdad estás vivo. Mientras tu madre esté demasiado ocupada buscando cómo asentarse en el poder, creo que no vas a ser prioridad para ella.
“O para nadie” pensó, pero decidió que podía robar un trocito de pan de la bandeja de Lucerys y dar un bocado.
La realidad era que él también estaba en una posición vulnerable, pero no pensaba conversar eso con Lucerys todavía. Aemond estaba considerando seriamente subirse al lomo de Vhagar y viajar a Desembarco del Rey, hacer pasar el cadáver de otra persona por el de Lucerys y confirmar su muerte. Creía que eso era una buena idea por el momento, pero tenía que ejecutarlo de manera perfecta para que nadie lo descubriese. Mientras tanto, tal y como su sobrino diría, Lucerys tendría que ahogarse en aburrimiento, porque no lo iba a dejar salir de allí.
—No te preocupes, si te aburres demasiado siempre puedo dejarte sucio y en harapos y mandarte a trabajar a las cocinas. No es tan mala idea, así puedo comprobar que nadie conoce de verdad tu identidad mientras el resto te da por muerto… —bromeó Aemond, estirando una mano hasta tomar a Lucerys por la barbilla para encontrar sus miradas—. El plan siempre fue que estuvieras a mi merced, el problema es que la guerra entre nuestras madres se me atravesó en el camino. Un pequeño inconveniente, si me lo preguntan. Las Tierras de las Tormentas hasta ahora se declararon leales a mi hermano, lo mismo que las Tierras de los Ríos. Mi hermana sigue viva, pero no sé por cuánto tiempo.
Aunque parecía que lo decía para meterse con él, lo decía en serio. Rhaenyra estaba en una posición delicada y seguro que estaría muy alterada al no saber dónde estaba su adorado hijo. Eso le impediría pensar con sangre fría las cosas y en la guerra uno no podía darse el lujo de tambalearse por sentimentalismos.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
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Lucerys
No le estaba resultando fácil comer. Era buena comida, pero no tenía apetito, mucho menos pensando en que estaba condenado a seguir ahí encerrado mientras su madre iba a la guerra. Cuando Aemond lo tomó de la barbilla para obligarlo a mirarlo se esforzó en sostenerle la mirada, no quería que lo viera atemorizado.
—¿De qué te sirve tenerme a tu merced y tener que esconderte en estas ruinas conmigo? —preguntó con más desafío en la voz del prudente—. ¿No deberías estar peleando esa guerra junto a tu madre?
Eso debía hacer él. Debería estar con su familia luchando por el derecho legítimo de su madre. Navegando. Pero en cambio estaba aquí, inutilizado en una cama donde Aemond lo tenía confinado, ocupando casi todo su espacio.
Se adelantó en el colchón para acercarse más a su tío y la comida, intentando recuperar un poco de espacio.
—Mamá no morirá fácilmente, y vendrá por mí, eventualmente. Mi madre no me dejaría de lado por una guerra.
No tenía duda de eso. Tal vez Alicent se olvidaría de sus hijos en media guerra, pero su madre no lo haría. Aemond tal vez no sabría entender esto.
Nunca había tenido la impresión de que Alicent fuera una madre particularmente cariñosa o involucrada con sus hijos.
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Aemond
Aunque Lucerys estaba resultando ser un completo insolente, si tenía la mente tan despejada eso significaba que no iba a morirse pronto. Aemond no podía más que festejar este hecho, a pesar de que eso implicaba que ahora quería callarle la boca de un buen golpe. Alzó ambas cejas y lo miró desafiante, como si quisiera recordarle en qué situación estaba, no le alcanzaban las fuerzas para hablarle de esa manera, sin embargo eso era justo lo que estaba haciendo.
Si fueran otras las circunstancias, Aemond se habría reído abiertamente.
—Eres un tesoro muy preciado —escupió de mala gana, para luego pronunciar la sonrisa—. ¿Es eso lo que quieres que te diga? Estaba pensando si mandarle un ojo a tu madre, ya que estás tan desesperado porque te encuentre. Y no estás en posición de decirme qué es lo que yo tengo que hacer, te recuerdo que hace sólo un par de días atrás todavía estabas moribundo en una cama.
Aemond se inclinó despacio, examinando que el plato estaba casi vacío. Tenía apetito y además estaba metiéndose con él. Si la maldita curandera estuviera aquí, estaba seguro de que ella también lo vería como una muy buena señal.
—Lucerys, yo sé que tienes a tu madre en muy alta estima, pero déjame decirte que en la guerra dejamos atrás lo que nos importa para hacernos con el poder. Tu madre y Daemon se apoyarían en tu cuerpo muerto si eso les ayuda a sentarse en el Trono de Hierro. Estas ruinas son un mejor destino para ti, ¿o es que crees que te habrías quedado sentado esperando a que mamá volviera del campo de batalla? No habrías durado ni medio día montado en el lomo de tu inexperto dragón.
Aemond se dio cuenta de que llegó lejos cuando mencionó a Arrax. Se humedeció los labios, viendo en los ojos de Lucerys que su sobrino recordaba lo que había pasado con su dragón. Pero era cierto, estaba seguro que habían podido abatir a Arrax en Desembarco del Rey con relativa facilidad. No habría tenido posibilidad en el campo de batalla de todas formas.
Si fueran otras las circunstancias, Aemond se habría reído abiertamente.
—Eres un tesoro muy preciado —escupió de mala gana, para luego pronunciar la sonrisa—. ¿Es eso lo que quieres que te diga? Estaba pensando si mandarle un ojo a tu madre, ya que estás tan desesperado porque te encuentre. Y no estás en posición de decirme qué es lo que yo tengo que hacer, te recuerdo que hace sólo un par de días atrás todavía estabas moribundo en una cama.
Aemond se inclinó despacio, examinando que el plato estaba casi vacío. Tenía apetito y además estaba metiéndose con él. Si la maldita curandera estuviera aquí, estaba seguro de que ella también lo vería como una muy buena señal.
—Lucerys, yo sé que tienes a tu madre en muy alta estima, pero déjame decirte que en la guerra dejamos atrás lo que nos importa para hacernos con el poder. Tu madre y Daemon se apoyarían en tu cuerpo muerto si eso les ayuda a sentarse en el Trono de Hierro. Estas ruinas son un mejor destino para ti, ¿o es que crees que te habrías quedado sentado esperando a que mamá volviera del campo de batalla? No habrías durado ni medio día montado en el lomo de tu inexperto dragón.
Aemond se dio cuenta de que llegó lejos cuando mencionó a Arrax. Se humedeció los labios, viendo en los ojos de Lucerys que su sobrino recordaba lo que había pasado con su dragón. Pero era cierto, estaba seguro que habían podido abatir a Arrax en Desembarco del Rey con relativa facilidad. No habría tenido posibilidad en el campo de batalla de todas formas.
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Lucerys
Aunque había esperado qeu sus palabras enfadaran a Aemond no había esperado el ataque sobre Arrax. No sabía por qué todavía pensaba que su tío podía tener algún límite. La furia que sintió al escucharlo hablar así de su dragón lo dominó cuando tomó el plato de comida y se lo estrelló contra la cara.
Después se levantó de la cama y corrió, aunque pronto se dio cuenta de que no sabía dónde ir. No conocía las ruinas en las que estaban ni sabría salir de ahí. Así que se acercó a la ventana y se asomó al balcón de la habitación.
Miró hacia abajo, pensando que si saltaba de ahí, no sobreviviría. Luego miró a lo lejos, y distinguió a Vhagar, enorme e imponente. Fue entonces cuando pensó que sí estaba haciendo algo por su madre: estaba manteniendo a Aemond y su letal dragona lejos de la guerra.
Se giró hacia Aemond, seguro de que estaría furioso mientras se quitaba restos de comida de la cara y el pelo.
—No puedes entender lo que fue perder a Arrax —le recriminó—. No sabes lo que es crecer con un dragón. Arrax era un bebé y dependía de mí todavía
No creía que a Aemond le importara, pero Lucerys realmente tenía roto el corazón por haber perdido a su compañero de vida. El dragón que lo había elegido para crecer con él.
Era su culpa haberlo dejado atrás para salvar el pellejo.
—No creas que mi madre es como la tuya. No es mi culpa que tampoco sepas lo que es ser prioridad para tu madre.
Tenía que encontrar una forma de retener a Aemond allí, pero ahora mismo no podía pensar con claridad.
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Noche
Aemond
Aemond ya se esperaba que su comentario sobre Arrax había tocado un punto sensible, pero jamás se imaginó que Lucerys tendría una reacción tan violenta. De hecho, se sintió muy estúpido porque Lucerys lo pilló desprevenido y no pudo evitar que le tirara la bandeja de comida. El plato todavía estaba caliente y Aemond lanzó un bufido incómodo cuando se quemó la piel. Retrocedió un par de pasos, con algo de torpeza, mientras veía cómo Lucerys se levantaba de la cama.
No comprendía qué intentaba hacer, pues Lucerys no se le fue encima, al parecer no estaba tan suicida como creía. Lo que hizo fue recorrer la habitación a toda prisa y apresurarse a la ventana. Aemond frunció el ceño, mientras trataba de limpiarse, se sentía asqueroso luego de tener rastros de comida por el cuerpo y, probablemente, también en el pelo.
Aemond sabía que tenía que ser más inteligente que visceral, pero no pudo controlar sus impulsos cuando tomó a Lucerys con fuerza, apoyándolo más de la cuenta del marco de la ventana. No pretendía dejarlo caer, por supuesto, había pasado por demasiados problemas para mantenerlo con vida. Había arriesgado su propio pellejo y su posición ante su familia, para que ahora Lucerys se lo pagara así.
—Tu dragón está muerto porque era débil, debiste saberlo porque escogió un maldito bastardo por jinete. Así que supéralo porque llorar no lo va a resucitar, estoy seguro que Aegon se habrá dado gusto permitiendo que Fuegosol se lo comiera —Aemond en realidad no tenía idea si eso era cierto, de hecho, ni siquiera estaba seguro que Arrax estuviera realmente muerto, tan sólo era una suposición dadas las circunstancias.
Cuando tiró de Lucerys para alejarlo de la ventana, lo empujó tan fuerte que su sobrino tropezó. Lucerys estaba en el suelo, de nuevo, mientras que Aemond escuchaba, una y otra vez, todo lo que había dicho de su madre. Cuando se inclinó hacia él, tirando de sus hombros para ponerlo de pie con rapidez, sus miradas se encontraron. Aemond sabía que Lucerys estaba haciendo un esfuerzo por disimular, pero sus ojos no podían mentirle: estaba asustado. Esa certeza le dibujó una sonrisa en los labios.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre los dos, Lucerys? Que tú de verdad piensas que un bastardo va a ser prioridad para mi hermana y su esposo, eres más estúpido de lo que creía. Rhaenyra ya tiene sangre pura Targaryen para sucederla en el trono, tú en el fondo eres prescindible —siseó, mientras lo dejaba caer de nuevo sobre el colchón—. Yo, en cambio, sé muy bien dónde estoy parado.
Sin embargo, Aemond sí que sabía que estaba en una posición delicada. Tenía que volver a Desembarco cuanto antes, pero debía asegurarse primero que Lucerys no escaparía. Ahora estaba sano y podía intentar cualquier estupidez en su ausencia. Quizás tendría que considerar dejarlo en el calabozo por unos días.
No comprendía qué intentaba hacer, pues Lucerys no se le fue encima, al parecer no estaba tan suicida como creía. Lo que hizo fue recorrer la habitación a toda prisa y apresurarse a la ventana. Aemond frunció el ceño, mientras trataba de limpiarse, se sentía asqueroso luego de tener rastros de comida por el cuerpo y, probablemente, también en el pelo.
Aemond sabía que tenía que ser más inteligente que visceral, pero no pudo controlar sus impulsos cuando tomó a Lucerys con fuerza, apoyándolo más de la cuenta del marco de la ventana. No pretendía dejarlo caer, por supuesto, había pasado por demasiados problemas para mantenerlo con vida. Había arriesgado su propio pellejo y su posición ante su familia, para que ahora Lucerys se lo pagara así.
—Tu dragón está muerto porque era débil, debiste saberlo porque escogió un maldito bastardo por jinete. Así que supéralo porque llorar no lo va a resucitar, estoy seguro que Aegon se habrá dado gusto permitiendo que Fuegosol se lo comiera —Aemond en realidad no tenía idea si eso era cierto, de hecho, ni siquiera estaba seguro que Arrax estuviera realmente muerto, tan sólo era una suposición dadas las circunstancias.
Cuando tiró de Lucerys para alejarlo de la ventana, lo empujó tan fuerte que su sobrino tropezó. Lucerys estaba en el suelo, de nuevo, mientras que Aemond escuchaba, una y otra vez, todo lo que había dicho de su madre. Cuando se inclinó hacia él, tirando de sus hombros para ponerlo de pie con rapidez, sus miradas se encontraron. Aemond sabía que Lucerys estaba haciendo un esfuerzo por disimular, pero sus ojos no podían mentirle: estaba asustado. Esa certeza le dibujó una sonrisa en los labios.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre los dos, Lucerys? Que tú de verdad piensas que un bastardo va a ser prioridad para mi hermana y su esposo, eres más estúpido de lo que creía. Rhaenyra ya tiene sangre pura Targaryen para sucederla en el trono, tú en el fondo eres prescindible —siseó, mientras lo dejaba caer de nuevo sobre el colchón—. Yo, en cambio, sé muy bien dónde estoy parado.
Sin embargo, Aemond sí que sabía que estaba en una posición delicada. Tenía que volver a Desembarco cuanto antes, pero debía asegurarse primero que Lucerys no escaparía. Ahora estaba sano y podía intentar cualquier estupidez en su ausencia. Quizás tendría que considerar dejarlo en el calabozo por unos días.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Lucerys
Lucerys se volvió hacia su tío, lívido por la imagen mental de Fuegosol comiéndose a Arrax.
No podía estar seguro de que eso fuera lo que había sucedido, pero temía que sí hubieran matado a su dragón ya. Era una forma de debilitar al bando de su madre.
Aemond se veía ridículo quitándose todavía comida del cabello rubio, ahora sucio y manchado. Pero sus palabras eran hirientes como cuchillos.
—¿Ah sí? ¿Dónde estás parado? —le preguntó con furia—. En un castillo en ruinas, manteniéndome encerrado y con vida. ¿Qué haces aquí Aemond? Ve a pelear por el trono para tu hermano si tan seguro estás de que lo merece. Tú tuviste que robar tu dragón, y tu hermano tuvo que robar el trono.
En ese momento lo detestaba. Detestaba todo lo que tuviera que ver con la corona y el trono de hierro.
Regresó al interior de la habitación y tiró de la cama las sábanas que se habían pringado con comida. Odiaba todo. Pero sobre todo odiaba ese lugar y odiaba a Aemond por retenerlo aquí.
—Bueno, ya, déjame aquí y márchate. Seguro que tienes mucho que explicar en Desembarco del rey y no me neesitas para eso. Vete.
Entre antes se marchara su tío y lo dejara solo, mejor.
Tal vez le traería noticias sobre Arrax, aunque sabía que solo lo lastimaría escuchar sobre su muerte.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Aemond
Lucerys estaba fuera de sí y Aemond también sentía cómo su autocontrol se le escurría entre los dedos. No quería admitirlo, pero las palabras de su sobrino sí que lo habían herido. Aemond por lo general no se tomaba muy en serio sus insultos, pero no dejaba que nadie pusiera en duda el vínculo que tenía con Vhagar. No había robado a su dragón, se lo había ganado a pulso, él no tenía la culpa de ser más astuto que otros. Estaba convencido de que, incluso si la estúpida de Rhaena Velaryon hubiera intentado reclamar a Vhagar, el dragón la habría rechazado.
No permitiría que Lucerys hablara de ese vínculo como si fuera algo impuro o menos genuino que su estúpida relación con Arrax, quien apenas era un reptil que con duras penas podía volar.
Fue por eso que no se pudo controlar cuando se inclinó hacia él y lo golpeó. Aemond no midió su fuerza y vio a Lucerys trastabillar hasta tropezar y caer al suelo. No hizo caso en absoluto al cosquilleo de culpa que le sacudió el pecho. Estaba demasiado furioso para frenar sus instintos.
—¿Sabes qué, querido sobrino? Te voy a tomar la palabra, voy a marcharme a arreglar ciertas cosas… —sin pensarlo dos veces, Aemond tiró a Lucerys con fuerza, mientras lo arrastraba fuera de la habitación. Estaban en una torre lo bastante aislado de la zona principal del castillo para que nadie notara con facilidad lo que estaba sucediendo. Tomó a Lucerys con fuerza de la muñeca y lo empujó para hacerlo avanzar aunque no quisiera.
Lo bueno de Harrenhal era precisamente que era una fortaleza que tenía muchas zonas abandonadas y que podía usar como celdas de aislamiento. Cuando empujó a Lucerys a una habitación mucho más pequeña, desprovista de muebles, se sintió triunfador.
—Esto te lo hiciste a ti mismo, yo iba a dejarte en la habitación —comentó con voz ronca, mientras apoyaba ambas manos en el marco de la puerta. Aemond no había pensado marcharse tan pronto, ni mucho menos tan apresuradamente hacia Desembarco del Rey. Pero la verdad era que tampoco se le antojaba quedarse allí. En este momento sólo quería que Lucerys sufriera su ausencia.
No permitiría que Lucerys hablara de ese vínculo como si fuera algo impuro o menos genuino que su estúpida relación con Arrax, quien apenas era un reptil que con duras penas podía volar.
Fue por eso que no se pudo controlar cuando se inclinó hacia él y lo golpeó. Aemond no midió su fuerza y vio a Lucerys trastabillar hasta tropezar y caer al suelo. No hizo caso en absoluto al cosquilleo de culpa que le sacudió el pecho. Estaba demasiado furioso para frenar sus instintos.
—¿Sabes qué, querido sobrino? Te voy a tomar la palabra, voy a marcharme a arreglar ciertas cosas… —sin pensarlo dos veces, Aemond tiró a Lucerys con fuerza, mientras lo arrastraba fuera de la habitación. Estaban en una torre lo bastante aislado de la zona principal del castillo para que nadie notara con facilidad lo que estaba sucediendo. Tomó a Lucerys con fuerza de la muñeca y lo empujó para hacerlo avanzar aunque no quisiera.
Lo bueno de Harrenhal era precisamente que era una fortaleza que tenía muchas zonas abandonadas y que podía usar como celdas de aislamiento. Cuando empujó a Lucerys a una habitación mucho más pequeña, desprovista de muebles, se sintió triunfador.
—Esto te lo hiciste a ti mismo, yo iba a dejarte en la habitación —comentó con voz ronca, mientras apoyaba ambas manos en el marco de la puerta. Aemond no había pensado marcharse tan pronto, ni mucho menos tan apresuradamente hacia Desembarco del Rey. Pero la verdad era que tampoco se le antojaba quedarse allí. En este momento sólo quería que Lucerys sufriera su ausencia.
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VI. Al caer la noche
Harrenhal
Noche
Lucerys
Lucerys notó en el ojo de Aemond que sus palabras habían golpeado en el lugar indicado, tal y como había pretendido. Sin embargo, su tio lo agarró y lo arrastró hasta otra habitación, donde lo tiró sin mayores miramientos.
Lucerys recordó el tiempo que había pasado en los calabozos de Desembarco del rey, pero aquí no iba a aparecer nadie que lo quisiera matar...O eso esperaba.
Lo iba a dejar en la habitación dijo. Lo escuchó alejarse a paso rápido, mientras él miraba desesperado a su alrededor. La habitación no tenía cama ni otros muebles. No sabía cómo se suponía que iba a pasar días ahí. Pero no iba a dejar que Aemond lo escuchara desesperarse ni nada similar.
—¡Cuida que no acaben contigo en Desembarco del rey! —le gritó mientras se alejaba—. ¡Te estaré esperando aquí!
Una vez que Aemond se hubo terminado de alejar sí que golpeó la pared con furia. Era un pésimo lugar para pasar varios días, pero Aemond se había tomado muchas molestias para mantenerlo vivo. Seguro que le llevarían agua y comida, no lo dejaría morir ahora. Sin embargo, no sería ni cómodo ni agradable, lo tenía claro.
Tan solo esperaba que Aemond no tardara demasiado en Desembarco del rey.
Necesitaba que regresara para que lo sacara de ahí.
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VII. Regresos
Harrenhal
Noche
Aemond
Su regreso a Desembarco del Rey fue justo como lo planeó. Después del odio encarnizado que había proclamado por Lucerys, nadie puso en duda cuando llevó un cadáver que estaba tan carcomido que era imposible identificar su identidad. Era una imagen tan grotesca que su madre pidió que lo retiraran de su vista y no volvieron a cuestionarlo sobre el paradero de Lucerys. Quizás porque su abuelo estaba más preocupado porque le jurara lealtad al nuevo rey que para preocuparse por minucias.
Además, dependía de Aemond para comandar ejércitos y también de Vhagar para imponer su presencia en el campo de batalla. La supuesta muerte de Lucerys fue vista como un desliz en la guerra que estaba cociéndose a lo largo de todo Poniente. ¿Quién iba realmente a imaginarse que tenía oculto a su sobrino en Harrenhal? Sus estancia de regreso en Desembarco del Rey le permitió evaluar mejor la situación en la que se encontraba.
Pero Aemond no pudo permitirse sentir su triunfo porque a los pocos días de estar de regreso en casa una noticia sacudió la Fortaleza Roja y también su corazón. Una noticia que sacudió a su familia y que provocó que Aemond golpease no sólo al nuevo rey, sino también a su abuelo. Ni siquiera los vagos intentos de consuelo de su madre fueron suficientes para calmarlo. Aemond no quería saber nada sobre la guerra, ni sobre las sucesiones de la corona. Estaba roto y así voló de regreso a Harrenhal.
Cuando dejó a Lucerys en aquella habitación vacía, se aseguró de dejarle instrucciones a la curandera, quien era la única persona que tenía acceso a sus aposentos. La mujer le llevaría comida dos veces al día y se encargaría de ver que estuviera tan vivo como cuando lo dejó. Aemond llegó a Harrenhal en el lomo de Vhagar y convocó a los soldados que había allí, dejándoles instrucciones para que entregaran cartas en nombre de su hermano al resto de los señores de las Tierras de los Ríos.
La guerra no había hecho más que empezar, aunque Aemond sólo podía pensar en una cosa. Cuando subió a la torre donde estaban sus aposentos, dejó órdenes de no ser molestado bajo ninguna circunstancia. Aemond tenía claro hacia dónde debía dirigirse, pues pasó de largo de su habitación y empujó con fuerza la puerta de la habitación donde tenía a Lucerys encerrado.
Cuando ésta se abrió con gran estruendo, Aemond se dio cuenta de que era mucho más pequeña de lo que recordaba. A esa hora, hacía un frío infernal y lo primero que pensó fue que esperaba que Lucerys lo hubiera pasado mal durante su ausencia.
—Levántate de ahí que tengo noticias de Desembarco —exclamó, con voz ronca, como si hubiera llorado todo el camino de regreso a Harrenhal.
Además, dependía de Aemond para comandar ejércitos y también de Vhagar para imponer su presencia en el campo de batalla. La supuesta muerte de Lucerys fue vista como un desliz en la guerra que estaba cociéndose a lo largo de todo Poniente. ¿Quién iba realmente a imaginarse que tenía oculto a su sobrino en Harrenhal? Sus estancia de regreso en Desembarco del Rey le permitió evaluar mejor la situación en la que se encontraba.
Pero Aemond no pudo permitirse sentir su triunfo porque a los pocos días de estar de regreso en casa una noticia sacudió la Fortaleza Roja y también su corazón. Una noticia que sacudió a su familia y que provocó que Aemond golpease no sólo al nuevo rey, sino también a su abuelo. Ni siquiera los vagos intentos de consuelo de su madre fueron suficientes para calmarlo. Aemond no quería saber nada sobre la guerra, ni sobre las sucesiones de la corona. Estaba roto y así voló de regreso a Harrenhal.
Cuando dejó a Lucerys en aquella habitación vacía, se aseguró de dejarle instrucciones a la curandera, quien era la única persona que tenía acceso a sus aposentos. La mujer le llevaría comida dos veces al día y se encargaría de ver que estuviera tan vivo como cuando lo dejó. Aemond llegó a Harrenhal en el lomo de Vhagar y convocó a los soldados que había allí, dejándoles instrucciones para que entregaran cartas en nombre de su hermano al resto de los señores de las Tierras de los Ríos.
La guerra no había hecho más que empezar, aunque Aemond sólo podía pensar en una cosa. Cuando subió a la torre donde estaban sus aposentos, dejó órdenes de no ser molestado bajo ninguna circunstancia. Aemond tenía claro hacia dónde debía dirigirse, pues pasó de largo de su habitación y empujó con fuerza la puerta de la habitación donde tenía a Lucerys encerrado.
Cuando ésta se abrió con gran estruendo, Aemond se dio cuenta de que era mucho más pequeña de lo que recordaba. A esa hora, hacía un frío infernal y lo primero que pensó fue que esperaba que Lucerys lo hubiera pasado mal durante su ausencia.
—Levántate de ahí que tengo noticias de Desembarco —exclamó, con voz ronca, como si hubiera llorado todo el camino de regreso a Harrenhal.
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VII. Regresos
Harrenhal
Noche
Lucerys
Lucerys había perdido la cuenta de cuántos días tenía en aquella habitación incómoda y fría. Podría haber sido peor, pero la curandera le había llevado comida y abrigo todos los días. Parecía muy empeñada en no dejarlo enfermar de nuevo. Lucerys dudaba que se preocupara realmente por él: tan solo tenía miedo de Aemond y que lo encontrara enfermo al regresar.
Como si no fuera él quien lo había dejado ahí encerrado.
Lucerys no recibía noticias del exterior, pero estaba seguro de que Aemond iría a verlo apenas regresara. Querría restregarle todo en la cara, y molestarlo por su tiempo ahí encerrado.
Supo el momento exacto en que Aemond vendría porque escuchó sus pasos en el pasillo. Aparte de la curandera nadie más subía hasta allí, pero estos pasos eran firmes, rápidos y violentos. Tenía que ser su tío.
Sin embargo, cuando abrió la puerta no tenía la expresión burlona o superior que esperaba. Además, se oía ronco. No parecía estar bien.
Se levantó de la cama donde había estado esperando y lo miró abriendo mucho los ojos.
—¿Qué pasó? —preguntó con apremio.
Aquello no pintaba bien.
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VII. Regresos
Harrenhal
Noche
Aemond
Helaena, su amada hermana, estaba muerta.
Aemond todavía no superaba aquella noticia tan siniestra. La única persona que lo había querido de verdad, sin pedirle nada a cambio, había sido su hermana. Además, Helaena era un alma buena, alguien que nunca habría optado por un conflicto bélico para resolver las diferencias familiares. Ella habría pedido la paz para todos, a pesar de que nadie estuviera dispuesto escucharla.
Sin embargo, ya nada de eso importaba, porque en este mundo de rencores y guerra por un maldito trono, su hermana había sido una víctima inocente.
Recordó aquello más que nunca cuando Lucerys y él se miraron a los ojos. Lo único que podía ver Aemond frente a él, era la mirada de Jacaerys. Cuando tiró de Lucerys, no pudo contenerse y lo golpeó. Fue un golpe seco, con el único fin de desahogarse. Sin embargo, después de golpear a Lucerys, no se sintió mejor, sino todo lo contrario.
Los golpes no iban a devolverle a su querida hermana.
—Está muerta… ¡está muerta! —exclamó varias veces, mientras volvía a golpearlo, esta vez empujándolo con fuerza fuera de la habitación. Lucerys tropezó, cayó al piso con un golpe seco y justo en ese momento, Aemond se dio cuenta de que estaba llorando de rabia. No recordaba cuándo había sido la última vez que había llorado, mucho menos llorar frente a alguien. Además, ahora estaba llorando frente a su sobrino. Pero el dolor que sentía era tanto, que ni siquiera le importó—: Helaena está muerta por culpa de tu estúpida familia.
La frase, dicha en voz alta, sonaba todavía peor.
Aemond todavía no superaba aquella noticia tan siniestra. La única persona que lo había querido de verdad, sin pedirle nada a cambio, había sido su hermana. Además, Helaena era un alma buena, alguien que nunca habría optado por un conflicto bélico para resolver las diferencias familiares. Ella habría pedido la paz para todos, a pesar de que nadie estuviera dispuesto escucharla.
Sin embargo, ya nada de eso importaba, porque en este mundo de rencores y guerra por un maldito trono, su hermana había sido una víctima inocente.
Recordó aquello más que nunca cuando Lucerys y él se miraron a los ojos. Lo único que podía ver Aemond frente a él, era la mirada de Jacaerys. Cuando tiró de Lucerys, no pudo contenerse y lo golpeó. Fue un golpe seco, con el único fin de desahogarse. Sin embargo, después de golpear a Lucerys, no se sintió mejor, sino todo lo contrario.
Los golpes no iban a devolverle a su querida hermana.
—Está muerta… ¡está muerta! —exclamó varias veces, mientras volvía a golpearlo, esta vez empujándolo con fuerza fuera de la habitación. Lucerys tropezó, cayó al piso con un golpe seco y justo en ese momento, Aemond se dio cuenta de que estaba llorando de rabia. No recordaba cuándo había sido la última vez que había llorado, mucho menos llorar frente a alguien. Además, ahora estaba llorando frente a su sobrino. Pero el dolor que sentía era tanto, que ni siquiera le importó—: Helaena está muerta por culpa de tu estúpida familia.
La frase, dicha en voz alta, sonaba todavía peor.
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VII. Regresos
Harrenhal
Noche
Lucerys
Al inicio, Lucerys no entendía lo que estaba pasando. Sin emabrgo, cuando procesó lo que decía Aemond comprendió la terrible verdad: Helaena era todo lo que le importaba en este mundo a Aemond. Eso explicaba que estuviera fuera de sí. Pero no lograba hacerse una idea de lo que había pasado.
Sintió el dolor punzante en los golpes que recibía y su espalda crujió al golpearse al caer en el pasillo. Lanzó una mirada de odio a Aemond, pero entonces notó que estaba llorando.
Por Helaena, por supuesto. Su amada hermana.
—Mi familia ama a Helaena, nadie le haría daño a propósito —replicó, mientras se devanaba los sesos intentando descifrar que podía haber pasado.
Se levantó trastabillante, listo para recibir más golpes por parte de Aemond, no creía que nada lo calmara.
—¿Qué pasó? Jace nunca habría permitido que le pasara nada a su esposa —declaró convencido. Entonces, se le heló la sangre. —¿Y mi hermano? ¿Cómo está mi hermano?
La pregunta brotó de sus labios con vehemencia, mientras un escalofrío le helaba la sangre de solo pensarlo. Jace... Si Helaena estaba muerta, ¿qué había pasado con su hermano? ¿Por qué Aemond los culpaba?
Él en especial no podía tener nada que ver, cuando su madre lo envió a Desembarco del Rey su cuñada estaba perfectamente.
Miró a Aemond con miedo, aprensivo de su respuesta.
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